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Gatti incendia Roma

Roma. 15/12/2019. Teatro de la Ópera. Verdi. Les vêpres siciliennes. Roberta Mantegna (Hélène) John Osborn (Henri), Roberto Frontali (Guy de Montfort), Michele Pertusi (Jean Procida) Orquesta del Teatro de la Ópera. Dirección de escena: Valentina Carrasco. Dirección musical: Daniele Gatti.

Desde la poderosa y bellísima obertura de Les vêpres siciliennes,  el maestro Daniele Gatti marcó el territorio que esa tarde iba a gobernar: el foso, el escenario y, porqué no reconocerlo, la platea y los palcos del Teatro de la Ópera de Roma. Esta representación, hecha de muchas y buenas aportaciones, lo tiene a él como maestro de ceremonias, casi como oficiante del momento mágico que es la ejecución de una ópera. Pero el gesto de Gatti no es nunca solemne, distante o altivo. Todos los artistas simplemente seguían sus indicaciones, que son suaves, precisas, transparentes. Es todo una lección verle dirigir. Yo, que podía contemplarlo de soslayo desde mi localidad, confieso que me perdí algún fragmento de lo que ocurría en el escenario contemplando sobre todo su mano izquierda, con la que indicaba a cantantes o músicos como debían apianar, o aumentar el volumen, o entrar para decir su texto. Hipnótico. El resultado, claro, es excelente: un Verdi de una transparencia absoluta, libre de cualquier carga superflua, tremendamente calmado, tranquilo, en comparación otras versiones. Gatti deja que la música fluya, que oigamos cada una de las notas de la partitura, que apreciemos el esfuerzo de un coro que estuvo sublime. Él es el dueño absoluto de la representación y el responsable de su triunfo. Tuvo en el foso a una orquesta (la titular del teatro) totalmente entregada, dando lo mejor de si, con unos solistas que bordaron su trabajo. Bravi.

El maestro italiano había elegido para su estreno oficial como nuevo director musical de la Ópera de Roma (y también para abrir la nueva Stagione 2019-20) un Giuseppe Verdi nada frecuente y tampoco nada fácil y que él abordaba por primera vez. En el anhelo compartido por tantos compositores europeos, Verdi presenta en París una obra que cumple todos los requisitos que la draconiana tradición parisina exigía: cinco actos, ballet (como pronto en el segundo acto), un asunto histórico... El libretista estrella de la época Eugène Scribe coescribe el libreto junto a Charles Duveyrier. La obra va cumpliendo los plazos impuestos en el contrato, aunque no sin diversas dificultades. Sabido es el control que el compositor hacía tanto de los libretistas como de los cantantes que iban a representar sus obras, y la Ópera de París no era nada fácil de manejar. Aún así la obra se estrenó en junio de 1855. Siempre ha sido más representada y es más conocida la versión italiana que Verdi preparó para Milán el año siguiente. Por tanto el reto era notable: una ópera del gran Verdi cantada en francés en Roma, con una duración extensa (casi cuatro horas y media) y con una nueva producción de una regista que también se estrenaba en Roma.

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Y, aunque sobre la puesta en escena hubo más de un desacuerdo (que no comparto en absoluto, como ya explicaré), el éxito estuvo asegurado. Aparte de la dirección musical, básica e imprescindible para este éxito, el trabajo de los protagonistas fue el adecuado. Les vêpres tiene cuatro personajes principales, bien definidos y que tienen partes exigentes en lo vocal. Roberta Mantegna, que asumía el rol de la duquesa Hélène, es una cantante  quien hace pocos meses hemos podido ver como Elisabetta en el Don Carlo del Teatro Real. Es una gran profesional que, sin unos medios extraordinarios, nunca defrauda y, aunque hubo algún pequeño desajuste en algún agudo, su canto fue estimable. El volumen no es excesivo, pero con el cuidado del director (y esto ocurrió con todos los cantantes) llegó sin dificultad a todo el teatro. Sus mejores intervenciones fueron junto al tenor en el cuarto acto y la famosa aria Merci, jeunes amies que, a mi parecer, con ese toque morisco (recuerda mucho a la posterior Canción del velo de Don Carlo, rompe el tono melódico que domina la partitura, aunque hay que admitir que es de las partes más conocidas de toda la obra. John Osborn (Henri) era el único cantante no italiano del cuarteto protagonista. Aunque su voz suena fresca y corre sin problemas, y tiene un timbre bello, resulta demasiado ligera en algunos pasajes y el agudo sonó más de una vez destemplado, aunque el centro resultó contundente y su arrojo actoral muy apreciable. El dúo con Monforte (Quand ma bonté toujours nouvelle) fue quizá lo mejor vocalmente de toda la noche y, como con la soprano, también produjo uno de los más excelentes momentos de la noche. Sin duda, Roberto Frontali fue el más destacado cantante de la noche. La nobleza musical que Verdi otorga a sus “padres operísticos” hace que, en manos de un cantante de la calidad de Frontali, se vivan momentos de gran emoción. Para muestra la bellísima aria Au sein de la puissance, toda una lección de cómo se tiene que cantar Verdi. Estupendo. El famoso dicho “quien tuvo, retuvo” se le podía aplicar perfectamente al gran bajo Michele Pertusi. El cantante fue de menos a más, empezando con una voz demasiado gastada para ir recuperando en los últimos actos más prestancia y fuerza manteniendo, como Frontali, esa esencia verdiana que bebe en la tradición. Cumplidor el resto del reparto y, como se comentó más arriba, extraordinario un coro que en manos de Gatti puede llegar a cotas difícilmente alcanzables.

Valentina Carrasco se estrenaba como directora de escena en Roma con esta nueva producción. La influencia de la Fura dels Baus, con quien ha colaborado en diversas ocasiones, es palpable, pero su trabajo tiene una personalidad propia. Su dirección, apoyada en una buena escenografía de Richard Peduzzi y, sobre todo, en una extraordinaria iluminación de Peter van Praet, sitúa la acción en un hipotético territorio explotado por una fuerza invasora con unos decorados de grandes bloques pétreos, una cantera de la que saldrán los grandes monumentos del ¿Fascio? (porque en esa época parece también centrarse el vestuario). Esos bloques oprimen al pueblo y oprimirán al final a los tiranos. Y, en medio, ese decorado se va abriendo o cerrando según las diversas escenas. El libreto de esta ópera mezcla los intereses privados con los públicos constantemente, manejando a los personajes como marionetas que la mayor parte del tiempo, sobre todo los más jóvenes, no saben si decidirse por el deber o el amor. Eso y la opresión, centran la idea de la directora argentina. La opresión, sobre todo sobre la mujer, es quizá la piedra angular de su concepción. El largo ballet es toda una reivindicación: primero violada, después luchadora, más tarde paridora de hijos que harán la revolución y vengarán a sus madres intentando crear un mundo más justo. No fue bien acogida esta idea y los abucheos fueron sonoros y no escasos. También hubo aplausos, entre ellos el mío. Alguien comentaba que aquello no era un ballet, ¿esperaban tutús? Es una danza que tiene un mensaje que no puede ser más actual y está estupendamente ejecutada por el Ballet de la Ópera. La implicación de foso y escenario en esos fue todavía más palpable. 

Roma tiene ahora un director musical que va a atraer muchos aficionados. De sus manos salen versiones impecables que merecen un viaje a la capital italiana, ¡Bravo Maestro!

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Fotos: Yasuko Kageyama / TOR