Damrau MariaStuarda Zurich M.Rittershaus 

En buenas manos

Zúrich. 09/05/2018. Opernhaus Zürich. Donizetti: Maria Stuarda. Serena Farnocchia (Elisabeth I), Diana Damrau (Maria Stuarda), Pavol Breslik (Roberto, conde de Leicester), Nicolas Testé (Giorgio Talbot), Andrzej Filonczyk (Lord Guglielmo Cecil), Hamida Kristoffersen (Anna Kennedy) Dir. escena: David Alden. Escenografía y vestuario: Gideon Davey. Iluminación: Martin Gebhardt Dir. musical: Enrique Mazzola. Philharmonia Zürich. Coro de la ópera de Zúrich. 

El mundo de la lírica está lleno de retos y sin duda uno de los más reverenciados es el de las tres reinas de Donizzetti: Maria Stuarda, Elisabetta (en Roberto Devereux) y Anna Bolena. Las tres exigen no sólo capacidades vocales, sino una madurez interpretativa nada desdeñable, dado sobre todo el corte dramático del envite, y por ello es importante elegir el momento (y por qué no, el lugar) para afrontar cada uno de los personajes. Por ese camino pasaron grandes de la lírica, algunas aún en activo, como Gruberova, otras ya parte del olimpo de la lírica, como Callas o Sutherland y las comparaciones, aunque odiosas, sabemos que siempre estarán al otro lado de la esquina.

Hablemos antes del lugar, que aún no había tenido el privilegio de pisar. Con unas 1100 butacas, y aires de pequeño teatro barroco la Opernhaus de Zúrich es una de esas escenas que pueden ayudar a organizar ideas a cualquier cantante. En primer lugar por sus dimensiones relativamente reducidas – la mitad que teatros como la Staatsoper de Múnich – y su consecuente caja, desde la que las voces proyectan sin aparente esfuerzo.  A sus cualidades acústicas le hemos sumar aquellas que otorgan los ingredientes autóctonos, una orquesta equilibrada, con el director italiano Enrique Mazzola al frente, de un sonido cálido y contenido y un coro de parcas cualidades teatrales pero más que ávido en su faceta instrumental. Por último destacaría el público, ni particularmente exigente ni particularmente expresivo, en el buen sentido de la locución. No parece dado a ovaciones cuando éstas estarían justificadas ni a reproches cuando se merecen, deja normalmente fluir el espectáculo y sólo tienden a expresarse con vehemencia tras la caída del telón. Eso desde luego apacigua los nervios de cualquiera que se encuentre lidiando en escena.

Es evidente que Diana Damrau conoce las cualidades del continente en el que decidió iniciar el mencionado reto, para el que por otra parte lleva demostrando desde hace algún que otro lustro cualidades vocales más que suficientes. En Zúrich se presentó con una voz brillante, ligera y flexible, en aras de abrazar la siempre compleja coloratura donizettiana y de afrontar sus expresivas dinámicas y legati. A esas cualidades Damrau le sumó unas tablas en escena que permitieron a la soprano alemana desequilibrar la balanza hacia los lances teatrales del libreto, capeando con holgura los vaivenes emocionales a los que Donizetti somete a la reina de Escocia. Pude ver con antelación extractos de sus prestaciones anteriores a esta representación y la evolución es exponencial, como por otra parte cabe esperar de una artista de estas dimensiones. Damrau afrontó sin hesitar a su primera Reina cuando realmente tocaba, ni antes ni después, y en un sitio seguramente adapto, y aquellos pequeños flecos que se pudieron evidenciar, en parte achacables a la lectura del director de escena, serán seguro en breve harina de otro costal. Por todo ello nos congratulamos, porque pocos placeres mayores puede haber en el mundo de la lírica que escuchar a las reinas en buenas manos. 

La apuesta escenográfica de David Alden peca de cierto simplismo en el primer acto, y de repetitiva en el segundo. Toda la trama se desarrolla frente a las grises paredes desnudas de un Castillo cubiertas en ocasiones por un telón azul, en aras de convertirlas en espacio interior, o jalonadas por una contenida naturaleza sobre ruedas, para mutarlas en exterior. Únicamente al final cae un muro negro en el que Maria parece escribir las tribulaciones previas a su irremediable camino al patíbulo. 

Ninguna de las monarcas pareció encontrarse en su salsa con lo que Davey había diseñado para la escena, llegando incluso a situaciones que rozaban la ridiculez, como medio caballo blanco haciendo las veces de trono para monarca inglesa, ahora abatido cual figura de playmobil, ahora recto mientras la reina se sentaba a horcajadas (como correspondía) a unos dos metros y medio de altura, soportando una corona formada por cuernos de alce y velo negro (sin comentarios). En el segundo acto son tan excesivas cuan innecesarias las alusiones al conocido final de Stuarda, como si no tuviese ya claro el público que es lo que iba a pasar con la rehusada aspirante al trono. Del óculo omnipresente en el techo baja en esta ocasión no una lámpara – presente en las escenas interiores – sino un esqueleto de dimensiones adaptas al mencionado equino. Y ahí es donde Alden se roza la ridiculez, al exponer con excesivo sarcasmo un texto cuya lectura hasta ahora rozaba lo anodino. Semejante contraste es difícil que se sostenga sin la debida transición y, por si queda alguna duda, no la hubo. Adapto se mostró sin embargo el contrastante vestuario que Gideon Davey  pone en juego para las reinas, Elisabetta con un vestido que muta de negro a rojo vino, y Maria con un traje satinado amarillo que sustituye por uno grisáceo pseudomonacal. 

Las prestaciones de la soprano Serena Farnocchia, pusieron en evidencia un tercio agudo de características notables, con la única pega de presentarse éste en cierta desventaja con su registro medio. Dio un trato digno a la coloratura, siendo su único problema la pulcritud que ofrecía Damrau a su vera en esas mismas lindes . El conde de Pavol Breslik no gozó (aún, pues no perdería la esperanza) del desparpajo con el que le hemos visto encarar a otros personajes, aunque la voz estaba ahí tampoco fueron excelentes sus prestaciones vocales, sin prácticamente asumir retos expresivos, pareciendo en todo momento dar un paso atrás, algo muy diferente a lo que nos tiene acostumbrados el tenor eslovaco.

Excelente sin embargo el Talbot de Nicolas Testé, sabido marido de la debutante, una pareja en este caso que puede presumir de demostrar cierta paridad en sus prestaciones. Testé concedió además a Damrau los momentos más íntimos y memorables, particularmente en la confesión de María ante su amigo el conde.