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El gigante, la orquesta de dulce y la estéril tensión

Amsterdam. Concertgebouw. 25/04/2024. Obras de Gubaidulina y Tchaikovsky. Royal Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam. Antoine Tamestit, viola. Jaap van Zweden, director.

El viola Antoine Tamestit se ha convertido en los últimos años en uno de los solistas más demandados por las orquestas de medio mundo, y escuchándole, y viéndole, no me extraña absolutamente nada: es un verdadero gigante de la interpretación, no sólo a nivel de la viola hablando, sino que su maestría asombra como músico e intérprete a escala global. Abordó el concierto para viola de Sofía Gubaidulina, que fue estrenado en 1997 por Yuri Bashmet, con la Orquesta Sinfónica de Chicago dirigidos por Kent Nagano, y que con tan poco tiempo de vida, se está convirtiendo en un verdadero clásico o must en el repertorio del instrumento. La obra tiene un aire general lamentoso que le va muy bien al timbre de la viola, y tocado de forma tan espectacular como en la presente ocasión, es un concierto que se disfruta bastante y acaba seduciendo.

Comienza con un solo del instrumento solista donde aparece una de las piezas fundamentales con las que Gubaidulina construye su obra: los saltos de octava. Después del juego con un armónico artificial, entra la orquesta con una sugerente percusión. La viola sigue con una triste cantinela, y es después cuando la cuerda introduce el otro motivo o pieza con la que la compositora va a fijar la atención del espectador estructurando la obra: una serie de dos -a veces tres- células cromáticas de dos notas que tocan la mayor de las veces los violines. Son duplas que dan un aire calmo y un tanto irreal.

La primera mitad del concierto está llena de arcos largos y silencios dolientes, y es cuando entra el piano cuando la obra progresa en un crescendo que anima y cambia un tanto el clima de interioridad que predominaba. El citado culmen desemboca en una cadencia del solista que tras un pasaje de dobles armónicos da paso otra vez al motivo de duplas de notas antes descrito. A destacar después el pasaje donde el solista juega con notas trinadas por todo el registro del instrumento y se lo pasa a la orquesta produciéndose un nuevo gran crescendo con el clave como instrumento añadido.

Curioso y bello el ‘coral’ que tres tubas wagnerianas tocan al final de la obra creando, junto con la percusión y los col legno de la cuerda, un ambiente muy particular y evocativo. En la obra también interviene un cuarteto de cuerda afinado un cuarto de tono mas bajo, pero su intervención no se deja notar demasiado. 

La parte solista es muy exigente y larga, y Tamestit consiguió no sólo dar una sensación sobrada de facilidad y suficiencia, sino enriquecer de manera soberbia con infinitas formas de ataque, zonas de apoyo, y velocidades de arco, un discurso solístico escrito por Gubaidulina que, si no, podría llegar a cansar un tanto, sobretodo en su primera mitad. Difícil, muy difícil, escuchar mejor tocado este concierto. La Orquesta del Concertgebouw aportó una tímbrica deslumbrante, rica a mas no poder, y Jaap van Zweden dirigió de forma muy ordenada y efectiva. 

Nada más comenzar la segunda parte del concierto con la cuarta sinfonía de Tchaikovsky nos llegó la sonoridad sin estridencias de las trompas en el famoso primer motivo llamado muchas veces ‘del destino’. Sonido rico, dúctil, que luego  recogerían las trompetas. Maravillosos también, después, clarinete y fagot en su unísono rematando con un diminuendo de libro. A este respecto hay señalar también el bellísimo pianisimo de cuerda y un soberbio timbal, que mas que marcar acariciaba con sus baquetas como si fuese terciopelo. Señores: es la Orquesta del Concertgebouw qué les voy a contar, pura lujuria sonora para los oídos.

El director Jaap van Zweden sorprendió con una actitud un tanto sobreexcitada, con un gesto más bien desgarbado y un punto crispado de más y de continuo. Así, su casi perpetua petición en pos de una agitación que -es verdad- casa bien con Tchaikovsky, curiosamente cayó en saco roto por la saturación en la demanda, y muchas veces el discurso llegó anodino, sin voltaje. Era como aquel que pide, controla, e intenta dominar tanto y a cada rato, que acaba por ser ignorado por aburrimiento. Es verdad que se consiguieron muy bellos momentos, van Zweden es muy buen músico (concertino de la Concertgebouw durante muchos años) y la orquesta tiene una disciplina y una maestría orquestal que es muy difícil parar, y eso siempre prevalece; pero esa citada crispación se notó en varios momentos, como en los acelerones en los que se cayó en varios puntos del movimiento inicial. 

El segundo movimiento comenzó con otra demostración de infinita clase y superioridad instrumental de la orquesta en el inicial tema del oboe, fraseando éste de forma maestra, sabiendo dejar su estratosférica clase en el sonido y en la manera de hacer cada nota. Como muestra la forma de quedarse y subrayar una nota clave y en la medida justa; muy difícil escuchar ese solo mejor tocado. Jaap van Sweden concibió el movimiento con buen criterio sin ‘agujeros’ y de continuo, pero con un punto de falta de respiración. Estupendo el clarinete en el segundo tema y de no creerte el diminuendo final de los violonchelos en su frase. Maravilloso. 

Magníficos los pizzicati en el tercer movimiento, quizá el mejor conseguido de todos, con una cuerda haciendo magia con sus dedos y pellizcando de forma mórbida y sedosa difícil de olvidar, y bien concebido el trío central en sus pequeñas retenciones que acrecentaron un tanto su sabor más popular. El cuarto sobrevino a toda mecha, a una velocidad supersónica; y pasó, la verdad, sin pena ni gloria. A la orquesta se la puso al límite, y la pretendida brillantez se volvió en contra como un bumerán por la falta de preparación tensional. No hubo progresiones, ni prácticamente cambios, y el movimiento pasó como un tren que va a toda velocidad, y el paisaje se torna imposible de visualizar. 

En definitiva: algunos buenos momentos, una orquesta pluscuamperfecta, y mucha prisa y tensión de más. ¡Ah! y el ‘gigante’ Tamestit, ni tan mal.