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Deporte de riesgo en un ambiente gélido

Barcelona, 31/10/2022. Gran Teatre del Liceu. Verdi: Il trovatore. Yonghoon Lee (Manrico), Hibla Gerzmava (Leonora), Àngel Òdena (Conte di Luna), Judit Kutasi (Azucena), Krzysztof Baczyk (Ferrando), Maria Zapata (Ines), Antoni Lliteres (Ruiz). Riccardo Frizza, dirección musical. Àlex Ollé, dirección de escena.

Representar Il trovatore contiene siempre terribles riesgos. En el caso de la última producción presentada en el Liceu hay cierta ventaja ya que, por lo visto, las calamidades de la última ocasión en que este drama de caspa y espada se presentó escenificado en el entrañable coliseo de la Rambla eran difíciles de superar.

Para empezar está la ya tópica inconsistencia de la acción, sobre la cual es difícil afirmar si fue más culpable Verdi al elegirla, García Gutiérrez al parirla o Cammarano al tunearla. Aunque normalmente se apunta a ciertas incongruencias u oscuridades para lanzar el libreto a la basura, un servidor cree humildemente que no es ahí donde yace el quid de la cuestión, si no en la ausencia de carácteres capaces de competir con Violetta Valéry o Rigoletto por mencionar sólo las obras de la trilogía popular. Pero para tratar esas cuestiones doctores tiene la Iglesia.

El hecho de que la partitura contenga ciertos elementos un tanto “retro” como sus coros, cabalettas y demás hace que frecuentemente los directores de uso corriente le pierdan el respeto. Pero no acaba ahí todo: conseguir un reparto a la altura de las exigencias no está al alcance, en numerosas ocasiones, ni tan sólo de las casas de ópera más rutilantes. El cuarteto principal exige cantantes de notable virtuosismo si se quiere que la empresa consiga vender el producto que, aunque pueda parecer que no por la descripción hasta ahora expuesta, es de una belleza y una intensidad realmente magistrales. Verdi consiguió hacer más que bueno el producto.

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La puesta escena era responsabilidad de Àlex Ollé y apuntaba a la abstracción, opción casi obligatoria si no se quiere acudir al naturalismo medievalizante pero tampoco se desea concretar un cambio de época en toda la regla. Es cierto que el conjunto sugería un ambiente bélico del pasado siglo, pero sin entrar en excesivas concreciones. Jugó a favor de la fluidez de la acción sin estridencias y con algún toque irónico. A la espera de que alguien convierta esta obra a una dramaturgia de una plausibilidad que hasta ahora el que escribe no ha visto (es difícil obtener actuaciones matizadas de sus personajes) el resultado fue suficiente y no obstruyó el manar de la música, que es a lo que uno va cuando va a ver y escuchar Il trovatore.

Para la dirección musical el elegido fue Ricardo Frizza y aquí nos encontramos con el punto fuerte de la noche. La primera escena ya nos situó en un contexto instrumental elegante apoyado por un coro muy diligente. Luego todo se desarrolló felizmente y en la misma línea durante el transcurso del drama tanto en lo que se refiere a la orquesta como al coro, con la única excepción de un notorio descuadre en el difícil pasaje coral de la gran escena del Conte di Luna. Más allá de ese detalle el trabajo de Ricardo Frizza fue excelente y hay que subrayarlo porque sería bueno que la dirección artística del teatro siguiera contando lo máximo posible con este director para títulos del mismo autor y otros autores belcantistas (Bellini y Donizetti, para ser realistas respecto a las prácticas habituales en los establecimientos operísticos). Entre los momentos dignos de recordar figura con luz propia la escena de Azucena (“Stride la vampa”) y el posterior duo con Manrico (un “Mal reggendo” atacado con un vibrante acompañamiento de cuerdas).

Y llegamos a la clave de todo Trovatore que se precie: los damnificados cantantes, que tienen que combinar habilidades belcantísticas y rocosas heroicidades sin perder la compostura. Se trataba de aquello que el pueblo, pertinazmente irreverente, llama el “segundo cast”. Si conseguir prestaciones decorosas con el primer cast es tarea ardua y laboriosa, hacerlo con el segundo roza el milagro siempre que efectivamente el “primer cast” sea digno de ese nombre, cosa que el que escribe ignora. Hubo de todo en la viña del señor.

Manrico es de esos papeles que merecerían una pensión vitalicia para aquel que tenga el brío y la elegancia, los matices y los agudos, el timbre y el estilo. Yonghoon Lee posee el timbre (aunque ese es asunto de cada cual) y los agudos. Según qué sea lo que el tenor entienda por brío (que no es lo mismo que entiendo yo) pudiera ser que tuviera hasta eso. Lo que no tiene con toda seguridad es la elegancia, los matices y el estilo. La propia gestualidad del cantante revela una concepción del heroismo que (y eso se le tiene que reconocer) es perfectamente congruente con su canto. El resultado fue un Manrico sobreactuado, rudo y montaraz, sin ánimo de despreciarle al hombre la resistencia pétrea ante tanta dificultad: acaba la función tan fresco como la empezó.

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Una muestra clara de que el concepto de “segundo cast” (como tantas otras irreverencias populares) es injusto nos la ofreció Hibla Gerzmava en el papel de Leonora. Explicar las complicaciones de este papel sería redundante después de haber referido las de Manrico, pero al aterrador escenario hay que añadirle unas exigentes coloraturas. La soprano ruso-abkhaza, tal como ella se presenta, tiene esas cualidades si no a un nivel superlativo sí por lo menos en grado notable. Se mostró sobrada en su difícil aria del primer acto (“Tacea la notte placida”, “Di tale amor che dirsi”) y en general no solo no mostró debilidad alguna durante la función si no que además lo hizo con un estilo y una belleza tímbrica de lo más suficientes.

La suya fue, probablemente la actuación más brillante de la velada, pero vino acompañada también por un Conte di Luna muy destacable a cargo de Àngel Òdena. No sólo afrontó sólidamente el papel en sus notables exigencias si no que mostró la voluntad y la capacidad de dar una encomiable delicadeza a su recitativo de entrada (“Tace la notte”) y a la tan temida aria “Il balen del suo sorriso”. Un servidor había leído en alguna de esas críticas que corren por las redes que la aproximación del barítono catalán era del tipo vociferante y la verdad es que no puedo estar más en desacuerdo con esa apreciación. La aproximación de Òdena no buscó para nada ese tipo de barítono “macho” que todos conocemos y que lo mismo sirve para Giorgio Germont que para Compar Alfio. Se agradece.

Azucena es un papel que, si bien comparte con el resto de personajes una notable dificultad vocal tiene un algo demagógico que hace que le sea relativamente fácil obtener el favor del público. Judit Kutasi consiguió pasar la prueba, pero con una mayor discreción que los dos antes mencionados: menos sobrada que Gerzmava y menos refinada que Òdena, cumplió sin más. Krzysztof Baczyk ofreció un Ferrando discreto y baritonal y el resto de solistas (Maria Zapata como Ines y Antoni Lliteres como Ruiz) cumplieron eficazmente con su cometido.

En el balance general una dirección brillante y elegante por parte de Riccardo Frizza, secundada no sólo por la notable actuación orquestal si no también por un coro luminoso en sus famosas apariciones, ejecutadas con claridad, contundencia y bello timbre. A ello hay que añadirle un par de actuaciones muy satisfactorias.

Merece un último excurso la actitud del público. No es que el menda sea un amante de las expansiones emocionales desatadas (a no ser que estén justificadas, que no suele ser el caso), pero seguir un Trovatore con el silencio solemne de un Parsifal no parece que sea consecuencia de una especie de síndrome de Stendhal si no de un alarmante desconocimiento de la obra y sus convenciones. Mucha labor pedagógica tendrá que hacer la institución (y las instituciones) si quiere tener un público implicado e informado.