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Bajo la sombra de Stalin

Madrid. 29/01/2022. Auditorio Nacional. Obras de Turina, Prokófiev y Shostakóvich. Orquesta Nacional de España. Kyohei Sorita, piano. David Afkham, director musical.

Más de treinta años separan el estreno en Chicago, en diciembre de 1921, del tercer concierto para piano de Prokofiev de la célebre décima sinfonía de Shostakovich, que vio la luz en San Petersburgo, en diciembre de 1953. Y en todo ese tiempo transcurrido la Unión Soviética tuvo a Iosef Stalin como figura tutelar. De hecho, en abril de 1922 fue nombrado secretario general del Partido Comunista y lideró la nación soviética con mano ferrea hasta su muerte en marzo de 1953. Figura controvertida donde las haya, lo cierto es que ningún intelectual de su época escapó a su influjo, de un modo u otro, por acción o por reacción. Estas dos partituras, pues, se relacionan de algún modo muy estrecho e íntimo, a pesar de que su aspecto exterior las haga tan dispares. Y es que, de un modo u otro, ambas vieron la luz bajo la sombra de Stalin.

Sea como fuere, solo cabe calificar de impresionante la labor del japonés Kyohei Sorita como solista al frente del Concierto para piano y orquesta no. 3 de Prokofiev, una pieza intrincada y exigente, quizá no el más comprometido de los conciertos del compositor ruso -suele citarse el segundo, en este sentido-, pero sin duda representa todo un tour de force para cualquier pianista que se precie. Sorita exhibe un pianismo aristocrático y poderoso, de un virtuosismo cuajado de elegancia y naturalidad, lejos de una idea casi robótica de cómo deba abordarse un concierto de estas características. Y quizá sea esa su mayor virtud, el modo en que esconde su cosumado virtuosismo técnico bajo el ropaje de un fraseo de extraordinaria sutileza, liviano cuando se requiere, vigoroso cuando es preciso. Esta panoplia de recursos quedó especialmente probada en el segundo movimiento, el Tema con variazioni, insinuando Sorita un virtuosismo refinado, de rara consistencia. Redondeó su faena con un tercer movimiento prodigioso, apabullante en su resolución de la vertigionsa coda final.

El acompañamiento de la Orquesta Nacional de España fue aquí brillante, con destellos de muy buena factura en las maderas, con unos metales de consistente sonoridad y con una cuerda meritoria, tan requerida a lo largo de la velada. Afkham supo estar donde se le requería para desaparecer allí donde era menester, en un acompañamiento ejemplar, detallista y fluido.

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Mucho se ha debatido sobre el motivo principal que anima la Décima sinfonia de Shostakovich, estrenada en diciembre de 1953, apenas medio año después del fallecimiento de Stalin. Seguramente quepa encontrar un término medio entre quienes abundan en la idea de una obra programática, marcada indefectiblemente por los avatares del régimen soviético, y quienes prefieren la idea de una composición más abstracta, meramente formal, incondicionada por su contexto sociopolítico. El propio Shostakovich apenas aclaró la cuestión, más bien al contrario, ofreciendo testimonios dispares y un tanto enigmáticos, en la línea de su 'complicada relación' -por usar un eufemismo- con las autoridades de la URSS. Sea como fuere, parece asumido que el Scherzo bien podría ser un retrato grotesco de la figura de Stalin, mientras que el famoso motivo DSCH, en el tercer movimiento, representaría al propio compositor.

Al frente de esta partitura, David Afkham convenció esta vez con un planteamiento consistente, de fraseo firme, quizá no demasiado contrastado, si bien es cierto que la obra se presta -en demasía- a una lectura estentorea, marcada por el vigor de metales y percusiones, amén de las maderas, tan requeridas en esta partitura. En cualquier caso sacó un gran partido de sus atriles, con unas violas imponentes, por ejemplo, a pesar del mermado entramado orquestal, todavía vigentes algunas limitaciones por la pandemia. Hay algo salvaje en el alma de la Décima sinfonía de Shostakovich, algo indómito y fulgurante, al lado de algo siniestro y recóndito. Ambas facetas fueron bien resaltadas en una ejecución sin miedos, sin complejos, cuajada de entrega y denuedo. 

Así las cosas, la obra de José Luis Turina con la que se abría el programa quedó un tanto descolgada. Se trataba de la Fantasía sobre una Fantasía de Alonso Mudarra, una pieza que surgió en 1989 por encargo de la Sinfónica de Tenerife y el Festival de Canarias. La partitura presenta una sonoridad ambiciosa, demasiado ambiciosa quizá, apuntando hacia un virtuosismo un tanto hueco y ruidoso.

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