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La música rejuvenece el alma 

Barcelona. 05/04/22. Palau de la Música Catalana. Obras de Debussy,  Mozart y Rachmaninov. Martha Argerich, Nelson Goerner, pianos.

Una palpable expectación se hacía patente en la sala modernista de Barcelona, que el pasado 5 de abril atardecía repleta y entusiasta en lo que prometía ser una de las citas más esperadas de la temporada de Ibercamera. Y no era para menos; la legendaria Martha Argerich regresaba a la ciudad condal, con la elegancia y la presencia propias de una diva de la música y con la agilidad y vitalidad impropias de una dama de ochenta y un años. Tras su paso por Madrid, la pianista argentina por antonomasia, cuya carrera y fama no necesitan presentación, acudía a los oyentes del Palau con su amigo y compatriota Nelson Goerner, con quien, desde hace años, conforma seguramente el dúo pianístico más potente del panorama actual. Afincada en Ginebra –como Goerner–, Argerich es la prueba viviente de que la música rejuvenece el alma.
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El programa propuesto por los argentinos pasaba por tres obras exigentes y muy habituales de su repertorio. Abría el menú el Et blanc et noir de Claude Debussy compuesto en 1915 en Normandía, obra en la que el compositor volcó impresiones personales y sociales, incluyendo varias dedicatorias. Marcado por su enfermedad, Debussy sufriría una crisis creativa pocos años después siendo esta una de sus últimas obras. El siguiente plato era la famosa y única sonata para dos pianos K. 448/375a en re mayor, compuesta y estrenada en 1781 por el mismo Mozart y su alumna Josephine von Aurnhammer, perfecta representante de la galantería clásica y de un virtuosismo repartido entre el primo y el secondo. Cabe recordar la curiosidad de que esta fue la pieza usada para el estudio del famoso “efecto Mozart”, que propone que la escucha de la música de Mozart contribuye a la mejora de la inteligencia y de los síntomas de la epilepsia. La última obra era la descomunal versión para dos pianos de las Danzas sinfónicas op. 45b de Sergei Rachmaninov, repleta de contrastes y oscilaciones entre lo grotesco y lo dramático, con alusiones directas e indirectas a música del propio autor y a la liturgia rusa –sin olvidar el Dies irae en su tercer movimiento–.

Con todo servido, irrumpieron las primeras notas del Avec emportement de Debussy tras el esperable clamor del público ante la presencia argentina. Así pues, la pareja se estrenó con una simbiosis perfecta recorriendo los coloridos compases impresionistas, muy ocupada separando pasajes sonoros y en esa infinita gama de colores y matices dinámicos. La porteña salvó impoluta la articulación de los pasajes rápidos y las repetidas –y traviesas – notas del scherzando. Argerich y Goerner intercambiaron pianos para transitar las escalas mozartianas y dosificaron bien el protagonismo en una partitura en la que el segundo piano es tan exigente como el primero, al contrario de lo que pudiera parecer, como lo demuestra el pasaje que precede a la coda del allegro en el que Goerner encontró su luz entre la alargada sombra de Argerich. Una total sincronía se perfiló en el segundo movimiento, casi perfecta de no ser por algunos unísonos a destiempo, compensado con una exquisita respiración conjunta que oxigenó un Andante enemigo de las prisas. Brilló el tercer movimiento, especialmente en su segundo tema, al enfatizar con inteligencia los cambios armónicos y los compases de la pegadiza coda final.

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Tras la pausa, los pianistas afrontaron las danzas sinfónicas de Rachmaninov con precisión y amplitud; una obra de gran densidad armónica y textural, muy guerrera no solo en el plano técnico sino también en el plano interpretativo, con continuos cambios de tempo y de carácter. Sorprendió nuevamente el poco contacto visual mutuo que requiere la pareja para funcionar, bastándose de la complicidad, el oído y la experiencia para interpretar el non allegro –de lo más exigente de la tarde– con soltura y buenos aires. El esquivo vals del segundo movimiento se saldó una gran sensación, quizá más unitaria en la parte central, que poco a poco dejaba paso al endiablado tercer movimiento, abordando el fortissimo clímax con un gran virtuosismo repartido en cuatro manos. El gran aplauso posterior se sació con dos propinas suramericanas –a dos pianos, claro está–: un Bailecito de Guastavino, cocido a fuego lento, y la Brasileira de Milhaud, que cerraron un recital reluciente; una mezcla de oro y plata.