Aida teatro real javier del real stoyanova alvarez© Javier del Real.

En el punto de partida

Madrid. 31/10/22. Teatro Real. Verdi: Aida. Krassimira Stoyanova (Aida). Piotr Beczala (Radamès). Jamie Barton (Amneris). Alexander Vinogradov (Ramfis). Carlos Álvarez (Amonasro). Deyan Vatchkov (El rey). Fabián Lara (Un mensajero). Jacquelina Livieri (Gran sacerdotisa). Coro Intermezzo. Orquesta Sinfónica de Madrid. Nicola Luisotti, dirección musical. Hugo de Ana, dirección de escena.

- ¿Le gusta la ópera, teniente Mahler?
- Sí, me gusta mucho, condesa Serpieri. Siempre que la ópera sea buena. ¿Y a usted?
- Sí, me gusta mucho, pero no cuando se representa fuera del teatro.

"Senso", de Luchino Visconti.

El teatro, esto ya lo he dicho en varias críticas, es uno de los lugares más increíbles que uno pueda imaginar. Y este último verbo, seguro, es la clave de todo; siempre tan a mano de la inteligencia. Un acuerdo tácito entre la propuesta escénico-musical y nosotros, los espectadores, nos lleva a emocionarnos con Segismundo en la cueva, con Don Juan a orillas del Guadalquivir o con Bernarda Alba y sus hijas asfixiándose en su casa... y todo ello sin salir de las mismas cuatro paredes. Podemos, incluso, visitar Egipto y sus pirámides... envolverlo de la maravillosa música de Verdi y vivir con ese recuerdo para el resto de nuestras vidas. Sentir, como dicen los finlandeses, kaukokaipuu. Nostalgia por un lugar en el que, incluso, no hemos estado nunca. Es todo ello algo verdaderamente maravilloso. ¿No les parece? Es complicado entender, por todo ello, por qué aún hay quien necesita, sí o sí, que los actores o cantantes tengan que recurrir a técnicas de maquillaje que llevan considerándose racistas desde hace más de medio siglo para resultarles creíbles.

Es una cuestión esta que acompaña a óperas como Otello o esta Aida que ahora sube de nuevo a su escenario el Teatro Real. Yo mismo, hace unos años, no fui capaz o no quise ver el blackface en la histórica producción de Bosio, de 1913, en la Arena de Verona. Me di cuenta de mi error gracias a una artista como la soprano Tamara Wilson, cuando apuntó al racismo de una propuesta histórica, sí, pero es la historia la que va a despertarnos, como decía Rambert. Artistas como Wilson, como Angel Blue este pasado verano, quien recibió como respuesta comentarios horrorosos de técnicos y artistas compañeros de profesión; o como Jamie Barton, siempre atenta, deconstruyéndose como persona, ahora que por suerte está tan en boga lo de deconstruirse. "Cantar no es lo más importante que hago, sino ser una buena persona", decía en un comunicado al pedir cambiar su indumentaria de esta producción de Hugo de Ana para el Teatro Real. Una fuerza, sensibilidad y capacidad de rectificación absolutamente inspiradoras.

Me consta, al mismo tiempo, la intención del Teatro Real por eliminar cualquier atisbo de esta práctica de su producción firmada por el escenógrafo argentino y que vio la luz, originalmente, hace 25 años. Su petición expresa, al parecer y cómo habría bregado por conseguirlo, ante supuestas reticencias de la dirección escénica. No hay más que ver, en cualquier caso, en cómo se ofrecía esta producción en su reposición de 2018 y cómo se ofrece ahora. Estamos en el camino y es importante ver que los teatros, como el Real, escuchan. No se ha eliminado esta práctica en la totalidad, a excepción del figurín de la Amenris de Jamie Barton y basta con compararlo con el de sus compañeros, coro o figurantes para darse cuenta de ello. En este aspecto, me temo, es ya una apuesta caduca. Como lo es también, curiosamente y más allá del blackface, no por haber envejecido mal, sino por haber querido modernizarse aún peor. La inclusión de videos absolutamente fuera de lugar y, ciertamente, horteras (¡qué problemas tenemos siempre con el video en todos los teatros!), se une a una dirección actoral errática, torpe en los movimientos de masas y con una coreografía que pretende serlo todo al mismo tiempo.

Con todo, Aida puede ser perfectamente pretenciosa porque Aida es pretenciosa en su esencia escénica - todo lo contrario de la musical -. Eliminando la sobreimpresión de videos, encuentro unas imágenes seductoras, un vestuario en difuminados pastel que parece evocar lo vaporoso de la partitura verdiana... no termina de disgustarme, hay algo de pictórico en todo ello y exprime las plataformas del Teatro, que era lo que se quería hacer ver hace 25 años. Ha sido una celebración de aniversario, sí, pero para quien escribe, pretendido o no, ha sido también la demostración del "volver". Regresar al punto de partida previo a la pandemia. Se subió a escena esta misma producción hace cuatro años, con todos sus músicos y figurantes y se ha vuelto a subir ahora, en una demostración no sólo de capacidad artística y técnica, sino de captación y retención de un público que llenaba la sala. Cosa que no ha ocurrido esta temporada en la mayoría de los teatros y salas a los que he asistido hasta ahora: Les Arts, Campoamor, Liceu, Monumental o Auditorio Nacional.

Ayuda a ello un plantel de cantantes de primera línea internacional, empezando por la protagonista de toda una veterana como es Krassimira Stoyanova. Su Aida es pura elegancia en lo vocal, psicológicamente frágil, delicada. Una percepción intimista que lleva al personaje a sus capacidades, más líricas, con una zona aguda que pierde cuerpo en el ascenso y un grave con ciertas carencias, elevó la ensoñación en su O patria mia.... y, especialmente, en el dúo final con Radamès. Este, precisamente, fue el polaco Piotr Beczala, quien resultó, sin duda, lo mejor de la noche. A pesar de algún despiste con el texto y que, en principio, su voz se ajusta también a cánones más líricos, el tenor volvió a demostrar una gran destreza musical, como bien pudo escucharse en su último recital en el Real con un repertorio entre lo romántico y lo verista. Puede apreciarse, incluso, la colocación física de Beczala para buscar un color más oscuro en su voz a la hora de dar vida al rol. Tras un buen Celeste Aida, el cantante fue creciendo en confianza a lo largo de la noche y terminó por mostrarse pletórico, tanto en el encuentro con Amneris como en el cierre del tercer acto. Fabuloso.

Debutaba la estadounidense Jamie Barton en el papel de Amneris, dibujando una "rivale" de categoría. Bastante reservada a lo largo del primer acto, todo hay que decirlo y viendo cómo se iba desplegando su voz a lo largo de la obra, la Barton estuvo exultante en el arranque del último acto, con un L'abborrita rivale... extraordinario, con un grave carnoso, seductor, coloreado... seguido del dúo con el tenor. Diría que este, junto con la conclusión del acto anterior, fueron los momentos de mayor fuste musical de la función. ¡Qué intencionalidad en el pathos de su Amneris, sufriente! ¡Qué momento en sus súplicas a los sacerdotes! ¡Qué acentos, qué furor... y qué agudo penetrante el de Barton!

Ante el Amonasto de Carlos Álvarez, por su parte, sólo cabe agradecer, agradecer y agradecer por no ya una voz, sino por unas formas tan nobles en el decir, en la expresión. Redondeaba el cast un sobresaliente Ramfis de Alexander Vinogradov, de voz rotunda y con brillo, así como los estupendos Fabián Lara y Jacquelina Livieri como mensajero y sacerdotisa. Correcto, por su parte el Rey de Deyan Vatchkov.

No escuché al Coro Intermezzo, en esta ocasión y dentro siempre de la corrección, a la altura de otras prestaciones, un tanto desabrido y desajustado en ocasiones. Desde el foso, Nicola Luisotti supo balancear en todo momento lo requerido por la partitura con lo requerido por los cantantes. Sonó, así, un tanto moroso en ocasiones para poder acompañarles en sus tempi, mientras que se mostró efusivo e incandescente en cuanto tuvo ocasión (he de insistir en ese final del tercer acto y todo el cuarto). Tomó vuelo en el final de la ópera, de pura filigrana y nos llevó al dolor ardiente justo en el instante previo... Verdi, al fin y al cabo.