• © Hermann und Clärchen Baus
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  • © Clärchen und Matthias Baus
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VODEVIL EN CÁDIZ

Berlín. 19/11/2015. Staatsoper. Schiller Theater. Mozart: Le nozze di Figaro. Lauri Vasar (Figaro), Anna Prohaska (Susanna), Ildebrando D´Arcangelo (Conde), Dorothea Röschmann (Condesa), Marianne Crebassa (Cherubino), Katharina Kammerloher (Marcellina), Sónia Grané (Barbarina), Olaf Bär (Antonio), Otto Katzameier (Bartolo), Florian Hoffmann (Basilio), Peter Maus (Don Curzio). Dirección de escena: Jürgen Flimm. Dirección de escena: Michele Gamba.

Realmente no hace falta ninguna excusa para escenificar Las bodas de Fígaro, probablemente una de las obras más sublimes de todo el repertorio. De hecho hay teatros que las programan con inusitada frecuencia (el propio Teatro Real lo ha hecho ya unas cuantas veces desde su reapertura). En el caso de la Staatsoper de Berlín, y encarando ésta ya su recta final bajo el mandato artístico de Jürgen Flimm, que se despide de allí en 2018, se diría que este intendente ha querido dejar un trabajo de su cosecha llamado a pervivir en el tiempo, no por su hondura y genialidad, sino por su inmediatez y funcionalidad. Su propuesta para estas Bodas gira en torno a una idea, un tanto banal y sin mayor trascendencia, pero que da una singular vitalidad a la representación, que transcurre como si se tratase de las primeras veinticuatro horas en Cádiz de los Condes y todo su servicio, en un traslado vacacional. El resultado final no es genial pero es amable; una producción divertida, despierta y que no peca de una vana y malograda ambición. Al contrario parece concebida a conciencia como una trabajo que pueda perdurar en el tiempo y reponerse con frecuencia con idéntico éxito. Su mayor valía es a todas luces la medida y rica dirección de actores que mantiene viva la representación de principio a fin. No en vano, tal fue el éxito de esta funciones que se añadió una representación más a las siete previstas.

En el foso, la Staatskapelle moldeada por Daniel Barenboim en estas dos últimas décadas es un instrumento tan firme como dúctil. En esta ocasión la batuta no la empuñaba Gustavo Dudamel, que estuvo frente del estreno de esta nueva producción y de la primera tanda de esta serie de funciones. Para este último tercio de representaciones se contó con el jovencísimo director Michele Gamba, que se ha significado como asistente de Antonio Pappano en Londres durante los últimos años. Su trabajo se sostuvo con equilibrio, con un sonido compacto pero ciertamente algo ayuno de personalidad y de intenciones más evidentes.

Del extenso reparto la pieza más preciada fue sin duda la Condesa de la gran Dorothea Röschmann, un compendio encantador de lirismo y picardía, de candor e ironía. De su garganta brotó un Mozart de gran clase, limpio y elegante, de una sencillez auténtica, siempre sul fiato, con un sonido pastoso y puro, de alta escuela, incluyendo incluso variaciones en la segunda vuelta del “Porgi amor”. Junto a ella, a decir verdad, no esperábamos tan redonda actuación por parte de Ildebrando D´Arcangelo como el Conde. Sin duda las dimensiones del Schiller Theater, la singular condición de la orquestación mozartiana y la riqueza de su trabajo con los recitativos tiene mucho que ver en esa favorable impresión. Su Conde es una suerte de playboy en horas bajas, rijoso y cómico, un poco a lo Robert DeNiro en las comedias de enredo que ha frecuentado últimamente. Con una fabulosa vis cómica, unida a un canto intachable y a un verdadero derroche de teatralidad, su Conde se desvela como un hallazgo. 

Dos espléndidas voces femeninas terminaron por redondear el alto nivel vocal de la noche. Por un lado la Susanna cargada de de personalidad de Anna Prohaska, memorable en el “Deh vieni, non tardar”, de un preciosismo recatado y genuino. Por otro lado, Marianne Crebassa firmó un gran Cherubino, concebido a la antigua, como un eco del que hiciese otrora la gran Teresa Berganza, con cuyo estilo mozartiano entronca claramente esta solista francesa, que estuvo extraordinaria tanto en el “Voi che sapete” como en el “Non so più cosa son…”. Claramente por debajo, a un nivel mucho menos brillante, rindió el Figaro de Lauri Vasar, un solista joven que se ha bregado hasta ahora sobre todo en la Ópera de Hamburgo y que no encajaba demasiado en este reparto cuajado de nombres importantes. Insostenibles, por desgracia, algunos de los comprimarios, singularmente en el caso de Otto Katzameier como Bartolo, que destrozó su “Vendetta” (cuánto nos acordamos de nuestro buen Carlos Chausson para esta parte). Afortunadamente, brillaron con luz propia tanto Sonia Grané como Katharina Kammerloher, Barbarina y Marzelline respectivamente, sacando todo el partido posible a sus breves intervenciones y a su constante intervención teatral.