martin frost mats backer

Un ángelus de la catástrofe

Barcelona. 8/11/17. Auditori. Debussy: Première rhapsodie. Brahms: Sonata núm. 2 en mi bemol mayor op. 120 núm. 2. Messiaen: Quatour pour la fin du temps. Martin Fröst (clarinete), Martin Funda (violín), Peter-Philipp Staemmler (violonchelo), Henrik Måwe (piano). 

La sala “Oriol Martorell” del Auditori se quedó pequeña para tanto, en la segunda cita de la temporada de cámara. Y no me refiero con ello a una afluencia de público que calificaría de discreta, vergonzosa si tenemos en cuenta la oportunidad que suponía celebrar Debussy, Brahms y especialmente Messiaen, en una pieza antológica del siglo XX a cargo de un intérprete de la talla del clarinetista Martin Fröst junto a dos miembros del emergente Armida Quartett (Martin Funda y Peter-Philipp Staemmler) y el pianista sueco Henrik Måwe. No nos cansaremos de decir, los que procuramos no mirar hacia otro lado, que la música de cámara es el martillo que golpea los tendones musicales de una ciudad, diagnosticando la respuesta, los “reflejos” y la salud de esta. Y la nuestra, la de Barcelona, es la de un moribundo sin excusas ni atenuantes. El tiempo inapelable dirá si exageramos pero por favor, no nos hablen más de precios, huelgas, compromisos, horarios. 

El programa dejó para la segunda parte la intensidad del Quatuor pour la fin du temps, comenzando con una Première Rhapsodie para clarinete y piano donde el matiz de suavidad íntima tan acorde al propio carácter debussysta junto a esa vaguedad encantadora de filiación con su anterior La mer –y tan poco entendida por la crítica de la época– fue magistralmente trazada por Fröst, eligiendo una lectura muy habitual en él: plástica, escénica, en diálogo corporal con expresiones de la danza. Nada que objetar en el camino hacia un sonido rotundo y estable, con un logrado refinamiento tímbrico sobre el colchón que ofrecía Henrik Måwe. Eso sí, ya en la sección central de la pieza pudo anticiparse una excesiva presencia del piano, que sería más perjudicial aún en la Sonata de Brahms, meticulosa y densa en la escritura pianística. 

Esa meticulosidad de Brahms superó en ocasiones la igualdad y alternancia de planos sonoros, y en especial en un aparatoso Allegro appassionato el piano sepultó en excesivas ocasiones al clarinete. De este se pudo apreciar la fluidez y el bello cantabile expresivo y sutil en el primer movimiento, así como un sonido tan homogéneo, fluido como transparente en un deslumbrante allegro final. 

Todo un reto hermenéutico representa este particular Cuarteto para el fin de los tiempos escrito y “estrenado” en condiciones extremas. Con Messiaen al piano en las inmediaciones de Görlitz, donde se encontraba el campo de prisioneros en el que el compositor francés decidió sobrevivir como entre otros lo hizo un violinista, un clarinetista y un violonchelista. La inmaterialidad espiritual, acrónica, que disuelve el desarrollo temporal a través de una elaboración rítmica y armónica muy personal materializa una voluntad de autoconstricción angustiante. El parámetro tímbrico es decisivo, pero sólo es una derivación, una consecuencia inevitable de las atmósferas que el maestro francés logra dibujar con muy pocos elementos, debatiéndose en espacios temporales que se disuelven para coagular en tiempos espaciales de un fragilidad aterradora y de altísima dificultad para el intérprete. Por encima de ella estuvieron los cuatro: Staemmler se desenvolvió con gran prestancia desde esa “Liturgia de cristal” en la que Messiaen hace caminar el violonchelo por un desfiladero de armónicos y emocionó en la sobrecogedora “Alabanza a la eternidad de Jesús”. El violín de Martin Funda, dotado de una amplia gama de colores también lo hizo en la descarnada “Alabanza a la inmortalidad de Jesús” que cierra la obra, mediante un vibrato lírico y elocuente hasta dejar flotando ese mi agudo que se desintegra en un calderón. Junto a ellos el piano de Måwe fue un comentarista preciso en lo rítmico y sensible en lo elíptico, dibujando con equilibrio y riqueza de contrastes las atmósferas que envuelven el lirismo de los solistas que alternan su aparición. Para el “Abismo de los pájaros” Fröst reservó una administración extrema de las dinámicas, incontrolable en manos de otro intérprete, que a través de un dominio magistral de la respiración logró detener el tiempo proyectando un sonido que no parecía proceder de la campana del instrumento, sino del techo de la sala o quien sabe si de más arriba. Pero fueron quizás los silencios lo más asombroso, la densidad de los silencios trascendentes que el clarinetista sueco rodeó para que hicieran presencia casi material entre escenario y el público. 

Por encima de todo la cohesión (desplegada con rotundidad en la rápida secuencia de semicorcheas que se agitan durante la “Danza de la furia para las siete trompetas”), tanto como la honestidad y entrega nos permitió escuchar una interpretación emocionante y única, acercándonos la erótica salvaje que late en el sagrario místico de esta partitura capaz de mirar de frente a la nada. Una versión vehemente y plástica de un carácter personal y sugestivo, entre el tono crepuscular del Ángelus de Millet y el Ángelus novus de Klee, donde Walter Benjamin descubría ese ángel que de espaldas al futuro veía un cúmulo de ruinas creciendo hasta el cielo; una deformación de las caricaturas contra el Emperador Guillermo reducido a monstruo que devora acero, devenido en ángel-máquina cuyo silencio ensordece. De la misma manera, el espeluznante Quatuor pour la fin du temps no dice, afirma o predica una escatología de la que más allá del mensaje cristiano que puede decantarnos hacia la salvación, no sabemos con certeza si conduce a la catástrofe. Sólo muestra: ahí descansa el enigma que con una comprensión profunda estos cuatro intérpretes lograron materializar y redescubrir casi ocho décadas más tarde de que Pasquier, Le Boulaire, Akoka y Messiaen lo hicieran retumbar en la ignominia de Görlitz y veinticinco años después de la muerte del compositor francés. La tesis viene después, aunque las palabras de una aportación crítica como la que intentamos casi se desintegren como setas podridas. Es casi imposible poner palabras a la catástrofe cuando suena con tanta verdad y contundencia, y no necesita de nada más. Aquellos prisioneros que escuchaban para sobrevivir lo entendieron, nosotros quizás ya no

Foto: Mats Backer.