• © A. Bofill
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Un tenor hecho a sí mismo

Barcelona. 04/12/2015. Gran Teatro del Liceo. Donizetti: Lucia di Lammermoor. Elena Mosuc (Lucia), Juan Diego Flórez (Edgardo), Marco Caria (Enrico), Simón Orfila (Raimondo), Albert Casals (Arturo), Sandra Ferrández (Alisa), Jorge Rodríguez-Norton (Normanno). Dirección de escena: Damiano Michieletto. Dirección musical: Marco Armiliato 

Es sintomático que ya de antemano el principal atractivo de estas funciones de Lucia fuera precisamente su Edgardo. El Liceo, todavía en uno de esos aciertos atados en su día por Joan Matabosch, tenía la fortuna de acoger una cita de relevancia internacional y de tintes históricos, con el debut de Juan Diego Flórez en esta partitura. El tenor peruano dice estar recorriendo no tanto los pasos de Alfredo Kraus, con quien tanto se le compara (a nuestro juicio sin razón alguna para en el parangón), como sí los de Gilbert Duprez, quien precisamente estrenó esta parte donizettiana viniendo de cantar antes los papeles de Rossini. Cuando entrevistamos hace aproximadamente un año a Juan Diego Flórez nos contaba entre ilusionado y respetuoso, el horizonte de próximos debuts que iba a acometer, incluyendo el Romeo que ya le escuchamos en Salzburgo y apuntando en el horizonte a retos tan importantes como el Raoul de Les Huguenots o el Werther de Massenet. 

Con un respeto matemático por la escritura musical, lo que más sorprendió de Flórez fue la decisión y empuje con que saco adelante este debut, con un retrato francamente creíble de Edgardo. Bravo y gallardo, haciendo gala de un romanticismo bien entendido ya desde su primera entrada en escena, Flórez sedujo fraseando con gusto y mostrando una paleta amplia de intenciones, atento al texto sin melindres ni amaneramientos. La memorable escena que cierra la obra salió a pedir de boca en este debut, que Flórez disfrutó con un público cómplice que le ovacionaba en pie.

Seguramente el único reparo que quepa hacerle a Flórez en este debut tenga que ver con que el color de su instrumento todavía remite a unas reconocibles coordenadas rossinianas, a todo su pasado al fin y al cabo. No terminamos de ver una inflexión drástica en al evolución de su instrumento, del contralto rossiniano al tenor ligero comme il faut, digamos, aunque es cierto que la voz en el centro cuenta más armada y capaz, sin perder destreza en el agudo. De lo que no cabe duda es de que Fiórez ha demostrado ser a día de hoy un tenor hecho a sí mismo.

No querríamos sonar severos en nuestro juicio sobre la Lucia de Elena Mosuc, meritoria pero no brillante. Y es que Mosuc no pareció cómoda en absoluto durante la primera mitad de la función, con un instrumento que no terminaba de brillar, sin virtuosismo ni fantasía en su canto y con una orquesta gruesa y blanda que no ayudaba precisamente a que resaltasen sus virtudes. Su instrumento es por lo demás anónimo las más de las veces y su Lucia dejó un regusto un tanto indiferente en nuestros oídos. Mosuc estuvo no obstante brillante en la escena de la locura, que es precisamente donde tenía que brillar y donde se percibió por fin su dominio del papel, tras tantos años con esta parte presente en su agenda. Hay en su Lucia, aquí y a llá, sonidos de bella factura, frases bien cinceladas, pero tienden a ser las menos, por mucho se intuya un conocimiento evidente del personaje. Su feeling con el Edgardo de Juan Diego Flórez tendió a cero, lo que restó además muchos enteros de teatralidad a la representación, ya de por sí poco estimulante en este registro.

Aunque parecía prometer algo más, poco a poco el Enrico de Marco Caria se desveló como un retrato vociferante y plebeyo, rudo las más de las veces, por más que desahogado en el tercio agudo de la partitura. Gustarán más o menos su timbre y su emisión, pero no hay duda de que la parte de Raimondi es una de las que mejor domina Simón Órfila, que estaba ayer en plena forma. Nos gustó también Sandra Ferrández como Alisa en su nueva etapa como mezzosoprano. Más discretos, en cambio, Albert Casals como Arturo y Jorge Rodríguez-Norton como Normanno.

La producción de Damiano Michieletto procedente de la Ópera de Zúrich es una completa desfachatez, una tomadura de pelo que no es mucho más que una versión en concierto con vestuario y con una torre inútil y poco ocurrente plantada en mitad del escenario. Una producción mediocre y que indigna por su oquedad absoluta, rematada por el vano efectismo de suicidar a Lucia desde una plataforma en lo alto de la citada torre. Michieletto estrena de hecho estos días una nueva producción de Cavallería rusticana y Pagliacci en Londres, por lo que cabe colegir su ausencia durante buena parte de los ensayos para esta reposición. Una situación que dice mucho del descuido del Liceo en este capítulo escénico, sin duda el más desangelado de su propuesta a día de hoy. Al margen de casos exitosos como el de Terry Gilliam, el Liceo se fija demasiado hoy en día en las garantías de las grandes voces, que pueden ser flor de un día y no son siempre garantía de éxitos (véase el reciente recambio para Otello).

Decepción mayúscula, por último, con la dirección musical de Marco Armiliato, a quien suponíamos otro concepto para este repertorio. Su direcciónn fue en todo momento pobre en juegos dinámicos y en inflexiones, acentos e intensidades. Su Lucia se desarrolló sin tensión ni magia, en suma, sólo con volumen y a base de un fraseo plano, lastrado además por una orquesta que volvió a las andadas, tras la aparente mejoría que se había dejado intuir hace unas semanas en el Benvenuto Cellini. Apostaríamos algo, de hecho, a que si esta versión musical de Lucia ha dejado tanto que desear es por la falta de acople entre batuta y orquesta. Cuánto nos acordamos ayer del festival continuo de hallazgos que supuso escuchar esta misma partitura hace unos meses en Múnich en manos de Kirill Petrenko.