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Los tenores y las personas

Pamplona. 10/06/2017. Baluarte. Obras de Rossini, Mozart, Leoncavallo, Puccini, Massenet y Verdi. Juan Diego Flórez, tenor. Vincenzo Scalera, piano.

Pocos recordarían ayer en Baluarte que la primera actuación de Juan Diego Flórez en la capital navarra tuvo lugar en 2004, en ese mismo auditorio y de la mano entonces de AGAO, en una versión en concierto de La donna del lago de Rossini, precisamente con Gregory Kunde en el reparto, quien actuó esta misma temporada en Pamplona. Hace ya casi nueve años años, en noviembre de 2008, Juan Diego Flórez ofreció un recital en solitario en Baluarte, entonces con la Sinfónica de Navarra y bajo la batuta de Christopher Franklin.

Desde entonces el tenor peruano ha edificado una de las trayectorias tenoriles más sólidas, respetables e imponentes de las últimas décadas. Pero no es menos cierto que la voz y el repertorio de Florez ha cambiado un tanto en este tiempo. En el último lustro ha retomado con éxito el Duque de Mantua en Rigoletto (Verdi) y ha debutado un amplio panorama de roles que no se enmarcan ya en el horizonte genuinamente belcantista de toda su trayectoria anterior, excepción hecha del Edgardo en Lucia di Lammermoor (Donizetti) y del Arnold de Guillaume Tell (Rossini). Me refiero a óperas como Roméo et Juliette (Gounod), Werther (Massenet), La favorite (Donizetti), Orfeo ed Euridice (Gluck) o Raoul de Les Huguenots (Meyerbeer). Además, en el horizonte tiene ya apuntado su debut con el rol protagonista de Les contes d´Hoffmann (Offenbach) en Monte-Carlo o el Alfredo de La traviata (Verdi) en el Met.

Todo esto, dejando atrás ya el Ramiro de La Cenerentola (Rossini), el Almaviva de Il barbiere di Siviglia (Rossini), el Elvino de La sonnambula (Bellini), el Tonio de La fille du régiment (Donizetti) o el Nadir de Les pêcheurs de perles (Bizet), al que nunca terminó de coger el punto; y manteniendo algunos roles como el Ernesto de Don Pasquale (Donizetti), el Rodrigo de Otello (Rossini) o el Giacomo de La donna del lago (Rossini). Curiosamente, su agenda desde aquí a final de año no incluye ninguna representación escenificada; todo son recitales a piano y conciertos con orquesta, a excepción de unas funciones de Lucrezia Borgia en Salzburgo, en versión concierto.

El viraje de repertorio es obvio aunque la transformación de su instrumento, me atrevo a apuntar, lo es menos de lo que pudiera parecer. La inusitada belleza del timbre sigue intacta. El instrumento es hoy aún increíblemente homogéneo y la emisión sigue siendo firme y segura. La voz de Flórez ha ganado un centro más sólido y amplio pero ha perdido, todo hay que decirlo, cierta fantasía y virtuosismo en las agilidades; así como el sobreagudo suena a veces más duro y tenso que antaño, cuando era descollante y espectacular.

Así las cosas, la voz de Flórez es claramente la de un tenor en transición, no sabría decir si natural o un tanto forzada, obligándose el tenor peruano a un viraje interesante y valiente aunque motivado no tanto por el cambio de su voz como sí quizá por cierto tedio con un repertorio en el que lo ha dado todo y en el que estaba condenado a no estar a la altura de sí mismo en sus mejores años.

Con todo lo dicho confieso que me cuesta todavía escuchar a Flórez en este nuevo repertorio. De forma inconsciente, su timbre sigue aún asociado a esos roles más ligeros; el color de la voz no tiene aún -seguramente no lo tendrá nunca- ese giro dramático que convendría a algunos de sus nuevos papeles. Escuchando su Raoul en Les Huguenots, por ejemplo, constantemente me venía el recuerdo de su Tonio en La hija del regimiento. El recital presentado en Baluarte es un ejemplo paradigmático de la situación de Flórez, que sigue siendo un grande aunque inmerso en esa citada transición, en la que se dejan entrever algunas luces y sombras.

A diferencia de lo que sucede con las canciones de Tosti y con las de Leoncavallo, incluidas de hecho en la segunda mitad del concierto, las canciones de Rossini no tienen por lo general un atractivo semejante. Su papel en este recital fue, claramente, el de una introducción a modo de calentamiento. Dejaron paso a dos arias de Mozart, el “Ich baue ganz" de El rapto en el serrallo y el “Vado incontro al fato estremo" de Mitridate, que el propio tenor se encargó de aclarar que ya no se atribuye al compositor salzburgués sino a Quirino Gasparini, quien puso en escena este mismo título en 1767.

Sea como fuere, este par de arias sirvieron para responder a una pregunta que me he hecho durante años en torno a Flórez: ¿por qué no canta Mozart en escena? A priori se diría una voz ideal para roles como Don Ottavio (Don Giovanni), Tamino (La flauta mágica) y Ferrando (Così fan tutte), incluso para partes más impetuosas como Mitridate o Tito. Pero hay tanta premeditación a veces en el canto de Flórez, está todo tan en su sitio y tan poco libre, fluye de un modo tan cerebral su canto en ocasiones que termina por ser un tanto apático. Limpio, perfecto y redondo, pero distante; y eso Mozart no lo aguanta. 

Cerraba la primera parte la escena de Rodrigo en el Otello de Rossini, una pieza que Flórez ha hecho suya desde hace ya varios años. Recuerdo perfectamente cómo la bordó hace un par de temporadas en la Scala de Milan. En esta ocasión todo sonó menos fácil, menos virtuoso, menos ágil; en fin, menos paradigmático, que es como cabía calificar su Rossini hasta la fecha. No hablamos de una recreación mediocre, siquiera criticable, ni mucho menos. Pero sí por debajo de sí mismo hace apenas un par de años.

La segunda parte venía prologada por tres canciones de Leoncavallo en las que Flórez pareció empezar a soltarse un poco más, con un instrumento menos duro y más fluido. Algo que confirmarían las dos piezas de Puccini incluidas a continuación, el “Avete torto… Firenze è come un albero fiorito” (Gianni Schicchi) y “Che gelida manina" (La bohème). Esta última fue probablemente la mejor recreación de todo el recital: bien medida, segura, con un impecable Do coronando la pieza y con una voz que se movía a placer por frases como el “Talor dal mio forziere”, recreada con una voz plena, brillante y un fraseo bellísimo.

Completaban este último tercio del recital tres arias más, todas ellas fuera del repertorio tradicional de Flórez. Por un lado el “Pourquoi me réveiller” de Werther, papel que ha cantado con éxito esta misma temporada en Bologna y Zurich. La pieza se ajusta bien a la actual naturaleza vocal de Flórez, si bien se advirtió alguna leve aspereza en el ascenso al agudo, que no sonó todo lo brillante y desahogado que cabía esperar. Mucho mejor, impecable de hecho, fue la recreación de “La mia letizia infondere" de I Lombardi de Verdi: pletórico, confiado, paladeando el texto a placer y coronando la pieza con un agudo limpio y fácil. Cerraba el recital el “Lunge da lei… De miei bollenti… O mio rimorso” (La traviata). La escena cuadra a las mil maravillas con la vocalidad actual de Flórez, beneficiándose de ese centro ahora más generoso y de ese primer agudo fácil, brillante y pleno. Como era de esperar, Flórez coronó la escena y el recital con un sobresaliente Do de pecho en la cabaletta.

Dos anécdotas marcaron esta segunda parte del recital. Por un lado, Flórez pidió ausentarse un instante para ir al baño, sentenciando con un divertido: “los tenores también somos personas”. En segundo lugar, antes de acometer la escena de La traviata se dirigió al público y dijo que tenía una flema alojada en la garganta, de la que no conseguía deshacerse desde hacía un rato. “Lo peor que le puede pasar a un tenor es saber que tiene una flema y temer que salga, precisamente, cuando subes al agudo”. Y así fue, justo cuando acometía la frase de “le pompose feste", la flema se cruzó y obligó al tenor a retomar la escena desde el principio. Toda esta situación transcurrió con desenfadado y cordialidad, con un Flórez que se mostraba tranquilo y confiado, muy lejos ya de esa imagen más aterida y nerviosa que solía trasladar hace apenas un lustro -recuerdo perfectamente su cara de circunstancias en Los pescadores de perlas del Teatro Real, donde no lo pasó nada bien-. Es curioso comprobar esa amalgama casi contradictoria de premeditación y naturalidad que hay en Flórez. Su canto es a veces algo tan estudiado y controlado, que impide que fluya; en cambio, en otras ocasiones, consigue transformar ese control absoluto en algo mágico.

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El recital tuvo casi una tercera parte a base de propinas. Nada menos que seis, tres de ellas con Flórez guitarra en mano (La flor de la canela, Cucurrucucú paloma y Sólo le pido a Dios) y otras tres al piano con Vincenzo Scalera (La donna è mobile, Te quiero morena y Pour mon âme). Scalera, por cierto, se limitó durante el concierto a brindar un acompañamiento discreto, muy en segundo plano, con un piano que tenía la tapa apenas entreabierta, lo mínimo posible. Flórez consiguió poner en pie a todo el aforo de Baluarte, con una entrega y generosidad incuestionables. El tenor peruano ha escrito ya su nombre en la historia de la lírica y el actual momento vocal que atraviesa, por más incertidumbres que pueda deparar, no es sino el desarrollo lógico de quien lleva ya veinte años sobre los escenarios. Aunque hay aspectos en su voz que ya no funcionan como hace una década -cosa perfectamente lógica-, no es menos cierto que hay algunos hallazgos interesantes por el camino. Como el propio Flórez apuntaba, y aunque a veces pudiera parecer lo contrario, los tenores también son personas y tienen derecho a buscar, a equivocarse y a arriesgar; porque a buen seguro, quien no arriesga, no gana. Seguramente Flórez nunca soñó con cantar un rol de Meyerbeer cuando empezó su trayectoria profesional. Ojalá el futuro sea próspero para quien durante un tiempo fue el rey de los tenores.

* No dejen de conocer y apoyar el proyecto solidario impulsado por Juan Diego Flórez en su país natal, Sinfonía por el Perú.