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"Cuando la felicidad te pilla despistado". 100 años del Concierto para chelo de Elgar

Teresa Adrán nos sumerge en el Concierto para violonchelo de Elgar, en el centenario de su estreno,
con un artículo publicado en el último número impreso de Platea Magazine.
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Estas bromas de la vida hacen que Elgar sea conocido precisamente por aquello que menos le hubiera gustado. Esa Pompa y circunstancia le trajo gloria, pero también resentimiento y poco de lo que sentirse orgulloso. Al menos, le reconfortaría saber que las Variaciones Enigma o los conciertos para violín y violonchelo se añaden a la lista de sus obras más divulgadas. De este último concierto se cumplen ahora cien años desde su estreno, su última gran composición y del que no diremos que fue su canto del cisne, porque los cisnes sólo cantan antes de morir.

Edward Elgar (1857 – 1934) no conoció otro trabajo que el de hacer música; ya desde su infancia cuando observaba a su padre afinando pianos mientras él trasteaba en la tienda con los instrumentos. Y fue así, casi sin querer, combinando fórmulas de timbres y jugando a ser mayor, como se encontró un día escribiendo una canción para una de sus hermanas. Tenía trece años y desde entonces no abandonó su dedicación a la música, que sería su pasión y su oficio. Es posible que en la ingenuidad de aquella adolescencia, Elgar ignorara los obstáculos que iban a determinar un esfuerzo extraordinario para alcanzar el puesto que por su talento le correspondía: vivía en una pequeña localidad rural, entre una familia de clase media-baja y además pertenecía a la minoría católica que no ayudaba en nada a lograr sus aspiraciones. Sobrevivió a aquellos años gracias a dar clases de violín, a tocar y dirigir en orquestas locales y a acompañar con el órgano en la misa de los domingos, mientras diseñaba su propia estrategia para dar a conocer su trabajo como compositor. Así, intentó vincularse a la tradición coral inglesa al dedicarle a este género sus primeras obras de gran formato. Pero quien de verdad descubrió al Elgar compositor fue, sin duda, el visionario director de orquesta austrohúngaro Hans Richter.

Compartían ambos una gran admiración por la música de Dvorák, de la que Elgar bebía a menudo, y posiblemente le mostró el camino que ya estaba trazando en Europa la música de Wagner. Richter, según Lebrecht, fue responsable de que la capital del “país sin música” se convirtiera durante la década final del siglo XIX en el punto de mira del mundo musical: entre otras cosas, llevaba desde 1879 a Londres una cita anual de conciertos que se convirtieron en la principal atracción de la temporada musical británica. Esta suerte de festival, al que llamaron Richter’s concerts, convocaba partituras de autores consolidados como Parry o Stanford, pero también de talentos desconocidos como era en aquel momento Edward Elgar. Richter se convirtió, de alguna manera, en el principal impulsor de su música, que alcanzó un éxito definitivo en 1900 con el estreno del oratorio El sueño de Gerontius.

Mientras, llegaba el fin de la época victoriana con un triste, pero alejado acontecimiento como la Guerra de los Bóeres, cuyo triunfo británico inspiraría la canción que se desarrollaría en la famosa Pompa y circunstancia. Esos días de ilusión y futuro esperanzador para Elgar se fueron diluyendo poco a poco en una niebla que llegó a ser tan densa que lo llegó a recluir durante sus últimos años de vida en la cabaña de un bosque, prácticamente aislado. Con la llegada de los Windsor al trono en estos primeros años del nuevo siglo (y sin que en esto haya relación más allá de la cronológica), comienza la era de la conocida nostalgia del compositor, al que luego siempre han de retratar quejoso y descreído. “La melancolía heroica de Elgar”, como el poeta W.B. Yeats acertó en llamar.

Aquellos momentos, que podrían identificarse como felices en su vida, parecían pillarle siempre despistado. Así que, a pesar de que su música ya era conocida y valorada en el Continente (antes que en su propia tierra, claro), para él eran años que resultaban crueles y oscuros. Por alguna razón, parecía presentir la llegada de una de las guerras más bochornosas y crudas capaces de destruir la esperanza en un supuesto territorio pacífico y civilizado como era Europa. Cuando la I Guerra Mundial estalló, Elgar pudo presenciar con espanto cómo aquella música inspirada en días de luz y gloria se tornaba en una marcha que inflamaba en falso el espíritu patriota para así hacer desfilar con orgullo a tropas de jóvenes que se dirigían al más oscuro de los abismos: “caminamos como fantasmas” fue, según parece, la expresión del propio compositor. Aún con ese desánimo, fue durante esta primera parte del siglo XX cuando escribe algunas de sus obras más destacadas, como sus dos sinfonías y el concierto para violín. También recibió la propuesta de escribir en 1918 un himno por la paz, que rechazó rotundamente después de lo ocurrido con Pompa y circunstancia, algo que le hizo despreciar definitivamente cualquier música vinculada a cualquier evento oficial.

Cuando en 1919 concibe su Concierto para violonchelo, su última gran obra, aún no sabía el compositor que estaba cerca del golpe más duro que iba a recibir. Se despertó de la anestesia, después una operación de amígdalas, con una melodía agarrada... Lee el artículo al completo en nuestra última edición impresa.