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La museización del arte

Barcelona. 17/01/2020. Gran Teatre del Liceu. Verdi: Aida. Mariano Buccino (El rey), Judit Kutasi (Amneris), Jennifer Rowley (Aida), Luciano Ganci (Radamés), Marko Mimica (Ramfis), Àngel Òdena (Amonasro), Josep Fadó (Mensajero), Berna Perles (Sacerdotisa). Orquesta y Coro del Gran Teatre del Liceu. Thomas Guthrie, dirección de escena. Gustavo Gimeno, dirección musical.

La obra de Josep Mestres Cabanes, gran reclamo de esta Aida y que en esta restauración vive sus últimos días sobre las tablas, es magnífica y entrañable. Se trata de un ejemplo ilustre de una época de la escenografía muy dedicada al detallismo naturalista, y en la línea de un historicismo que en casos como este bebía del imaginario popular. Se celebraba en este caso, la enésima recuperación de una artesanía en papel pintado que no olvidemos, eso sí, respondía en su momento a necesidades de ajuste económico, como recordaba el propio escenógrafo en una conferencia pronunciada tan sólo dos años antes de su estreno. La mano sabia del iluminador Albert Faura permite que el trabajo de Cabanes brille con intensidad, como también lo hace el delicado vestuario de Franca Squarciapino.

De sobras es conocido que la dramaturgia de esta ópera, que como la música se debate entre la monumentalidad y el intimismo, no resulta nada sencilla. Si a ello le sumamos la amalgama escénica -que Verdi explota para mostrar una inmensa paleta de recursos- y la concepción estática y contemplativa de esta producción, el reto es mayúsculo. En este aspecto, sin nada que decir pero con la necesidad de hacerlo, la dirección escénica resultó errática, superflua, desconcertante para los cantantes y a veces agotadora, por no hablar de coreografías absurdas que no eran más que un injerto inexplicable (esclavos entreteniendo a la corte egipcia con un espectáculo de capoeira). La museización y el onanismo arbitrario son dos polos en tensión que no se deben resolver, sino mantener vivos en una sabia libertad hermenéutica. Ninguno de los dos satisface, por eso la hermenéutica es un arte: todo lo contrario del “final” propuesto por Guthrie, que deshizo en pedazos la magia plástica de la escenografía tanto como la fuerza del enterramiento vivo de los dos protagonistas. 

En cuanto al reparto, corrección general sin grandes alardes pero con algunas lagunas. Al Radamès de Luciano Ganci le sobra más lirismo y fraseo que presencia y robustez, y tampoco aportó nada especial en el plano teatral (muy lejos de encarnar una figura heroica) más allá de algún accidente ostensible con la afinación en ese postrero “O terra addio” que tampoco fue todo lo piano que exigen la partitura y el momento dramático. Jennifer Rowley fue una digna Aida; aunque no estuviera sobrada de volumen en el registro grave, su fraseo, manejo de la respiración, fuerza expresiva en los agudos y sutilidad en momentos importantes desde el primer acto (“Numi, pietà”) fueron sus mejores armas. En definitiva, con una media voz bien sostenida y una inteligente gestión del trágico personaje, completó un buen debut en el teatro.

La Amneris de Judit Kutasi fue muy aplaudida, pero el rol la empujó a mostrar carencias ostensibles en el tercio agudo, más allá de los decibelios y la brocha gorda que aplicó casi siempre. En el último acto se resarció, con más amplitud y más solidez en los agudos. Cumplieron sin más Marko Mimica y Mariano Buccino como Ramfis y el rey respectivamente. Desde la prestancia escénica y un timbre robusto, el barítono tarraconense Àngel Òdena fue un excelente Amonasro, y merece ser destacada la nobleza de canto de Josep Fadó como mensajero. Por su parte, el voluminoso coro fue casi siempre un dechado de virtud en consistencia, presencia y administración de las dinámicas, siendo uno de los puntales del buen resultado sonoro. 

La orquesta resulta en esta ópera mucho más decisiva que en otras del compositor italiano y en líneas generales estuvo a la altura, aunque arrancara destemplada y se oyeran desajustes particularmente en maderas. Una cuerda incisiva, gobernada por el pulso firme y comunicativo de Gustavo Gimeno (más con orquesta que con cantantes), debutante en la partitura, estuvo dotada del nervio verdiano y aportó riqueza de matices, subrayando el colorido orquestal en los momentos decisivos. 

En suma, un canto a la artesanía de esta escenografía con toda su saturación cromática, su poesía visual y su fina visión de la perspectiva, protagonista y homenajeada mediante cambios de decorado a la vista del público, casi como un personaje más. Una reverencia, como la que se hizo por ejemplo en Italia con Lila de Nobili, y que pertenece al espíritu de esa Europa que se complace en sus frágiles efluvios culturales de tiempos pasados. Celebramos pues, este retorno necesario a una forma pasada con un monumento del género como Aida, que no obstante debería hacerse en un contexto mucho más estimulador para que fuera recibida como una buena noticia. Hay quien pretende que nos entusiasmemos con estas reposiciones, en el ecuador de una temporada decepcionante, entre otras cosas, por su línea programática. Me recuerdan un amigo que comía sus platos de pasta pensando en el parmesano rallado que siempre olvidaba añadir. Y le sabían mejor.

Foto: © A. Bofill