hadrian real javier del realSantiago Ballerini y Thomas Hampson. © Javier del Real.

Un furtivo beso

Madrid. 27/07/22. Teatro Real. Wainwright: Hadrian. Thomas Hampson (Adriano). Alexandra Urquiola (Plotina). Santiago Ballerini (Antínoo). Christian Federici (Turbo). Vanessa Goikoetxea (Sabina). Alejandro del Cerro (Trajano). Vicenç Esteve (Fabio). Gregory Dahl (Hermógenes). Pablo García-López (Primer senador). Josep-Ramón Olivé (Segundo senador). David Lagares (Tercer senador). Berna Perles (Lavia). Albert Casals (Dinarchus). Patricia Redondo (Chico). Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Scott Dunn, dirección musical. Jörn Weisbrodt, dirección de escena.

Un culo. Infinidad de torsos, espaldas y piernas infinitas. Otro culo. Rostros conocidos y desconocidos. Un Schwarzenegger como rey del universo, un Richard Gere en su peak y hasta un fugaz Andy Warhol tienen cabida. Penes flácidos. Vello púbico. Centímetros de carne. Al descubierto, o cubiertos de látex o cuero. Mucho cuero. Más culos. Fricción. Flores. Otro pene. Perfectamente inhiesto. Preparado para la batalla, como un buen emperador romano. El imaginario de Robert Mapplethorpe reinaba sobre el escenario del Teatro Real, cual fantasmagoría del trágico romance entre Adriano y Antínoo. El gran amor homosexual que sirve como base a Hadrian, la nueva ópera compuesta por Rufus Wainwright.

La historia siempre nos ha pintado a Adriano como uno de los grandes gobernantes de ese rodillo en forma de imperio que durante casi medio siglo ocupó y transformó los territorios que actualmente llamamos Europa, además de un buen pedazo de África y algo Asia. Su justicia y raciocinio siguen resonando a lo largo de los años. Aunque teniendo unos antecesores tan catastróficos como Calígula o Nerón, quedar bien en su puesto parece tarea no muy difícil. Para los libros de historia siempre quedarán sus numerosos viajes diplomáticos, su muro en Britania, su cambiante tolerancia ante el cada vez más incipiente cristianismo y sus ansias por perpetuar la etnocentrista e idealizada Pax Romana. Sin embargo, poco se habla de su animada vida privada. Algo se comenta de los tejemanejes que llevó a cabo con Pompeya Plotina para suceder en el trono a Trajano, casi nada de su matrimonio con Vibia Sabina, y no lo suficiente de su romance con su admirado Antínoo. Menos mal que Oscar Wilde siempre nos recordará en sus versos cómo Adriano bebió de la corriente calmando su sed y cómo contempló con mirada ávida y ardiente, el cuerpo de marfil del joven y bello Antínoo cuya boca parecía una granada.

Discípulo directo de la pluma, tanto literal como figurada, del genio irlandés, Rufus Wainwright retoma, junto a Daniel McIvor como libretista, su labor como compositor de óperas tras la irregular Prima Donna y el, a ratos interesante, experimento Take All My Loves, en el que recomponía nueve sonetos de Shakespeare con las voces de Anna Prohaska, Florence Welch o Carrie Fisher. En esta ocasión, se hace eco de la trágica historia de amor entre el emperador y su siervo. Corroborando en cada minuto de sus dos horas y media de duración, la salida del armario de tamaño personaje histórico. Algo que tantas veces el cristianismo y una minoría de historiadores más conservadores, se han empeñado en negar a lo largo de los años. El autor nos muestra a un Adriano sumido en una severa depresión tras la muerte de su amado. Una realidad que provoca una recesión casi comatosa en la vida política y social del Imperio, ante la cual el Senado se revuelve. El Adriano de Wainwright es un semidiós que, a pesar de haber superado la barrera de los cincuenta años, siente su amor por Antínoo como si de su primer flechazo se tratase. Un amor de verano llamado a perdurar a lo largo de las estaciones, a pesar de haberse visto truncado abruptamente a orillas del Nilo.

hadrian wainwrigth real javier del realJörn Weisbrodt y Rufus Wainwright. © Javier del Real.

Desde el primer momento, Thomas Hampson logra capturar a la perfección la idiosincrasia de la errática figura de Adriano. Desde sus lamentos recordando una y otra vez el nombre de su amante, a su rostro reventado y sus pesados andares. Un hombre cansado de soportar la ausencia del ser amado. El barítono estadounidense logra un memorable Adriano, además de por su interpretación vocal, por su inteligencia en sus movimientos interpretativos. Hampson sabe aprovecharse de su imponente figura y su anquilosada movilidad para crear un hombre completamente deshecho y destrozado. Triunfador del primer acto, su reinado se ve compartido por momentos con una Plotina, interpretada por una sentida Alexandra Urquiola, crecida especialmente en la parte final del acto; gracias a su insidiosa propuesta cuasi orféica para que Adriano recupere a su amante: si el emperador aplasta a los judíos y nazarenos, podrá revivir dos noches con el amor de su vida.

La primera noche revivida es el primer encuentro entre ambos. Cuando el joven esclavo salva a su emperador de morir arrollado por un jabalí. Un acto heroico que tendrá no solo como recompensa la libertad del adolescente, sino que aprenderá que no hay nada más bello que amar y ser amado. Santiago Ballerini da vida al efebo objeto de deseo. Con un hieratismo redicho que lastra la empatía que podamos sentir para con el personaje. Algo que va paliando un poco a lo largo del siguiente acto, notablemente en su aria de ofrenda, pero que durante este segundo termina pesando demasiado. Ese mal estático podría ser producto de la naturaleza de la representación de Hadrian en versión de concierto semiescenificada, pero viendo el buen hacer de intérpretes cuyos personajes tienen mucho menos peso en la historia, como es el caso de Pablo García-López, siempre en personaje cada vez que le tocaba subir su atril, no valen excusas.

La gran triunfadora ante semejante efervescencia amorosa entre los dos amantes no es otra que la supuestamente gran perjudicada en la historia: Sabina, la mujer de Adriano. Vanesa Goikoetxea deslumbra. No solo con su brillante vestido completamente over the top, sino con su excesiva teatralidad y su impecable voz. Su preocupación convertida en cantinela ante el posible abandono de su marido ante una próxima visita a Egipto es el momento más emocionante de toda la obra y, como tal, se vio recompensada con la mayor de las tres ovaciones que hubo durante la función. La gestualidad de Goikoetxea nos recuerda a otras grandes damas abandonadas del arte y, especialmente, a todos aquellos momentos en que nuestro corazón se ha roto en pedazos. Igualmente, su arco de personaje es el más interesante de todo Hadrian, pasando de ser una mujer abandonada, a una despechada inmiscuida en conjuras de palacio en el dramático tercer acto (excepcional su interpretación como falsa vidente), a ser un hombro comprensivo que se rinde ante la belleza del amor de los dos mochuelos.

El tercer acto se abre con los dos amantes viendo un cielo estrellado tras haber consumado su amor. Las constelaciones que ambos señalan, no son sino un ir y venir de fotografías de Mapplethorpe proyectadas ante nuestros ojos. Una sucesión de pedazos de cuerpos que va aumentando de ritmo como si de un polvo entre dos amantes se tratase. Antes los hemos visto abrazarse, incluso besarse. Un furtivo beso. Triunfal y emocionante por parte de la mitad que aporta Hampson. Un acto precioso y no falto de carga reivindicativa dentro de un anquilosado y encorsetado mundo como es el de la clásica. Una realidad repleta de viciados encorsetamientos que parecen importar y condicionar más a alguno de sus intérpretes y programadores, que al público ante el que se escudan. Durante esa intromisión en clave voyeur, escuchamos una de las piezas instrumentales más bellas de Hadrian. Wainwright se crece ante la belleza de los dos hombres postrados en su lecho bajo las estrellas, recordándonos con esa creación esos momentos de absoluta perfección que suponen sus barroquismos instrumentales en sus creaciones musicales anteriores, especialmente los realizados en sus dos obras maestras: los discos Release the Stars y Want One. Son patentes igualmente a lo largo de Hadrian, como también lo han sido durante toda su andadura más pop, ecos a compositores como Debussy, Ravel o Strauss. No obstante, Richard Strauss es uno de sus ídolos confesos y autor de su ópera preferida: Salomé. Otro bonito punto de encuentro con Wilde.

Tras el preciosista romance, vienen los augurios de la peor noche de todas. La de la muerte de Antínoo. Todo un acierto la manera en que nos muestra la absoluta devoción del joven amante ante la enfermedad de Adriano. Además de su precioso inicio de acto, sobresalen las citadas arias de sacrificio y ofenda que se reparten la despechada Goikoetxea y el efebo interpretado por Ballerini. La letanía de “sacrificio no es un sacrificio” por parte de la desquiciada mujer disfrazada se clava en nuestros corazones augurándonos el trágico final que conocemos desde el principio de la obra. Otro excepcional momento en que el carisma de la soprano vuelve a inundar todo el escenario.

El acto final nos devuelve a la actualidad. Con un Adriano aceptando un decreto que terminará con la vida de miles de habitantes de Judea. La tristeza y el desquicio ante el final de las dos noches prometidas se apodera de él... No tanto como al propio creador, que vuelve a hacer referencia al poderoso caballero don dinero, con un billete de dólar y una ajada bandera estadounidense. No es la primera vez que Wainwright se muestra crítico con su país natal (háganse un favor y escuchen esa triste preciosidad llamada Going to a Town), pero en esta ocasión resulta demasiado deslavazado y sin tanta fuerza e intensidad como sí muestran los intérpretes y el poderoso Coro Intermezzo en los últimos minutos de la representación, provocando un clímax supuestamente épico que no termina por culminar.

Tras los saludos, y las merecidas ovaciones al reparto, justamente celebradas especialmente las dedicadas a Hampson y Goikoetxea, otro beso. En esta ocasión entre Rufus Wainwright y Jörn Weisbrodt, director de escena de Hadrian y su marido desde hace una década. El verdadero elixir de amor vuelve a hacer aparición en el Teatro Real.