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Pálpito y corazón

22/04/24. Palau de la Música Catalana. Obras de Beethoven, Schumann y Dvorák. Jean-Guihen Queyras, violonchelo. Philharmonia Orchestra. Dirección muical.: Maasaki Suzuki.

Seducción romántica y vibrante espíritu eslavo se unieron en este placentero concierto del ciclo Palau 100. Director venerado y de porte bachiano, el reconocido japonés Masaaki Suzuki, sorprendió desde el inicio con una vibrante versión de la Obertura de la música incidental de Egmont de Beethoven. Lejos de una lectura académica o de bolo, Suzuki se involucró desde un enérgico podio en resaltar las aristas y potencia liberadora de la música de un Beethoven, admirador de Goethe, al que quiso seducir y convencer poniendo en música su tragedia sobre Egmont. La orquesta respondió con vibrantes secciones, un sonido compacto y sin miedo a las famosa furia beethoveniana, con unos tempi contrastados, un ritmo in crescendo y unos metales liberadores del profundo anhelo de libertad que contiene esta obertura en un palpitante inicio del concierto. 

El contraste llegó con la dulzura desde las cuerdas solistas del chelista canadiense Jean-Guihem Queyras, quien protagponizó el corto pero intenso Concierto para violonchelo de Schumann. Una obra de poco menos de media hora de duración, en un solo movimiento continuo, a pesar de estar indicado el nombre de los tres movimientos clásicos, aquí en la nomenclatura alemana que le otorgó el compositor.

Así pues el diálogo solista-orquesta, con un mediador y catalizador Suzuki, respondió al espíritu romántico de Schumann, con unas dinámicas fluidas y una especial atención al fraseo del solista, un empático y sensible Queyras. De hecho fue en un interiorizado segundo movimiento, el Langsam, donde el arco de Queyras se tornó más expresivo y colorista, con un sentido reflejo del melodismo de la partitura. Suzuki remarcó el diálogo del chelo con la orquesta con un especial cuidado de los volúmenes y los silencios. Envolvió al solista en una tersa atmósfera sinfónica de gran efecto que culminó con el enlace al último movimiento, un Sehr lebhaft (muy animado) conclusivo y triunfal. 

Queyras se recreó en la cadenza final, donde jugó con la fragilidad del sonido, los matices y una emisión del volumen, que si no fue especialmente pulposa si obtuvo matices y colores de hermosa ensoñación romántica. Los efusivos aplausos arrancaron como propina del chelista una melodía popular ucraniana, seguida por el preludio de la Suite número 4 BWV 1010 de Bach. Un segundo y breve bis de Kurtag, casi interrumpido por un publico ruidoso, cerró una actuación solista muy meritoria.

Con la vuelta al repertorio eslavo y la interpretación de la sexta sinfonía de Dvořák, Suzuki y la Philharomia demostraron una fuerte y brillante compenetración. Llena de un inspirado melodismo, marca de la idiosincrasia imaginativa y fantasiosa de Dvořák, la sexta sinfonía fluye como un rio donde los motivos bohemios, el folklore checo y la inspiración en la forma con los modelos de Beethoven y Brahms bien aprehendidos, conforman una sinfonía magnífica propia del genio de un compositor en plena madurez.

Suzuki remarcó la riqueza de la instrumentación sirviéndose de una Philharmonia Orchestra colorista, flexible y de una contundencia sonora rica en contrastes y en matices. Si en el primer movimiento destacaron uno metales con ecos wagnerianos, en el Adagio, la melancolía eslava fluyó gracias a unas maderas de contemplativa belleza, con un Suzuki muy claro con los matices y un fraseo que se recreó en lo bucólico del mensaje expresivo. El furiant o scherzo, el movimiento más característico de la sinfonía, fue una explosión orquestal donde los ritmos bohemios y la festividad folclórica inundaron la sala del Palau con una respuesta exhuberante de la formación inglesa. Un final extrovertido, con un torrencial Finale. Allegro con spirito, coronó un programa, donde el espíritu de Bach, la inspiración beethoveniana y las formas de Brahms, revolotearon desde el pálpito y el corazón sinfónico de un director y una orquesta en perfecta conjunción. 

La festiva reacción del público tuvo su recompensa con una elegantísima y sinuosa Danza eslava núm. 2 op. 72 de Dvořák, con el propio Suzuki al triángulo, en un final de idílico cierre.