Tristan Bayreuth 

Delirios de grandeza

Bayreuth. 01/08/2016. Festival de Bayreuth. Wagner: Tristan und Isolde. Stephen Gould (Tristan), Petra Lang (Isolde), Georg Zeppenfeld (Marke), Iain Paterson (Kurwenal), Claudia Mahnkhe (Brangäne) y otros. Dir. de escena: Katharina Wagner. Dir. musical: Christian Thielemann.

A la vista de los acontecimientos, a veces uno se pregunta si a Christian Thielemann le queda tiempo para dedicarse a hacer música, habida cuenta del sinfín de polémicas que ha salpicado su proyección pública recientemente, y de modo muy especial en reacción al Festival de Bayreuth del que desde hace dos años es el primer y flamante director musical. Este Tristan que nos ocupa viene a confirmar que no se puede estar en misa y repicando. De una fingida voluptuosidad, de un romanticismo periclitado, es un Tristan que nace caduco: de un preciosismo redundante, es pura estética de un sonido que no persigue la teatralidad sino la complacencia, recreándose en una nota que se alarga aquí, en una frase que se exagera allá… pero carente de tensión, sin una narratividad clara, sin un rumbo prefijado, con el simple y vano propósito de epatar, al modo de un alumno aventajado.

Vista por segunda vez, tras su estreno en la pasada edición del festival, la propuesta escénica de Katharina Wagner se confirma como un desafortunado y ambiguo intento por recrear al mismo tiempo un Tristan clásico y moderno -si es que esas categorías tienen hoy alguna vigencia; quizá sea ese precisamente el problema de partida-. De alguna manera el trabajo de Katharina es el perfecto y decepcionante reverso para la versión musical de Christian Thielemann: juntos recrean a la postre un Tristan hueco, de una contemplación casi pasiva. Estamos ante una producción generalmente superflua y superficial, pura apariencia, sin elaboración alguna además desde la pasada edición, cuando ya se resaltaron estas fallas y sinsabores. 

Con una voz tremendamente desigual, de emisión imposible y de mil ingratos colores, sin el menor brillo, carente de esmalte, Petra Lang expone una Isolda sin carisma, sin magnetismo, incapaz de seducir. Casi se diría que sus modos atropellan a Isolda hasta desdibujarla y no dejar de ella sino un recuerdo pálido. Decepciona e irrita su tendencia a la sobreactuación constante, presentando a Isolda como una posesa, como una loca sin contrastes, que termina por resultar cómica en el Liebestod, moviendo el cuerpo de Tristan (pobre Stephen Gould…) como si fuese un muñeco de trapo. Parece inexplicable que Thielemann se haya empeñado en contar con ella para este segundo año: sin ser una Isolde de libro, Herlitzius brindó el año pasado un retrato mucho más interesante del personaje. Cabe recordar que con la incorporación de Petra Lang el listado de candidatas que han desfilado para esta producción se vuelve cada vez más extenso: primero fue Westbroek, más tarde se habló de Merbeth, se llegó a anunciar a Kampe y terminó por ser Herlitzius. ¿Quién será la siguiente? De todas ellas sin duda Merbeth es la única que puede estar a la altura del Tristan de Stephen Gould.

Y es que el Tristán de este tenor canadiense, imponente por medios y acentos, se impone por méritos propios como el más destacado de su generación, excepción hecha de Peter Seiffert, más veterano, y que seduce más por acentos y oficio que por la adecuación de sus medios. Durante estos años Gould ha ahondado en la psicología del personaje, al que no sólo sirve con indudable facilidad y resistencia, sino asimismo con un canto cada vez más contrastado e incluso bello, ciertamente emotivo por momentos. Tras escucharle el papel en varias ocasiones (en Berlín con Runnicles y Stemme; en Londres con Pappano y Stemme; en Bayreuth con Thielemann y Herlitzius; y en Hamburgo con Nagano y Merbeth) diría que esta ha sido, junto con la de Londres, la más convincente.

Sobre todos los demás intérpretes se impone de nuevo la voz de Georg Zeppenfeld, joven bajo que se asienta cada vez más como una referencia generacional a seguir muy de cerca. No sólo la voz es apreciable sino que es capaz de cantar legato, usando el color de su instrumento, sin oscurecerlo artificialmente y al servicio de una actuación escénica intachable. Completando el reparto en los roles principales, Iain Paterson fu un Kurwenal desigual y cansado, en contraste con una espléndida Claudia Mahnkhe Brangäne, en recambio de la prevista Christa Mayer.

Mal están las cosas cuando este Tristan, que cuenta con la batuta del principal director musical de Bayreuth y con dirección de escena de la ama y señora de la sagrada colina, no levanta el vuelo. Síntoma inequívoco de que algo no marcha bien en un Bayreuth desnortado, víctima de los bandazos constantes a los que Katharina Wagner y Christian Thielemann lo vienen sometiendo durante el último lustro, convertido poco menos que en un cortijo donde dar rienda suelta a sus caprichos y egocentrismos. Delirios de grandeza. Urge deponer a Thielemann de esa recién creada responsabilidad de director musical de Bayreuth, que a la postre no sirve para otra cosa que para entrometerse en el trabajo de otros colegas. Pero urge aún más si cabe el relevo de Katharina Wagner, que acumula no sólo fiascos sino un desencuentro tras otro: primero con Gatti, después con Petrenko, ahora con Nelsons… Bayreuth ha perdido en muy poco tiempo su principal capital: la idea de servicio al ideal de la obra de arte total que propagase el fundador y alma mater del lugar, el propio Wagner. Es imposible servir a ese ideal con cambios constantes de reparto, con cantantes que no ahondan de un año para otro en una misma producción y con batutas que bailan con alarmante preocupación. 

Y no obstante el público cautivo aplaude. Aplaude sobre todo porque de año en año viene a Bayreuth como quien acude a pasar sus vacaciones a cualquier otro destino, con la ilustrada excusa de venerar la obra de Wagner. Buena parte de ese público no ha escuchado el Wagner que hace Barenboim en Berlín o la revelación que supone Petrenko cada vez que dirige en Múnich. De modo que ausencia de referencias con las que comparar lo visto en Bayreuth, lo aplauden a rabiar -por no hablar de que el “peaje” desembolsado para poderse sentar en una butaca de Bayreuth coarta ya de antemano cualquier posible distanciamiento con el milagro local-. Delirios de grandeza.