• © Bernd Uhlig
  • © Bernd Uhlig
  • © Bernd Uhlig
  • © Bernd Uhlig
  • © Bernd Uhlig
  • © Bernd Uhlig
  • © Bernd Uhlig

Sonya, donde vieni?

Berlín. 22/12/15. Staatsoper im Schiller Theater. Verdi: La traviata. Sonya Yoncheva (Violetta Valéry), Saimir Pirgu (Alfredo Germont), Simone Piazzola (Giorgio Germont), Cristian DAmian (Flora Bervoix), Katharina Kammerloher (Annina), Florian Hoffmann (Gastone), Dominic Barberi (Barone Douphol), Gregory Shkarupa (Marchese D´Obigny), Jan Martinik (Dottor Grenvil). Dirección de escena: Dieter Dorn. Dirección musical: Daniel Barenboim.

Habíamos escuchado con anterioridad a Sonya Yoncheva en varias ocasiones, bien como Marguerite de Faust en Londres, bien como Juliette de Gounod en Viena y en Madrid. En ambas ocasiones nos había dado la sensación de ser dueña de un material privilegiado, poderoso y bello, administrado sin demasiada medida, sin plegarse del todo a las indicaciones dinámicas y al estilo de la partitura. No obstante la intérprete, que no parece alocada en demasía, se antoja bien consciente de su patrimonio vocal, a todas luces privilegiado, y ofrece hoy un canto mucho más aquilatado. Debo decir que la sorpresa ante su sobresaliente Traviata ha sido mayúscula, porque el retrato de Violetta Valéry que firma es verdaderamente digno de recordarse. 

La voz de la soprano búlgara es ahora redonda, firme y dúctil, de una riqueza armónica que abruma. Y Yoncheva la ofrece además con una generosidad desbordante, casi en un derroche. No hay un su canto no obstante un exceso de ímpetu, tampoco un tinte verista, pero sí es cierto que canta sin medirse apenas, como sin freno, en una entrega tan plena que no sabemos cuantas Traviatas más aguantará su garganta. Bendito derroche, por otro lado; que no es tanto inconsciencia como ausencia de miedo, seguridad de una intérprete que transmite en todo momento sentirse segura y cómoda con lo que se trae entre manos. 

Como decíamos hay contención en su canto, por descontado; por ejemplo una bella messa di voce cada vez más regulada y expresiva (estremecedor el “Dite alla giovine” en un hilo de voz regulado a placer). Así las cosas no hay ahora mismo una voz de soprano lírica con semejante extensión, homogeneidad y plenitud (el sonido en el agudo es extraordinario). Yoncheva canta además siempre sobre el aliento, bien administrado, sin fatigarse, con un sonido que flota y envuelve. La voz además tiene en todo su caudal idéntica claridad, esmalte y brillo.

Es cierto que no corona el primer acto con el consabido y esperado sobreagudo pero, francamente, Violetta Valery es muchísimo más que una nota aislada al final de una escena, y no son pocas las sopranos que cantan Traviata porque tienen esa nota pero no ofrecen al cabo nada más como Violetta. En el caso de Yoncheva el sobreagudo no será una de sus virtudes (el agudo sí, por descontado, grande y timbrado), pero sí nos sorprendió para bien la soltura y teatralidad con que asume el canto florido del primer acto, donde intuíamos que podía tener más dificultades para resolver con certeza la partitura. Pero además del derroche de medios, convence Yoncheva por la forma en que se apodera por completo de personaje hasta hacerlo suyo sin que quepa apenas desdoblar al rol de la intérprete. Todo el primer acto está en las antípodas del canto mecánico e inane al que algunas sopranos, casi todas ligeras, lo reducen, más pendientes de las notas que del pathos que respira el personaje ahí. El temperamento del segundo acto cae como un guante a los medios y maneras de Yoncheva, tremenda en el “Morro” que dirige a Germont. Por último, el tercer acto es un compendio de todas las virtudes anteriores, con una fusión consumada entre palabra y música (memorable el “Gran Dio, morir”), entre canto y actuación. La ópera, en suma, ni más ni menos, encarnada en una intérprete que está en el momento adecuado y en el lugar adecuado. 

Así, sólo cabe aplaudir entusiasta ante el resultado final, que no fue otro que el de una Violetta memorable, a buen seguro una de las mejores que haya escuchado nunca en un teatro. A este respecto, es inevitable acordarse de Anna Netrebko y su no tan distante Traviata, esa que deslumbró a propios y a extraños en Salzburgo junto a Villazón. Serán elucubraciones mías, pero no me extrañaría que Netrebko, que es bien avispada, hubiera intuido que la joven soprano búlgara le podía pisar fuerte los talones, y de ahí su replanteamiento de repertorio y su negativa a cantar algunos papeles concretos, como Desdemona, donde precisamente Yoncheva brilla con luz propia, como acaba de demostrar en el Otello del Met. Qué interesante sería ahora que Netrebko retomase el papel de Violetta, con la evolución operada en su instrumento y en su temperamento, para que pudiésemos así comparar.

En recambio de Abdellah Lasri (indispuesto, según la versión ofiicial, pero no es menos cierto que abucheado en la premiere) Saimir Pirgu en el primer acto mostró evidentes dificultades para moverse por encima de las notas de paso. La situación mejoró un tanto en el segundo acto, la voz ya más caliente y entonada, el intérprete más cómodo y confiado, tirando más de ardor que de lirismo. Sin alardes, más por teatralidad que por lo primoroso de su línea de canto, que fue poco más allá de un hermoso “Parigi o cara”, Pirgu firmó al cabo un creíble Alfredo, al que faltó firmeza en el agudo y un fraseo más aquilatado y menos gallardo.

Algo semejante paso con Simone Piazzola que no mostró todas sus armas de hecho hasta el “Di Provenza” (maravillosamente acompañado por Barenboim, dicho sea de paso) con una voz que hasta entonces tendía a quedarse atrás, roma y nasal las más de las veces. El fraseo y la línea de canto son no obstante de muy buen cuño, como dejó patente en un estupendo dúo con Yoncheva, perfilando al personaje acento por acento, palabra por palabra. La juventud de Piazzola (Verona, 1985) tampoco ayuda, en el plano físico, a la verosimilitud entre el rol y su intérprete, pero no deja de ser ésta una consideración menor y secundaria.

La producción de Dieter Dorn sabe a poco para lo que parece prometer cuando se alza el telón, con un código minimalista que no termina de desarrollarse y se queda más bien en una parquedad de ideas solapada por una parquead de medios. Dorn centra toda la atención, como es lógico por toro lado, en la figura de Violetta Valéry, pero  sin una intérprete esmerada y entregada como Yoncheva la propuesta quedaría todavía más hueca y ayuna de ideas. Desde el comienzo vemos como un gran reloj de arena va marcando el paso del tiempo y así transcurre durante toda la representación hasta que cesa conforme Violetta muere y desaparece de escena, al tiempo que todos los personajes presentes en el último cuadro la abrazan.  

La representación transcurre toda ella sin descansos, en un continuo casi angustioso que facilita la sensación de acabamiento que consume la vida de Violetta, precisamente como nos recuerda ese reloj de arena antes citado. Sin embargo, ante las manos de Dorn pasan por ejemplo sin pena ni gloria todas las escenas corales que cierran el segundo acto, que casi sonrojan por la torpeza con que son resueltas, en una huida hacia adelante en la que el director de escena desnuda sus limitaciones. 

Aunque bien pensada, ante su parquedad de medios e ideas, bien podría ser poco más que una Traviata de un teatro menor, sin mayor pena ni gloria, producción de Dorn tendrá seguramente la virtud de ser poco costosa, atinando con su economía de medios, por lo que estará llamada a reponerse con facilidad y presteza dentro del frenético calendario de la Staatsoper de Berlín. Sea como fuere, el trabajo de Dorn (vieja vaca sagrada del teatro alemán) se advierte sobre todo en la dirección de actores, precisamente lo que se disolverá antes de su propuesta cuando se reponga. Este trabajo sustituye a la anterior producción de La traviata que tenía la Staatsoper de Berlín, firmada por Mussbach en 2003 y estrenada con las voces de Schäfer, Villazón y Hampson en cartel, también entonces con Barenboim.

En el foso de esta función, la segunda tras el estreno, Daniel Barenboim asumía el papel de un acompañante distinguido, que sabe estar en un segundo plano pero que no renuncia a su esporádico protagonismo, con detalles marca de la casa aquí o allá. Con un sentido innato de la melodía, fluida y siempre cantabile, Barenboim acompaña con una proximidad constante a los solistas, sin renunciar no obstante a ofrecer una versión musical que suena siempre teatral, vibrante e intensa, con un lirismo nunca lánguido o indiferente. Se ha rumoreado que la salud un tanto mermada de Barenboim durante los ensayos hizo que buena parte de estos recayeran en manos de su asistente Domingo Hindoyan, a la sazón esposo de Sonya Yoncheva. Sea como fuere, la orquesta como tal es una creación casi personal de Barenboim, lo mismo que su cohorte de asistentes, que probablemente sean más que diestros a la hora de hacerle en trabajo sucio, si nos permiten la expresión. La versión musical ofrecida, por cierto, no abre ninguno de los cortes posibles y es en este sentido bastante escueta y corta de miras, al menos comparando con los afanes de restitución que vienen presidiendo la interpretación verdiana más reciente, como con Chaill y en la Giovanna d´Arco del Liceo. Conviene loar la exquisita dicción en italiano demostrada por el coro titular d ella Staatsoper, al que podía entenderse palabra por palabra, con exquisita articulación de las consonantes dobles, esas que tantos grandes solistas obvian a menudo.

Comentario al margen merece el affaire Mandelli, con el que propios y extraños han exagerado, en una impropia demagogia, más pública del amarillismo de sociedad que de la prensa musical propiamente dicha. Se cuenta que Luisa Mandelli -ya saben, la Annina que cantó con Maria Callas, hoy ya nonagenaria, con la que Barenboim iba a contar en esta nueva producción- fue relegada de la producción por no estar en forma para enfrentarse a la escenografía -nada compleja, por otro lado-. Por lo visto, el propio Barenboim se lo comunicó en su despacho, lamentando la situación y diciéndole que podía regresar a su residencia en Milán. Los dimes y diretes apuntan incluso que la pobre Mandelli tuvo que costearse el viaje de regreso a Italia. No deja de ser sintomático que en una producción de Traviata se centre tanta atención por parte de algunos medios en el personaje de Annina... Seguramente la buena de Mandelli no daba el mínimo vocal para no hacer el ridículo (cosa muy lógica habida cuenta de su edad) y Barenboim se limitó a cuidar su reputación apartándola de la producción con una excusa cualquiera que no hiriera en demasía sus sentimientos. Y eso es todo, me atrevo a suponer; lo demás leído aquí y allá son ganas de hinchar y sostener una polémica que no va a ninguna parte.