Benet Casablancas 

Benet Casblancas, compositor: "Estoy metido hasta las cejas en mi primera ópera"

Con 60 años recién cumplidos, el compositor Benet Casablancas se presta a una honda y extensa conversación con Platea Magazine, para repasar las décadas pasadas de trayectoria, los proyectos por venir y la situación general que atraviesa la música contemporánea en nuestros días.

Más allá de balances con este 60 aniversario, ¿cómo se encuentra y en qué proyecto lo encontramos trabajando?

Ahora cansado. Dejé la dirección académica del Conservatorio del Liceu hace dos años, que fueron más de diez de trabajo tremendo, pero mi vocación primera no es la pedagógica. Y por lo tanto, pacté la dedicación; tenía que tener días enteros para seguir trabajando. Pero siempre con la responsabilidad. Había semanas que tenía que venir cada día, desde Sabadell (además no tengo coche, ni móvil: ¡lo poco que me queda de calidad de vida!). Es decir, que la pedagogía no ha sido mi vocación pero lo he hecho siempre. Y muy agradecido y contento de haberlo hecho, en la medida en que piense que he podido ayudar a alguien. También fue muy bonito el proyecto de la JONC, que sigue estupendamente... siempre he dedicado mucha energía a este punto, pero intentando poner coto a la dedicación, porque necesito tiempo.

El proyecto en el que estoy metido hasta las cejas es la primera ópera. Lo que pasa es que tiene todas las incertidumbres de un proyecto de esta magnitud. Y además para mí es la primera experiencia, con mucha ilusión, con muchas dudas –lógicamente– porque debes descubrir tu propio camino en este género, que desde siempre me ha apasionado. Ha habido proyectos desde siempre, pero la vida sigue su curso, también los compromisos que llegan, lo que te plantean... y finalmente, parece que ahora es el momento.

Pero ha sido un proceso largo, ¿verdad? 

Sí, porque además es un proceso que iniciamos antes de que saltara por los aires la gran crisis del teatro, y nos quedamos de golpe todos colgados. También en el sentido moral: era terrible porque iban despidiendo gente, clausurando funciones... además luego sin director, luego con un director interino... y fueron pasando los años. Con Rafael (Argullol) lo que sí que hicimos fue un primer proyecto, y entonces él lo cambió y de golpe fue totalmente diferente. Y lo elaboramos juntos; fue más de un año en el que nos veíamos, íbamos hablando, intercambiando opiniones... y fue un trabajo intenso. Y luego quedamos a la expectativa de saber con quién teníamos que ir hablando y que realmente se pudiera hacer. Ahora está previsto para 2019. De modo que ahora yo he dejado todo aparcado, salvo una cosa que me hace mucha ilusión también, que es un cuarteto de cuerda para el Quartet Casals. Voy a tener que hacer mil equilibrios y espero conseguir hacerlo. Ellos hacen la integral de Beethoven en varios países, y han tenido la idea –que es muy de agradecer– de que en cada programa habrá una pieza escrita para la ocasión, por un autor vivo europeo. Me lo propusieron y me sentí muy afortunado porque son músicos estupendos pero además te diría que hemos crecido juntos, cada uno en su campo. Realmente yo estuve muy pendiente cuando ellos empezaron, e incluso influí para hacer algunos de esos conciertos. Para mí era maravilloso pensar que podíamos llegar a tener por fin un cuarteto de cuerda de verdad. Y eso no fue solamente así, sino que es realmente un cuarteto de cuerda excelente. Y a mí me chifla la música para cuarteto de cuerda, además son amigos, con varios de ellos compartíamos viajes en autocar a Salamanca, recuerdo que hablando de música todo el trayecto con el chelista... son gente muy seria, muy preocupada por la música. Esto parece una obviedad pero no lo es; explican de Charles Rosen, que cuando había un curso a la hora del café estaba siempre solo, porque si uno se acercaba: “oiga, el compás 28 del opus tal... interesante la subdominante”. Y claro, todo el día así. Los profesores pensarían, yo me voy al otro lado a hablar de fútbol... pero pienso que es normal: músicos que aman la música, y que quieren aprender. 

Lo deseable aunque no suele suceder.

En los años 90 había mucha actividad en la Fundació La Caixa, por ejemplo. Allí habíamos hecho una serie de actividades que eran totalmente pioneras y que luego no tuvieron continuidad, y que es un vacío actualmente. De la misma manera que en Alcalá de Henares había también cursos interesantes. Nosotros empezamos a hacer cursos monográficos sobre grandes autores. Bach, Beethoven, Brahms... pero también Schoenberg, Ligeti, Stravinsky... vino Ligeti, invitamos a Carter, estuvo Benjamin... Mi responsabilidad era como asesor externo. Imagínate hacer venir, sobre Brahms por ejemplo, a los máximos especialistas que conocía –James Webster por ejemplo–, personajes de una categoría tremenda. Uno de los días, me tocó pasear un poco con Ligeti, por el barrio gótico. Y en la comida me hablaba tanto de Rimski como de compositores vivos... Y Carter igual. Cuanto más grandes son estas personas, primero son mucho más simpáticos, abiertos y cordiales que otros, y después te das cuenta de que están ilusionados, de que les gusta la música. Nosotros veníamos de una época “de plomo”: yo había llegado a escuchar la frase de que “sólo faltaba que además de hacer música, los compositores estuviéramos obligados a escucharla”. Cuando yo intentaba aprender algo, había maestros –más de uno y de dos– que hablaba de “estos conciertos horrorosos que hacemos”. En cambio hay gente a los que les gusta la música, hablan de ello... 

¿Qué balance hace de la Residencia como compositor durante dos temporadas en el Auditori?

Un balance positivo y agradecido con las personas que dieron la confianza para que esto pudiera echar a andar. También es verdad que fue muy complicado y lo tuvimos que hacer en plena crisis, en un par de años muy negros. Con lo cual, presenté un proyecto con todas las piezas que a mi entender, una residencia de este tipo, tenía que cubrir: desde la pedagogía, las charlas, encuentros con otros terrenos artísticos, aparte de la programación, de los encargos. Yo también había incluido algo que no tuvo reflejo después; un par de conciertos con compositores algo más jóvenes que yo, con los que ha habido alguna vinculación, pero una excusa también para que esta generación estuviera representada de alguna manera. Del mismo modo –y esto sí que se pudo hacer pero creo que no lo explicaron bien– también dar una carta blanca a alguien de fuera. En la Fundació La Caixa habíamos invitado a Carter, se había hablado con Henze, Takemitsu se nos murió en el último momento... y ya luego no se pudo hacer más –por razones que ahora no vienen al caso–. Pero esto aquí no pasaba. Nosotros en el Conservatorio hemos tenido mucho cuidado desde el primer momento, en aprovechar la relación personal y la amistad, y por aquí ha pasado gente estupenda del país y del extranjero. Ha estado Harvey repetidas veces, ha estado Magnus Lindberg, Kaija Saariaho, Leo Brouwer... no hemos conseguido que venga Rihm, pero veremos, ahora espero que pueda venir Hosokawa... es decir, hemos tratado siempre que lo mejor a lo que podíamos tener acceso, que viniera. En el Auditori la idea era dar carta blanca cada año a alguien con quien el compositor residente tuviera una afinidad y del cual se programaran algunas obras. Hablé con George (Benjamin) por supuesto. Aquí la mecánica era muy lenta, pero en todo caso la época era complicada. Esto se tradujo finalmente en que tocaron una obra, estreno para Barcelona –Dance Figures– y después en un programa de cámara tocaron también una de sus obras. Habría podido venir, pero esto no convenció. 

El proyecto inicial no se vio reflejado completamente.

El diseño no era demasiado original, es lo que hacen muchas orquestas en Inglaterra, y además hay residencias que son de cuatro u ocho años –Maxwell Davies estuvo diez años–. Digo esto porque creo que la vida musical anglosajona, que tendrá sus problemas, nos orientaría bastante sobre cómo se puede hacer una gestión seria y profesional de este “batiburrillo” que aquí muchas veces se atribuye a la música contemporánea. Ellos lo tienen muy bien organizado, tienen muy claro cómo tiene que hacerse cada acción en cada terreno, y finalmente en la suma salen todos beneficiados. Hay unos autores “bandera” lógicamente, pero hay también otros que vienen detrás y los más jóvenes tienen oportunidades. Hay iniciativas estupendas; Faber Music por ejemplo, cada cierto tiempo ficha autores jóvenes para la editorial por consejo de uno de los históricos –por ejemplo, Oliver Knussen–. Cosas muy serias de las que podríamos aprender nosotros. Pero ellos tienen además por así decirlo, “industria”, porque en todas las orquestas y grupos existen las figuras de residencia. No solamente intérpretes –que esto comenzó aquí antes, y está muy bien– sino también compositores. 

Yo creo que fui muy comprensivo ante el hecho de que quizás se hizo un 30% del programa (cosas que no eran costosas pero que exigían una agilidad para programarlas), era la primera vez para todos. Pero en general estoy satisfecho, y una cosa que me satisface es que estábamos trabajando para poner en marcha un programa con vocación de continuidad, y ahora hay otro compositor en residencia. Te gustará más o menos –cada uno puede opinar lo que quiera– pero el hecho es que fui el primero pero hay otros, y vendrán, eso espero. Eso es bueno. Paralelamente el Palau empezó con esta figura del “artista invitado”, bienvenido sea. Son dos síntomas muy positivos de estos últimos años, porque habíamos llegado a un punto muy bajo, Barcelona estaba en estado de coma. Y yo creo que estos dos casos –en las dos principales instituciones del país, aunque hay muchas otras– por lo menos se comprometieron en esta línea y espero que siga por muchos más años. Si es verdad que ahora hay tres generaciones de compositores que están trabajando con proyección, no hay que olvidar que tiene que haber renovación constante por la base. Hace quince años todavía me llamaban compositor “joven” porque realmente no se vislumbraba la renovación generacional. Y era mentira, porque ya había entonces gente estupenda que ahora se ven. Pero era todo muy perezoso; lo que conviene es estar ojo avizor no para apoyar a todo el mundo, sino para saber dar la oportunidad a la gente que se ve que despunta. Y esto al margen de sectarismos, de “capillitas”, con criterios profesionales: hacer una apuesta que dé espacio a las nuevas voces. Después se desarrollarán más o menos, pero estar al tanto. Es la idea que le explicaba un día a un político: si es verdad que tenemos que cuidar el patrimonio –cosa que no estoy seguro que hagamos, musicalmente creo que no es esto exactamente lo que hacemos– la mejor música de hoy pasará a ser el patrimonio de mañana. Por lo tanto, si no se alimenta, nos preguntaremos: ¿Qué había ahí? Creo que estas actividades son signos esperanzadores. También el desarrollo maravilloso de los músicos jóvenes –hablábamos antes del Quartet Casals y hay otros también que han venido después–, pianistas, cantantes... ha habido un progreso muy importante en los últimos años. Yo lo he vivido muy directamente desde la faceta pedagógica y es una alegría inmensa. Vas por cualquier orquesta de aquí o de fuera y te encuentras gente de la JONC o de la JONDE, casi constantemente, lo cual da unos frutos importantes. 

En este sentido, ¿qué destacaría de la generación más joven de compositores?

Yo los que sé que empiezan y los conozco bien, son los que empiezan aquí. Cuando haces clases, ves la gente, te preguntan y te muestran algo, es cuando puedes decir que los conoces. Por el nombre, no. Yo lo que veo es que es un oficio muy difícil, que exigen una preparación y una madurez, una formación muy grande. Y tiempo: no es una cosa que se improvisa de hoy a mañana. Uno puede ver la persona que tiene más facilidad técnica, o la que tiene más ambición artística –no siempre van juntas–, y uno puede tratar de incentivar o ayudar. Pero que tengan ya una relevancia pública conocida, yo creo que hay dos o tres compositores, también algunos de menos de treinta años –no me hagas decir nombres–, cosa que no te habría dicho hace diez años. En cambio ahora, con dificultades o con premios a veces (eso no quiere decir que la música suene más), desde esos menores de treinta hasta gente en activo que está todavía trabajando, nos saldrían quizás cuatro generaciones: en activo, y cuya música se programa.  

¿Inédito en la historia musical de nuestro país?

Sí, una situación rara años atrás, aquí y en otros países. En Finlandia –yo tengo bastante relación con ellos– está por ejemplo la figura de Sibelius. En un país cuyo estatus es muy reciente, en un momento determinado se preguntaron si la música terminó con Sibelius. Y montaron una academia, hicieron un trabajo muy serio, profesional –los políticos en su sitio y los profesionales en el suyo– y de golpe la música finlandesa renació. Y ahora uno va por el mundo y conoce tres o cuatro compositores de los más tocados y conocidos en el mundo, y lo mismo con pianistas, chelistas, clarinetistas, directores, cantantes... es maravilloso. Probablemente en nuestro país, en unas épocas muy difíciles, “voluntaristas” y siempre con individualidades luchando y trabajando –y es muy meritorio–, pero diría que en los últimos veinticinco años es cuando parece que todo empieza a cuajar un poco, a pesar de todas las dificultades que siguen existiendo. Veo que en el caso de los intérpretes es algo mucho más sólido, después ya vienen los otros aspectos de la vida musical, y los compositores. También es verdad que al haber muchos compositores, después veremos, al pasar la criba, lo que es realmente la calidad, pero en principio todo esto es muy bienvenido. 

¿Cómo valora el trabajo de Kazushi Ono con su obra, ahora que es titular de la OBC?

Fue el último concierto que hizo como invitado. Yo lo conocía sólo por referencias de otros colegas, y la verdad es que muy bien. Creo que es un buen músico, original, muy afable y sensible, con una carrera detrás que lo avala. Y en el caso mío fue muy bien, porque además tiene muy buen sonido, tiene la sutileza japonesa, ese sentido del cuidado y la delicadeza. Y el sonido que conseguía de la orquesta era estupendo, que me iba muy bien para mi música. A veces hay momentos más vigorosos en los que me conviene que el director sea elegante, porque algunos exageran mucho. Y Ono tenía este sentido de la naturalidad. No he podido saludarlo estas veces que ha venido por aquí porque coincidía que yo estaba fuera, pero creo que podré estar en el próximo concierto. Espero que pueda hacer muy buena labor, porque la orquesta tiene un potencial magnífico, pero según el director el resultado puede ser muy distinto. Se tendría que estabilizar; la orquesta tendría que dar siempre un rendimiento determinado sin bajones, y espero que con este director lo consiga. Él está muy motivado, pero es verdad que está poco por aquí, el director titular tiene que ser el motor y tiene que implicarse en serio, aparte de ser buen músico y de tener buena comunicación con la orquesta. 

Y con la propia orquesta también fue muy bien. Yo les agradecí tener la oportunidad de trabajar con ellos con cierta intensidad, porque he aprendido con ellos, es “mi orquesta” si se me permite decirlo. Por lo tanto es un honor poder compartir con ellos esta nueva experiencia, que confío no sea la última. Conté unas veinte obras de orquesta, y de estas la mitad la estrenaron ellos; efectivamente para mí fue una gran fuente de aprendizaje y les estoy absolutamente agradecido ya sólo por esto. Pero a veces ha habido experiencias muy buenas, estrenos o reposiciones. Y este estreno con Kazushi fue estupendo, pero también lo fue un reestreno de una obra basada un título enigmático de Shakespeare, The dark backward of time, que la había estrenado la orquesta, y la dirigió un joven director inglés –Andrew Gourlay– y también fue estupendo. Es importante ver las mismas obras, con la misma orquesta, ver qué pasa cuando regresan. 

Me gustaría que nos ofreciera una mirada retrospectiva de un texto suyo de 1987 (“Problemática de los compositores catalanes, la creación musical y su contexto” en VVAA. . Ajuntament de Barcelona. Barcelona, 1987) en el que afirma que “hablar de creación musical en Barcelona –y por extensión en Cataluña– supone tener que referirnos a una situación que en muchos aspectos hay que calificar bajo mínimos (...) el binomio creación musical-Barcelona determina hoy por hoy el reconocimiento de un imperioso callejón sin salida, al poner de manifiesto la negligencia que afecta a los principales estamentos que conforman la realidad musical barcelonesa”.

Durante unos años tuve una cierta militancia, necesidad o compromiso de tener un espíritu crítico, no en el sentido negativo sino en el de reclamar que si siempre estamos hablando de Barcelona como un centro de modernidad, musicalmente no lo es. Y decir que no solamente no lo es, sino que lo es menos que lo había sido. Pero no antes de la guerra (yo creo que aquí hay un punto de idealización, aunque es evidente que tuvo lugar una destrucción masiva de lo que había y de las personas, lo principal, que es tremendo); incluso después había entidades comprometidas, instituciones... recuerdo experiencias que permitían a un joven autor estrenar su primera obra de orquesta. Esto ya no existe. Y probablemente no era la mejor manera de organizarlo (los talleres de compositores se tendrían que haber organizado con menos clientelismo y más dirección artística) pero por lo menos había una manera.

En estos años fui activo en textos y conferencias. Y llego a pensar que a lo mejor fue mucha energía invertida en esto que finalmente no corresponde al compositor. Yo creo que el compositor, el único compromiso que debe tener es hacer su trabajo lo mejor que sepa, sin escatimar una gota de esfuerzo y hacer su camino. Pero claro, también existe el homo politicus que piensa en crear las condiciones para que el mundo sea mejor. Quizás hablo con mucha petulancia, pero uno piensa ¿por qué no podemos tener el mínimo de la estructura musical que tienen los países que nos adelantan en esto? ¿por qué los jóvenes tienen que marcharse? En aquella época, hay que mentalizarse de que la gente, según en qué especialidades huía, tenía que salir para hacer algo, en todos los sentidos. Este es el contexto. Pero es mucha energía gastada y no es cómodo, porque finalmente tú no eres quién para decir lo que hay que hacer. Y lo dejé para centrarme estrictamente en mi trabajo, y si me han pedido opinión o colaboración, lo he dicho. Y si no me lo preguntan, no lo digo y cada uno en su casa y tan amigos. 

Pero efectivamente fue más tarde cuando se llegó al punto crítico, no en 1987. Se veía venir, llegó un momento a principios del 2000 en el que se había perdido mucha voluntad o ilusión de poder contar con una vida musical normal, también en el terreno de la creación actual. No como una cosa diferente o un gueto, sino como un elemento más normalizado en la vida musical, como me refería antes al mundo anglosajón. Me molesta mucho esta visión gremial. Es la vida musical la que tenemos que aspirar a que sea rica en todos sus elementos; que haya una buena formación, buenas orquestas y grupos, buenos solistas, que los jóvenes tengan ayudas, que hayan intercambios... y ahí de manera natural se incluye la creación. En mi manera de verlo todo va junto; me ha interesado lo mismo Ligeti que Josquin, que es lo mismo. Yo cuando he hablado con estos grandes maestros, no hay fronteras, hay buena música y música no tan buena. Y es mi manera de entenderlo, porque nos enriquecemos todos. 

Esto lo hemos pagado caro: en los años de “plomo” la música contemporánea se fue encriptando. Hay un diagnóstico de Baricco muy antipático, en aquel El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin, de unos compositores que tienen unos encargos oficiales, y están en un laboratorio haciendo algo que ya no llega ni a escucharse porque nadie quiere escucharlo. Él hace esta diagnosis tan ácida, pero que se parece a unos ciertos segmentos de la realidad –en aquel momento por lo menos– lo que pasa es que luego saca unas conclusiones... es decir, para decir que le gusta Puccini no hace falta dar tantas vueltas, a mí también me gusta Puccini. 

En este sentido y distanciándose del vanguardismo más agrio y sectarista, ¿existe una cierta tendencia a reconciliarse con el oyente, a salir del autismo? 

Humildemente esto lo teoricé un poco, haciendo el paralelismo –que en aquella época fue un poco chocante– con la guerra fría y la caída del muro de Berlín. Esto aquí también llegó tarde, pero si uno miraba la música como un fenómeno más global, la música nunca había sido esto. Otra cosa es la lectura, hay muchas formas de hacer música en muchas partes del mundo, y a veces en la misma geografía. La idea de una sociedad musical abierta a mí me gusta, porque finalmente el que tiene que decidir qué escribir somos cada uno de nosotros, cada autor buscando su propio camino. Pero en los años ochenta había un dirigismo inimaginable; no creas que ha desaparecido al cien por cien. Y aquí el cambio fue más costoso. Tampoco se trata de decir, todo se puede hacer, esta postura postmoderna que trata de hacer ver que no hay historia. La posición es la intermedia, la más difícil: nosotros no podemos olvidar la historia –hasta el día de hoy– pero tan o más importante es escuchar tu voz interior. Es casi el único acto de libertad que nos queda. Seamos libres: esto quiere decir que hay que pagar un precio, no es una cuestión meramente retórica. Dirigismo quiere decir festivales, programaciones, encargos, premios... no era una cuestión baladí. Había que escribir de una determinada manera y veías como los personajes que hacían aquello rápidamente tenían una notoriedad. Cuando eres joven eres especialmente vulnerable, y lógicamente todo el mundo quiere que se toquen sus obras. Pero yo esto lo viví con intensidad porque me di cuenta que era una cosa previa a todo esto, era formarse como compositor. Y tuve la suerte de tener una beca para ir a Viena, también estuve en contacto con Nueva York. En Viena había un profesor maravilloso que era Friedrich Cerha, un ejemplo de persona con una evolución muy interesante, cambiante. Hay creadores más monolíticos –sin que esto sea peyorativo–, otros que claramente van evolucionando y van adquiriendo perfiles particulares. Y Cerha reunía otro aliciente para mí muy importante, era un excelente director, con lo cual había pasado por sus manos la mejor música. Recuerdo que me había mostrado cartas de Messiaen, y había hecho primeras audiciones de mucha música porque Viena después de la guerra era más provinciana que ninguna parte. En la época en la que llegó Ligeti de Budapest tuvieron que luchar mucho. Nosotros hablamos de nuestra posguerra, pero ellos terminaron la posguerra después. Y en Viena naturalmente lo que menos le interesaba era la música contemporánea, era una cosa mucho más tradicional y convencional. Entonces él, con su amigo Thomas Bernhard, se enfrentaban a la caspa oficialista de Austria. En Alemania pronto se puso en marcha Darmstadt y Donaueschingen, Boulez y otros como Dutilleux en París... tuvieron que reconstruir. Y aquí la angustia que yo tenía –y muchos compañeros– era que nosotros no teníamos sólo que reconstruir, sino construir. Porque pese a tantos esfuerzos de tantas personas individuales, no teníamos la suerte de tener estructuras sólidas que eventualmente se pueden reflotar. Aquí había más fondos materiales en manos de privados que en los lugares donde tenían que estar. Había mucha presión estética mientras pensaba, “si lo primero que tenemos que hacer es aprender música”. Y esto lo continúo pensando. 

Sin embargo, los planteamientos estéticos le deberían atraer y ocupar. Usted además de su larga dedicación a la composición, tiene una formación en Filosofía y Letras.

Digamos que fue un pecado de juventud. Es que a mí me interesan muchas más cosas que la música: la pintura, el cine... Pero la dispersión es un peligro y hay que controlarla. No tengo coche pero las novelas las tengo por tamaños y temas. Y cuando me vaya para casa, cansado de las clases, me está esperando este o aquél libro. Por la noche habrá una película seguramente... es normal. Pero el nivel de la enseñanza en aquellas épocas era el que era, y precisamente como tenía aspiraciones culturales, pensé que hacer en la Universidad “Filosofía y Letras” que le llamaban, me daría una perspectiva más amplia que la que podía tener estudiando en el conservatorio, o con alguien. La Universidad me atraía mucho y me sigue atrayendo, y lo hice sabiendo que nunca me dedicaría a ello, simplemente para tener una visión un poco más amplia. Y estoy agradecido de haber hecho eso, porque me ayudó en esa época que hablábamos tan sectaria y dogmática, a mantener las ventanas abiertas. Yo veía que la gente en otros sitios era culta, madura, abierta. Me interesaba mantenerme con una independencia que finalmente con los años vas consiguiendo. Mi profesor Cerha me lo dijo de una manera muy bonita: son dos las principales dificultades que tendrás que enfrentar, con las que todos hemos tenido que luchar. Una es el camino hacia cosas diferentes, nuevas. Y la otra, encontrar tu propio camino. Es decir, por una parte mirar hacia delante, pero por otra conocerte bien a ti mismo, escucharte. Ligeti añadía un tercer factor: ser siempre consciente de los medios técnicos a tu disposición, lo cual no quiere decir usarlos necesariamente. En Canetti hay un aforismo muy bonito, que dice que el artista debe saber en cada momento lo que no hará. Esto tiene que ver con esta idea abierta y personal de interiorizar, no de “hacer lo que toca”. Yo debo ser de los pocos compositores que dijo que no a un encargo; y me dijeron que no lo hiciera. Me venía muy bien tenerlo, pero yo pensaba, si estoy haciendo un cuarteto de cuerda y tengo una obra de orquesta parada, por qué me hacen un encargo para no sé qué. Me tuve que disculpar porque sentó muy mal. Con los años me di cuenta de que cosas así detectaban hasta qué punto habíamos bajado. 

Pero ¡Hablemos de música! Hablemos de aquello que decía Hans Keller, de “músicas musicales”, una figura retórica más seria de lo que pueda parecer. Él hablaba de músicas extra-musicales que necesitan muletas, y él defendía volver a músicas musicales. No hace falta explicar la estructura del átomo para hacer una sonata para viola, lo que hace falta es una buena sonata para viola. Pero ha perdurado –algo que señalaba también Dahlhaus– esta fascinación por el historicismo, cuando se llega a entender la música como vía de investigación donde se experimentan y descubren nuevas moléculas, por ejemplo. Pero el arte no evoluciona ni se despliega de esta forma. Esa es la lógica del pensamiento científico-técnico, y ahí sí hay algo que debe hacerse porque es la cadena que asegura el progreso material. Pero el Requiem de Ligeti no mejora el Requiem de Ockeghem. No lo “subsume” como dirían los filósofos. No hay nada que añadir o quitar al Requiem de Ockeghem. Es simplemente otro ámbito de sensibilidad humana e intelectual. Y los queremos todos. Yo creo que los más grandes creadores, los visionarios, casi revolucionarios, no perseguían este fin, simplemente se inscribían en el marco de una tradición viva y sacaban lo mejor de sí mismos. Y el resultado podía ser novedoso o no tan novedoso, magnífico o menos. Y hay compositores que son artistas que han inaugurado dimensiones inéditas (a Ligeti lo pondría en esa categoría, a Beethoven, Wagner, Monteverdi...) y otros que apenas persiguen ninguna ruptura (Bach, Mozart, Brahms). Lo importante es sin embargo, la presencia real artística individual de la obra: la obra.  

De este modo, ¿qué opinión le merecen los análisis de su obra? Por ejemplo cuando se intenta ver una evolución desde las primeras obras como los Tres poemes eròtics (1981) para voz y orquesta o los Cinco interludios-Quasi variazioni (1983) para cuarteto de cuerda –algunas de sus pocas piezas seriales– hasta las últimas donde se revela un mayor interés por lo armónico.

Sí, pocas obras seriales. También sucede en Lindberg por ejemplo, que tenemos la misma edad, sus primeras obras también son seriales. Es curioso, porque no lo parece, pero es así. Diría que es un “serialismo internacional”. Cuando comencé mi formación, me di cuenta enseguida que necesitaba buscar más allá del conservatorio. Yo aspiraba a ir a un lugar a aprender en la época en la que todo el mundo era autodidacta, pero yo no conocía ningún profesional de verdad autodidacta, más allá de que en el mejor de los casos todos somos autodidactas porque no se enseña, sino que se aprende. Yo quería ir a un lugar donde me enseñaran cómo funcionaba una sinfonía de Beethoven, porque no me lo habían explicado; incluso algún colega ya mayor decía que ya no hacía falta tocar Beethoven, que “todos ya sabemos cómo son las sinfonías de Beethoven”. Yo no conocía entonces aquella idea de Calvino, de que el texto clásico es aquel texto que nunca deja de crecer. Después lo descubrí; la Heroica no sólo no la sabemos sino al contrario, es más rica que nunca, tiene muchos más pliegues y muchos más sedimentos. Ahora la Heroica de Beethoven es la suma de todas las interpretaciones técnicas, mentales e intelectuales de músicos, generaciones, escuelas, pensamientos... por lo tanto, la Heroica es mucho más grande todavía que antes –siempre que la toquen bien–. Como concepto me parece una obviedad. Yo no quería ser compositor, sino ver cómo funcionaba la música, Bach, Wagner, Segunda Escuela de Viena, Janácek, Boulez, Berio... 

Pero era una época muy curiosa. Creo que por suerte y por obligación esto ha cambiado y tenemos una época mucho más plural para estos jóvenes de los que hablábamos, y por eso están surgiendo nuevos valores. Tiene que haber un mínimo de humus y se tiene que cuidar porque si no el jardín se marchita.

En mi caso, la Segunda Escuela de Viena era la primera gran referencia de la época que estaba saliendo del serialismo integral, que nunca me ha interesado por razones muy evidentes. Justamente el trabajo del compositor es elegir en cada momento; cuando te das cuenta de que todo está predeterminado... lo recoge muy bien la correspondencia entre Cage y Boulez, muy interesante porque efectivamente el ultradeterminismo –salvo, pongamos por caso Brian Ferneyhough– en la mayoría de casos termina convirtiéndose en música aleatoria, y viceversa. Tensión nula: el ámbito de la libertad ¿dónde está? Por lo tanto no es extraño que, excepto alguna obra de Boulez y el Estudio de Ligeti que fue el único que lo entendió, música realmente con serialización rigurosa de todos los parámetros... muy pocos compositores han caído en la trampa. Carl Dahlhaus ya denunció esta visión historicista, que en música es peligrosa porque implica esta especie de asimilación a la lógica de desarrollo de lo que es el pensamiento técnico-científico. Esto no contradice que una persona puede tener una “inspiración” –ese momento que escapa a toda lógica, la epifanía, el nombre que se quiera– inspirándose en la ciencia, por ejemplo. Yo lo respeto enormemente, puedes beber de lo que quieras. Otra cosa es que una obra sea conseguida, en relación causal directa, en la medida en que sea la plasmación de una determinada ecuación. La música es algo sensorial. Cuando se dice que la música y la matemática son hermanas, ¿qué quiere decir que son hermanas? Steiner habla de que hay una analogía de fondo. Me parece estupendo, como la frase de Leibniz sobre “la mente que cuenta sin ser consciente que está contando”. Pero la música tiene un elemento sonoro, sensual, acústico. Y el desarrollo artístico es diferente: ¿qué le falta o qué le sobra a una Lección de Tinieblas de Couperin? Creo que nada, es de lo más grande que tenemos en la música. Pero no quiero dejar de tener al lado el Requiem de Ligeti, que me parece formidable, o el Spem in Alium de Tallis. Ni tan sólo puedes afirmar que sea más complejo probablemente, porque Tallis consigue cuarenta voces independientes con acordes tríadas, mientras que Ligeti dispone de toda la libertad modal, tonal... que quiera. No estoy infravalorando a Ligeti, pero quizás no se lo defenderá mejor imputándole una complejidad. Cuando uno ve las obras del Ars subtilior o la polifonía flamenca... que Josquin pueda hacer el Credo con una melodía, y esta melodía la hace en el doble de valores en prolación inversa en la segunda voz, y la tercera voz la hace a doble aumentación con otra prolación... y suena maravillosamente bien, y ni tan sólo te das cuenta que es canónico, es decir, no suena diferente a lo que habíamos oído antes. Es muy complejo, pero no se nota. Por eso, pese al historicismo, la realidad va por otro lado.

La Segunda Escuela de Viena era un referente. Pero en Viena me impactó mucho ver que tenían todo Stravinsky (partitura y grabación), todo Britten... yo vivía en la biblioteca. Esto es lo que yo entiendo por un gran centro y una tradición, algo vivo. Hace poco hemos escuchado Written on skin en el Liceu. Yo la escuché cuando se estrenó, es una obra maestra, es evidente. Pero no puedes llegar a decir que sea no-tonal. Hume decía algo: “hablar con naturalidad pero que no sea obvio”. Es música liberada de servidumbre. Se trata de una persona libre con un talento y un oficio descomunal, que además en esta obra consigue emocionar de forma clara. Pero él bebe de muchas músicas. 

En mi caso, sí hay una primera época que quizás cierra las Siete escenas de Hamlet (1989), pero reconozco que mi curso ha sido lento aposta. He tenido interés en ir conociendo, saber cómo funcionaba una fuga de Bach, una sinfonía de Brahms, el Pierrot Lunaire que es interesante, ver Stravinsky (su libro de armonía fue una revelación porque nos habían dicho que en Stravinsky la armonía era un factor que desaparecía en favor del brillo del timbre y del ritmo, pero me di cuenta de la riqueza armónica). No quería “quemar etapas” –como había leído por ahí– sino que quería ir haciendo mi camino, difícil, aprender a escribir música. Y no la preocupación esta de hacer algo “que parezca original”, porque normalmente lo que parece muy original al cabo de medio año ya es caduco. Las siete escenas de Hamlet por ejemplo, es una pieza que está muy lejos de mi lenguaje actual, no es serial pero aún así remite a esta primera etapa formativa. Es una obra que se ha ido reponiendo y siempre el reto es preguntarse qué impresión producirá, si se sostendrá: es la prueba del algodón. Por eso me hace mucha ilusión la reposición, porque es la afirmación de que las obras caminan solas. La suerte de ella no depende de ti, lo que sí depende de ti es que te dejes la piel en cada nota. Hay un texto muy bonito de Matisse, si no me equivoco, que dice algo así como “no sabemos cómo saldrá, lo único que podemos hacer es trabajar, así que ¡pinte! ¡pinte!”. Lo contrario y una constante es que se toque una vez y no se vuelva a tocar. Pero las obras tienen que tener una cierta proyección, pero no depende de ti. 

Muchos críticos hacen referencia a la concisión como un rasgo de su obra. ¿Es realmente una divisa en su trabajo? ¿Cree que la importancia que tiene en su música el concepto de “Epigrama” –que alude a la concisión y a lo satírico– tiene que ver con ello? 

Yo con los Epigramas intentaba ir en otra dirección, dejar de lado elementos retóricos, una determinada “fraseística”, una determinada visión de la forma... a veces había una tendencia a la forma bastante grande y quería aligerar, transparentar, desarrollar la escritura instrumental, hacerla más rica –individualmente y en conjunto–, me preocupaba mucho la cuestión armónica, y una sintaxis más despojada de excesos de desarrollo, más esencial. Todo esto lo canalicé primero a partir de unos pequeños epigramas muy cortos para sexteto. Después, vinieron los epigramas para la London Sinfonietta, que creo que es una obra que marca para mí un punto importante. Después los de orquesta, y los de piano. En cada uno de estos terrenos, creo que son obras que abren una dimensión diferente de mi lenguaje en todos los sentidos. Esto lo veo después; me parece que encontré un punto de inflexión. Yo tenía una tendencia hacia una música muy polifónica, densa, pero tenía necesidad de acercarme a una visión mucho más sensual de la armonía, al mismo tiempo con todo su potencial expresivo. Es decir, el papel de la armonía al servicio de alimentar la propia estructura de la música en el tiempo, vinculada a lo tímbrico –casi es indisociable–, rítmico e instrumental. 

Es algo que yo iba hablando (recuerdo una conversación con Benjamin en Londres sobre Scriabin). En toda la tradición serial la armonía parecía casi un resultado fortuito de la conducción de las voces, y primaba mucho el aspecto contrapuntístico. Pero está la armonía, el color, el perfume. También fui descubriendo este volcán oculto detrás de la aparente eufonía debussyana, que en el fondo me parece casi más rupturista. Aunque ésta sea una palabra que no me gusta aplicarla al arte porque creo que no hay gran arte rupturista, pero en todo caso sí hay unos saltos en el desarrollo; con Debussy se insiste en el sonido, y te das cuenta que de una forma casi subliminal probablemente el socavón es tan o más profundo que en otros casos aparentemente más evidentes. A mí esto, como a Benjamin, me preocupaba mucho. A Knussen también, pero él ya desde joven hizo lo que quiso (y la Primera sinfonía a los diecisiete años, brillante). Y había músicas que no querían renunciar a este parámetro. Los finlandeses, por ejemplo, bajo el paraguas fractal de la resonancia natural, pero con un oído armónico fenomenal, sin el cual no podríamos imaginar las grandes obras orquestales de Lindberg o de Saariaho. O Dutilleux –parecía que en Francia sólo estaba Boulez– que era realmente prodigioso; también Lutoslawski, la entrada del tutti en el Concierto para piano –que es un acorde de tríada– diatónico, y es un efecto impresionante. Incluso el Stravinsky serial, del que no se puede afirmar que sea atonal. 

Iba teniendo mis preocupaciones, pero es en esos años noventa, de la “caída del muro”, en ese momento en el que John Adams dice que está harto de que los europeos le digan la música que tiene que escribir. Una forma de ver, desde lejos, que había habido un gran autismo en determinados círculos de la vieja Europa. Y grandes nombres contribuyeron a esta especie de enconamiento. Uno puede admirar a Boulez, pero también a Dutilleux. O a alguien reciente y también los últimos cuartetos de cuerda de Shostakovich: si aplicáramos un sentido historicista, hay sorpresas. Tendríamos que recordar, por ejemplo, que las Atmosphères de Ligeti son quince años más viejas que los últimos cuartetos de cuerda de Shostakovich. ¿Y qué? Yo invertí mucha energía en mantener mi camino en esta batalla campal que había a mi alrededor, aquí muy acusada, pero era bastante general. Pero yo veía que crecía esta preocupación armónica por volver a pensar, no estamos hablando de neo-tonalismo. Y en este sentido, creo que los Epigramas fueron en ese momento un punto de inflexión. 

Me gustaría decirle algunos nombres que aparecen puntualmente en su trayectoria, y que me diga qué le viene a la memoria sobre ellos. El primero, Antoni Ros-Marbà.

Fue interesante porque es la visión práctica y a la vez real de la música, desde el que la dirige. El compositor está en la mesa, pero aquello que haces se tiene que tocar. Y por eso estudié dirección, como algo complementario y como una pequeña experiencia juvenil. Fue un gran enriquecimiento porque te aporta la visión de un gran músico –Ros-Marbà es un músico excelente– que tiene que hacer sonar la música.

Carmelo Bernaola.

Bueno, son muchos, en Barcelona y fuera, no destacaría a ninguno. Uno busca individualidades porque está sediento, va a conferencias, cursos, con más o menos asiduidad. Cada uno con su perfil diferente. Es una época para mí muy precaria, pero tengo mucho respeto y de todos ellos tengo muy buenos recuerdos. Bernaola era también clarinetista, había hecho música para cine... es como aquí Guinjoan. Son personas que han tenido una riqueza en la visión de la música mucho más allá del compositor encerrado. Un perfil más real del músico, y en aquella época parecía que había un muro entre compositor e intérprete, hasta el punto de que éste se veía como un mal necesario. Monsalvatge ya lo había advertido: si no interesas ni a los intérpretes, ¿a dónde pretendes llegar con tu música? Y he tenido la suerte y el privilegio de trabajar con buenos intérpretes de aquí y de fuera porque te alimentan y aprendes. 

Josep Soler.

Con él había sido alumno privado. Yo tengo mucho agradecimiento por todas estas personas, luego tomé mi distancia. Con Bernaola fue más puntual y con Guinjoan se prolongó más en el tiempo por la razón que he mencionado, por el perfil que tenían. También empecé a tener contacto con Luis de Pablo y Cristóbal Halffter. Pero con el tiempo, sieno honesto, creo que todas estas personas suponían una manera de complementar lo que no te ofrecían las instituciones anquilosadas de la época. Recuerdo que hacía clases con Soler, y al mismo tiempo de armonía con Guinjoan (que me sorprendía mucho porque tocaba los ejercicios). Y por suerte a la Universidad al mismo tiempo, y ahí tenía de profesor por ejemplo a Albert Calsamiglia, y cuando tenía un rato libre iba a los seminarios de Eugenio Trías –con el que después nos hicimos muy amigos–. Le caía en gracia por ejemplo a Calsamiglia, cuñado de Blancafort. Con él hacíamos Hegel –éramos cinco en la clase–, pero en su casa hablábamos mucho de Adorno, sobre lo mal traducido que estaba... 

A mí todos estos me ayudaron. Y a la larga el contacto con Ros-Marbà creo que ha sido muy importante por esta doble visión. Y la orquesta para mí es un instrumento maravilloso. Guinjoan también, porque íbamos a los ensayos que tenía. Esto les distingue de otros, muy meritorios también y de los que iba aprendiendo. Y los últimos años con Calsimiglia me permitieron tener esa visión amplia, tomar distancias también respecto a otras personas y encontrarme conmigo mismo. Hay que pensar que los nombres que has citado estaban en posiciones enconadas, uno no se hablaba con el otro... y en la Universidad pude tener estos tres o cuatro profesores de verdad. 

¿Me podría resumir el papel de Friedrich Cerha en su formación?

A Cerha lo considero un Maestro. Y en esa línea que comentábamos: director, compositor, musicólogo, persona de amplia cultura y libre. Tiene música en la última cresta de la Klangfäche de la época, de esas manchas sonoras –los Spiegel son anteriores a Ligeti–, pero es un personaje de una evolución muy marcada desde las primeras obras, de un neoclasicismo stravinskyano, henziano... algunas óperas son cercanas a la Segunda Escuela de Viena, otras se acercan más a Weill. Pero era él como maestro y lo que representaba de conocimiento profundo de toda la música. Nos veíamos en su casa y normalmente coincidíamos con mi amigo Georg Friedrich Haas (éramos los dos últimos alumnos). 

Creo que las referencias literarias son muy importantes en su obra, tanto en recientes (Epigramas cervantinos (2016), Mokusei gardens (2014), Sogni ed Epifanie (2014)...), como en muy anteriores (The Lake: to (1982), Set escenes de Hamlet (1989)...). 

Es un estímulo natural. Uno lee –no tanto como querría– y en algún momento, por alguna circunstancia. También con la pintura; me ha pasado con Picasso, o con Rothko; en este caso, me pidieron una obra para hacer un monográfico en el Miller Theatre de Nueva York. Fue un golpe de suerte (unos amigos americanos le dieron material mío al director), algo que me ha pasado otras veces, como cuando recibí un correo de Vladimir Jurowski –yo pensaba ¡estás loco!, porque pedía perdón por escribir sin introducción–, que había escuchado Hamlet por la BBC y me pidió alguna partitura. Cuesta de creer pero puede pasar. 

Y la cuestión literaria es natural para mí. Shakespeare en particular, aunque no es nada original porque yo creo que conmueve hasta a las piedras. Cuando se hacen las Siete escenas de Hamlet, el texto implica una dramaturgia de selección y de orden, por qué cada escena... pero cuando leen, cuando declaman, pone los pelos de punta. La potencia que tiene la palabra, produce en el músico un efecto de “catalización”, parece que el mismo texto empuje y la pluma fluya más rápido, y según qué tipo de texto te conduce hacia lugares distintos. Facilitan explorar zonas diferentes de uno mismo. 

¿Componer es la manera más penetrante y sutil de comprender la música? ¿o hay caminos distintos?

No lo sé. A veces me han preguntado qué relación hay entre mis libros y mi música (también verá la luz en un par de años uno sobre el romanticismo musical). Pero no sé qué va primero, porque realmente yo nunca decidí escribir un libro, y menos sobre el humor. Casi surgió del día a día de las clases, de mis materiales, análisis y trabajos. La relación entre la emoción y la forma no es tal en el arte: el arte supone ordenar una materia y transmitir y ver si se consigue generar empatía. Pero no hay una contradicción, a mí las grandes fugas de Bach me emocionan. Y las piezas de Couperin aparentemente simples no lo son, tienen una profundidad pasmosa. Y por eso es tan grande Alban Berg por ejemplo, porque está en la lista de elegidos en cuya obra la potencia estructural está al mismo nivel que la potencia emocional, como una sola pieza. Creo que es lo que nos permite establecer un canon de grandes autores. 

Mi padre era de oficio maestro albañil, y aunque no pudo completar su formación hacía los planos, el trabajo de arquitecto, y yo de pequeño veía esos planos (por ejemplo, mi casa es un edificio que él diseñó). He vivido en casa por un lado la parte artesanal, el gusto de hacer cosas con las manos –recuerdo el libro maravilloso de Richard Senett sobre ello– y también aquello de lo que hablaba Stravinsky cuando le preguntaron por la música de Xenakis: “muy interesante; ahora bien, si estas construcciones musicales fuera realmente edificios con viviendas dentro, quizás me preocuparía un poco vivir en ellos”. Me refiero al hecho de darse cuenta de que la música es construcción –como la pintura, que es composición– que además son términos que se utilizan en las diversas disciplinas (los arquitectos tienen muchos términos nuestros y viceversa).

Pero finalmente, cuando estoy haciendo música soy muy intuitivo, aunque todo salga de la misma persona. Por ejemplo, en un curso de composición habían buscado la serie de Fibonacci en los Epigramas. Fantástico, aunque yo no era consciente. Sí he podido estudiar de que un tanto por ciento muy grande se acercan a la proporción áurea. En este sentido, a lo mejor es natural que haya obras mías que se acercan. Si me piden que tome una decisión, la tomo, pero ya no lo pienso. Excepto en alguna ocasión particular, como en la obra sobre Rothko (Four Darks in Red), donde quería que la estructura misma reflejara las cuatro franjas de la pintura –tanto en el tratamiento armónico, formal, de alturas...– me lo planteé un poco más apriorísticamente. Pero yo creo que lo más importante es imaginar primero qué quieres escuchar, y después buscar la forma de escribirlo. Stravinsky decía que uno nunca llega a escribir la obra que pretendía escribir: la potencia –si la hay– de la inspiración, la epifanía... –como se llame– la materialización de esto se degrada necesariamente con el tiempo: tiempo que a la vez es absolutamente imprescindible para darle forma. Por lo tanto, es una lucha agónica contra el tiempo. Wagner por ejemplo: ¿te imaginas qué significa prever una obra durante horas, en sentido inverso al de la flecha del tiempo, y que la potencia expresiva no sólo no decaiga sino que crezca fatídicamente hasta el último compás? ¡Pues que hablen con más respeto sobre Wagner!, que es lo que un día le dijo Berg a Canetti –explicado por Canetti, cuando éste dijo alguna ligereza sobre Wagner–. 

Me ha interesado estudiar el proceso creativo de los grandes compositores (Beethoven, Wagner, Bach). Y es tremendo porque uno mismo lo experimenta. Si uno tiene la suerte de “oír” algo, ser capaz de mantenerlo vivo el máximo de tiempo, que no se marchite porque tienes por delante seis meses para escribir, si es una obra para orquesta. No digo que sea lo mismo en literatura, pero lo veo especialmente difícil en el caso de la música, porque uno trabaja directamente con tiempo. Por eso casi todos los compositores que han comentado este aspecto (Beethoven por ejemplo) recomiendan retener rápidamente, aunque sea en cuatro garabatos, lo que han imaginado. Bruckner incluso pautaba el papel en blanco, notaba que faltaban treinta compases y los ponía. Y por eso lo expresivo y constructivo es para mí indisoluble. Hay casos en los que puede más lo expresivo; hay una carta de Chaikovski en la que dice que está luchando porque todavía se le ven las costuras. Y al revés, puede haber una música que nace sin pathos, aunque esté bien escrita no me conmueve. 

Y a los autores que admiro, los admiro por todo esto. Por eso me siento tan pequeño. Siempre les digo a los jóvenes compositores que una de las características de los grandes compositores (hablo de otros, naturalmente) es que se dan cuenta que hay otros más grandes que ellos, suelen ser no humildes, sino realistas. Haydn sabía que Mozart prácticamente era mejor que él. Pero Mozart también lo sabía, y gracias a él pudo escribir los cuartetos. Lo mismo Brahms, Schoenberg, o Wagner copiando la Novena. Se trata de la capacidad de percibir la grandeza. Y también les digo que sean conscientes de que los grandes maestros conocían los anteriores, circulaban por sus venas, de lo contrario no habrían podido hacer lo que hicieron. Me molesta mucho cuando sucede con la música contemporánea que es con lo que la gente, en todas partes, suele meter la pata: hablan de esa música tan “intelectual”. ¿De qué hablan? ¿se refiere la Misa de Bach? ¡Es una grosería! ¿Es que la música para no ser “intelectual” tiene que ser idiota? Es el artículo de Schoenberg hablando sobre ello (El corazón y el cerebro en la música). Schoenberg decía dos cosas: que el verdadero cerebro del músico es el oído, y que la forma sirve a la inteligibilidad. Y esto podría haberlo dicho Goethe, porque es esa línea que la recoge Bruckner a través de las conferencias en Viena. Hay momentos en la música serial de Schoenberg en que salen notas “que no tocan”. Siempre hay un motivo, que es musical (excepto en contados casos, no son errores). Estamos hablando de estética, de algo sensorial, de música. Por lo tanto en el caso de Schoenberg claramente el práctico gobierna al teórico. Y es un práctico que ordena sus pensamientos, y sale un teórico (tampoco se dan cuenta de que precisamente por los libros teóricos es un autor de referencia, por ejemplo para conocer la música de Bach). Es decir, que el estereotipo de la música “intelectual”, que en sí mismo es una estupidez. Es intelectual, pero no en el sentido que se atribuye; de lo contrario sería non-sense, ruido: sal a la calle que está lleno.  

Para hablar de sus influencias, ¿Se siente especialmente cercano de algunos compositores, en cuanto a su lenguaje, y cree que se ha alejado de otros que le podían entusiasmar en su juventud?

Los compositores históricos cuya influencia ha crecido con el tiempo son fundamentalmente dos: Stravinsky y Debussy, algo para mí obvio ahora, pero no era tan obvio cuando Adorno escribía su Filosofía de la nueva música. Continúo pensando lo mismo de la Segunda Escuela de Viena, hay mucha música de esta época exuberante en todos los sentidos. Yo soy muy voraz con la música, sumo. Si me preguntan, a lo mejor digo Janácek, Ockeghem o Bach (siempre digo Bach, porque es realmente así, es como las categorías kantianas: nos determina el terreno de juego). Pero soy goloso, me gusta mucha música muy diferente; el Jazz, muchos tipos de música popular –no toda, porque se confunde la World Music con música popular–. Sobre Berio o Lutoslawski por ejemplo, cada vez más voy viendo la magnitud de su obra. 

Pero hay muchos, Ligeti –que ya he mencionado– me parece el más original de todos. Yo estuve en el estreno privado en Viena de su Trio para violín, trompa y piano dedicado a Brahms, en una sala muy pequeña, al lado de la casa de Mozart (la antigua herrería). Es una obra que sorprendió a todos. Y de los autores vivos, hay algunos, con los que además he mantenido o mantengo una relación, como Knussen, Benjamin, Lindberg... los admiro mucho y con ellos he visto que hay preocupaciones y búsquedas compartidas, cosa que no ha pasado con otros, con quienes no he encontrado esa complicidad. Aquí me ha costado más, aunque esto no significa nada. 

Un punto común ha sido la liberación de estereotipos y clichés muy autoritarios de determinada vanguardia, la potencia –en su caso– de cultivar su individualidad insobornable, y además el color armónico y el interés por la orquesta. Un colega me preguntó hace un tiempo si no había sentido la necesidad de escribir música electroacústica, y le dije la verdad: la trabajé durante un periodo corto de tiempo, y me dejó de interesar, pero quería conocerla (me di cuenta que si quería hacerlo tenía que ir a buscar una referencia puntera). Pero me fascina y seduce tanto el cabal de posibilidades que nos ofrece la orquesta sinfónica, que de momento no necesito más. A lo mejor mañana necesito otra cosa, y lo haré sin prejuicios. Es importante saber que los medios son medios, y los instrumentos también. Stravinsky no utiliza violines en la Sinfonía de los salmos. Porque no los necesitaba: esto es de gran músico. Ha habido veces que el compositor se ve obligado a hacer cosas que en el fondo no quiere ha hacer, y con la tendencia a pensar que el medio es el fin. Pero no estoy en posesión de la verdad, sólo estoy transmitiendo grandes dudas o angustias, incluso. Pensar qué hay que hacer, que no es fácil.

Jurowski me dijo que después de la versión para orquesta, había escuchado la versión de cámara del Hamlet, y que le había gustado más, porque tiene más fuerza. Si uno necesita siete instrumentos, por qué tiene que usar diez. Si necesita un percusionista, por qué meter cuatro y todo el escenario lleno de percusión, que el público está allá atemorizado, pensando que lo peor es que los va a usar todos... Volvamos a Canetti, que el otro día oímos en Written on skin de Benjamin: la armónica se oye en dos momentos, pero oírse de verdad sólo uno. Es el arte de la economía, es decir, no hacer lo que no sea necesario. Y no actuar, como decía Adorno, como el “nuevo rico”, que enseña todo lo que tiene porque se ve que es pobre.