Dohmen Bofill 

Albert Dohmen: “Los cantantes líricos no somos Coca-Cola”

Afable y noble, Albert Dohmen demuestra desde el principio una gran humanidad y un sentido muy profundo de su profesión, sumamente comprometido con su trabajo y vehemente a la hora de valorar el mundo que vivimos y su crisis de valores. Aunque su talante cercano parece ocultarlo, es evidente que estamos ante un cantante de talla histórica, uno de los últimos grandes wagnerianos. Su testimonio como Wotan y Alberich en la verde colina es un lujo de quien ha vivido de cerca los últimos diez años del Festival de Bayreuth. Albert Dohmen protagoniza ahora El holandés errante en el Liceu, en una producción firmada por Philipp Stölzl, con una escenografía de fuerte carga estética y bajo la batuta de la primera mujer en dirigir una ópera de Wagner en el Liceu, la ucraniana Oksana Lyniv. Poco antes de la rueda de prensa donde se presenta este Holandés, Dohmen nos recibe en su camerino para charlar en un fluído italiano -su mujer es italiana y ha vivido allí muchos años-.

Usted ha conocido la evolución del Festival de Bayreuth desde los últimos tiempos de Wolfgang Wagner hasta hoy. ¿Tanto ha cambiado la orientación del Festival en estas décadas?

En realidad Wolfgang Wagner, en sus últimos años allí, no tenía un poder efectivo en el festival. En el Bayreuth de Katharina Wagner hay un deseo consciente de ruptura con la tradición. Bayreuth siempre fue un lugar de innovación, pero en un sentido constructivo. En los últimos tiempos la tendencia allí ha sido más bien la de la deconstrucción, como si esa fuese la única vía para poner al día el festival. Es lo mismo que ha sucedido con el teatro en prosa en Alemania durante casi cuarenta años, hasta un punto en el que obras clásicas de Schiller o Goethe ya no son reconocibles. No tengo nada en contra de la renovación y quizá soy ya muy mayor, pero desde mi punto de vista como cantante lírico tengo un fuerte sentido estético y ese aspecto influye mucho sobre mi trabajo en escena, sobre mi canto. No se canta igual rodeado de una producción u otra.

¿Sigue de algún modo vigente ese debate entre tradición y modernidad?

Durante los doce años en los Hitler destruyó el mundo y también Alemania, el nazismo condenó aquellas formas artísticas que entendía que eran desnaturalizadas; es la idea del Entartete Kunst, el “arte degenerado”. Yo mismo participé en una serie de grabaciones para DECCA con obras de algunos compositores afectados en este sentido como Korngold, Schreker o Zemlinsky.

En la posguerra la tendencia fue justamente la contraria: hemos pasado de un concepto de arte sumamente reduccionista e injusto a un concepto tan amplio que en él cabía todo. Cualquier cosa podía llamarse arte. Desde 1968 en adelante en Alemania se ha dado una auténtico frenesí en los escenarios. Yo era joven entonces y recuerdo verdaderas discusiones hasta entrada la madrugada, sobre si eso que habíamos visto era arte o no. El arte, claro que lo entiendo, tiene un deber social, crítico, revolucionario, etc. Pero dentro de ciertos límites. Con obras maestras de la música como las óperas de Wagner, Strauss, Verdi o Puccini, por ejemplo, se debe encontrar la fórmula para que sean más grandes, más conocidas. El reto verdadero es abrir la lírica a los jóvenes y eso no se consigue por la vía del escándalo fácil. La lírica hoy debe competir con el mundo digital, con un desarrollo técnico imparable.

Pero estamos en una contradicción: hoy la tecnología hace más fácil seguir en streaming, por ejemplo, lo que sucede en un teatro al otro lado del mundo. 

Yo uso las nuevas tecnologías, por supuesto. No estoy haciendo un discurso retrogrado y conservador. Pero sí creo en los límites. En Corea del Sur hay ya clínicas de desintoxicación para adicciones digitales. Algunos jóvenes han crecido pegados una pantalla, aislados en sí mismos, haciendo de lo digital en una droga para ellos. 

Sucede lo mismo con la globalización, de la que se habla a veces con tanto optimismo: el resultado final, para muchos, no es otra cosa que más miseria. Las clases medias en Occidente se han vuelto más pobres con la globalización. Y no hablo sólo de empobrecimiento económico; también cultural, anímico, psicológico. El mundo digital es el opio de nuestros días. La gran globalización camina a la sustitución de la mano de obra por las máquinas. El futuro son millones de desocupados a los que sólo cabrá poner ante una pantalla, anestesiados. Es algo perverso.

¿Y no queda pues ninguna esperanza?

¡Sí! Por supuesto, pero para eso hay que detenerse y mirar atrás, siquiera un momento. La situación aquí en España, por ejemplo, es terrible: se salva Bankia mientras vemos gente buscando comida en la basura. Yo he cantando muchos años en España. Y he vivido en Italia durante veinte años. La situación allí es semejante. Yo amo el sur de Europa. ¿Qué sería de Europa en manos de la gris y aburrida mentalidad que algunos tienen en el norte? La eficiencia económica ha sustituido a la dignidad de nuestras vidas como valor principal. Y el problema de fondo es la izquierda, incapaz de unirse, experta ya en dividirse una y otra vez.

¿Y cuál es el reflejo de toda esta crisis en el mundo de la lírica?

Yo formé parte de una comisión en Alemania que debía indagar sobre las condiciones económicas y sociales de los jóvenes cantantes. La conclusión fue vergonzosa, precisamente en un país que no es precisamente pobre. Los principiantes en Alemania cobran aproximadamente 1.650 euros al mes. Con eso deben pagar los impuestos, su alojamiento… ¿y con qué viven entonces? Es una vergüenza, porque estas condiciones que deberían aplicarse sólo al primer año, se prolongan por dos o tres años más. Y si alguno no lo acepta, va fuera y que entre el siguiente, a ser posible de los países del este donde las condiciones son peores y donde están deseando unas condiciones que aquí nos resultan mediocres. Para esos cantantes jóvenes una mensualidad de 1.650 euros es como el sueldo de varios meses en su país de origen. Es algo abominable. Este pensamiento de pura eficiencia económica destruye el mundo de la lírica. Hace treinta o cuarenta años lo único que importaba eran tus méritos artísticos. En aquel tiempo, por motivos históricos del federalismo, cada ciudad y cada región tenía su propia orquesta, su propio coro, su propio teatro, etc. Todo esto se ha intentado mantener ahora, en un mundo que ha cambiado tanto y la única forma de hacerlo viable es ahorrar en aquellos que no se pueden defender, los más jóvenes. Los cantantes líricos no somos Coca-Cola, no tenemos un valor económico evidente, directo, real, rápido. Somos un valor inmaterial. Y por desgracia la lírica está hoy en manos de gestores que sólo piensan en el beneficio económico. Sume a todo esto lo dicho antes sobre la digitalización y la globalización y el cóctel es explosivo.

Sorprende escuchar un discurso así en un cantante. A menudo ustedes no quieren opinar sobre estas cosas, más allá de su profesión.

Sabe, yo en un principio no quise ser cantante sino político. Estudié jurisprudencia, especializándome en organizaciones políticas internacionales. 

A pesar de lo crítico y un tanto pesimista del discurso, me parece que tiene un fuerte sentido de la humanidad y la fraternidad y por ello también una cierta esperanza. Esto es algo que en cierto modo se percibe también en su canto, que siempre suena sumamente humano.

Para mí cantar es un modo de expresar las emociones más profundas que tenemos. El canto sólo tiene sentido si es sincero, si alcanza a comunicar el sentimiento de los personajes. Todo lo contrario, si suena superficial, nos convierte en papagallos, en meras máquinas vocales. Nunca pensé en el canto como un trabajo en mi caso; fue siempre una pasión. Y mi problema es que exijo esa misma pasión y sinceridad en todos los que trabajan conmigo. Yo me entrego con todo mi respeto y amor a la música que interpreto. Desprecio a todos los que están en esta profesión por el puro beneficio económico. Estar en esto sólo tiene sentido desde un amor y un respeto profundos por la música.

¿Y cómo se ha encontrado entonces trabajando con el Anillo de Castorf en Bayreuth? Parece imposible, una contradicción.

Si le digo la verdad, lo pasé muy mal. Fue todo un sufrimiento y quise abandonar nada más llegar allí. Pero acepté por un motivo, por una tristísima historia. Mi buen colega y amigo Oleg Bryjak debía cantar esta parte de Alberich en Bayreuth. Pero como es bien sabido, tras la última representación de Siegfried aquí en el Liceu, en marzo de 2015, tuvo lugar un terrible suceso con el vuelo de German Wings en el que él y Maria Radner viajaban. Fue una experiencia terrible para todos los que participamos en aquel Siegfried. Una semana después del accidente me llamaron desde Bayreuth preguntándome si tras cincuenta funciones como Wotan podría yo cantar Alberich, el papel que hacía Oleg Bryjak allí en la producción de Castorf. Es algo realmente raro que un Wotan acabe cantando Alberich, ciertamente. No sé si seré el único en toda la historia de Bayreuth, pero desde luego es algo muy infrecuente. Yo ya había cantado Alberich al inicio de mi carrera, unas treinta funciones más o menos, en el Rheingold. Sin haberlo hecho entonces, con total seguridad me hubiera negado a la propuesta de Bayreuth. Pero acepté, sobre todo por Oleg, a condición de tomarme un mes para pensarlo, revisar la parte, estudiarla de nuevo, etc. Tenía que aprender desde cero el Alberich de Siegfried y Götterdämmerung. Y todo esto mientras trabajaba en otra nueva producción en la Semperoper de Dresde con Thielemann. Era una locura, pero al final acepté hacerlo. Era además aquel verano el año en que se iba a nombrar al nuevo titular de los Berliner Philharmoniker. El ambiente en Bayreuth era por ello sumamente tenso y particular, con Petrenko al frente aún del Anillo y con Thielemann por allí también, creyendo de algún modo que él iba a ser el elegido.

Habiendo trabajado con los dos, ¿cómo resumiría sus diferencias, musicalmente hablando?

No he visto en mi vida una batuta tan precisa y exigente como la de Petrenko. Es algo increíble. Tras cualquiera de las óperas que hacíamos, con cuatro o cinco horas de representación, en la jornada de descanso él sin embargo pasaba el día escuchando música y revisando la partitura. Y al día siguiente, en los camerinos, venía con apuntes para mejorar tal o cual detalle. No he visto algo así jamás. Su enfoque es muy analítico, con tiempos muy estrictos y con un sentido del climax quizá menos espectacular. Thielemann en cambio es… ¡es una bestia! Hace veinte años que hacemos música juntos, tenemos una gran confianza y estima recíproca. Nos permitimos el lujo de dejarnos llevar sobre la marcha en muchas ocasiones. El Alberich de Das Rheingold que hice con él en Tokyo ha sido una de las mejores experiencias que yo recuerdo en los últimos años.

Sabe, he trabajado con los más grandes de las últimas décadas: Abbado, Solti, Mehta… Cada uno tiene sus particularidades, es obvio. Quizá Petrenko y Thielemann resuman dos ideas muy claras, uno desde el control absoluto y el otro desde la pasión más intensa. Siempre que pienso en esto me acuerdo de Knappertsbusch. Es bien sabido que detestaba ensayar, así me lo han confirmado músicos de Bayreuth que trabajaron con él. Knappertsbusch tenía la idea clara de que la música es algo que nace en vivo y en directo; no puede estar planificado todo de antemano. En parte estoy de acuerdo aunque es increíble trabajar con la precisión y detalle con que Petrenko plantea las cosas.

Retoma ahora la parte de El holandés errante. ¿Hay alguna evolución ahora en su enfoque sobre el rol?

Cada vez que lo canto me fascinan aún más los momentos líricos, los más íntimos. El dúo con Senta y la oración en el monólogo inicial, sobre todo. Sabe, yo me convertí en cantante gracias a mi hermano y un gran amigo wagneriano suyo. Ellos me organizaron audiciones con grandes como Metternich y Hotter. Estos me aconsejaron tomarme en serio mi voz e intentar una carrera profesional. Me recomendaron presentarme a un concurso, aunque no estuviera inscrito en un conservatorio. Y gané, era 1976. Yo tenía una voz natural, hasta entonces no había tomado clases de canto. Empecé a estudiar con una gran soprano dramática americana que sólo cantaba Isolde, Turandot o Brünnhilde. Y fue terrible, porque no tenía experiencia en trabajar con una voz joven; estuvo a punto de arruinar mi instrumento. Mi hermano y su amigo no podían creerlo. Me encontré entonces con una pianista rumana que veía en mi voz semejanzas con la de su esposo, un bajo rumano que había hecho una carrera mas o menos importante en su país. Ella identificó mi voz como la de un bajo-barítono. Y a partir de ahí nunca tuve un maestro de canto, todo fue autodidacta en mi caso, escuchando a los más grandes. Sabe, hay tantos profesores que en realidad no saben lo que están enseñando, abusando de la confianza de jóvenes desorientados que necesitan ayuda para manejar su instrumento. Se arruinan tantas voces… Es una vergüenza que los conservatorios alemanes se hayan convertido en una fábrica de desocupados. Sólo el diez por ciento de los alumnos que salen de allí consiguen un trabajo estable.

En Alemania sobre todo, pero también en algunos otros teatros europeos, hay ensembles estables para jóvenes cantantes. Esa experiencia sí parece tener sentido.

Sí, es algo utilísimo si se orienta bien. Yo mismo estuve en el ensamble de la Deutsche Oper am Rhein. Aunque se canten partes muy pequeñas, es una manera de conocer el oficio desde abajo y desde dentro, escuchando a los más grandes a tu lado. Ahora las cosas no funcionan así, prácticamente nunca. Sabe, cada vez más se escogen algunos repartos por la talla de ropa que usan, no por lo adecuada que sea su voz a un papel. Es obvio que la voz crece, evoluciona, pero hay que seguirla, hay que dejarla llevar su recorrido natural. Por eso si por motivos económicos debes asumir papeles que no van a tu voz, a largo plazo estás haciendo una mal inversión. Lo más importante es tener independencia.

¿Qué recuerdo guarda de aquel Wozzeck en Salzburgo con Abbado, en 1997?

(Emocionado) Me conmueve tanto hablar de Claudio Abbado. Fuimos grandes amigos, él confío tanto en mí… Cuando me llamó para Salzburgo yo no había cantando ni una sola nota de Wozzeck. Me dijo que no había problema, que yo podía hacerlo y que tenía dos meses por delante para ello. Estudié el papel diariamente desde las seis de la mañana a medianoche, no exagero. Y cuando llegué a Salzburgo el director de escena no quería contar conmigo. ¿Se lo puede creer? Fue Abbado el que me impuso y me defendió. Abbado me dio tanta seguridad entonces. Era un hombre tranquilo, de una humanidad extraordinaria. 

Siempre recuerdo un episodio extraordinario, hablando de Claudio. Dos meses después de su operación estábamos en Tokyo para hacer Tristan. Él se encontraba fatal, se veía frágil, desvanecido, casi no podía moverse por el dolor. Tuvo que retirarse de una parte de los ensayos para recibir tratamiento en una clínica. Los japoneses sólo querían a Abbado. Allí estaban también Maazel y Ozawa esos mismos días, pero los japoneses sólo querían a Abbado. Cuando Abbado regresó de la clínica para el ensayo general, si le digo la verdad, creo que estaba más muerto que vivo. Nunca en mi vida he visto hacer música a ese nivel. (Emocionado) Ese Tristan lo hizo alguien que estaba más fuera que dentro de esta tierra. Lo más bello que he hecho y he escuchado en mi vida. 

Mirando su repertorio sorprende que todavía no haya cantado el Ochs de Rosenkavalier.

(Sonríe). Hace veinte años que Zubin Mehta me lo pide; me lo pidió también para Salzburgo. Personalmente no encuentro una manera de hacer mío el papel. Casi todo el papel es hablado y le tengo un grandísimo respeto a esta parte. Mi gran amigo Kurt Moll, recientemente fallecido, sí era un Ochs ejemplar y quizá por eso le tengo aún más respeto al papel. Lo debo pensar… (risas).

Ayúdeme a recomendar este Holandés errante del Liceu, ¿por qué deberían venir a escucharles?

Creo que esta producción es interesante incluso para quien no ha visto nunca una ópera de Wagner. De entrada El holandés errante es una obra breve para tratarse de Wagner, son apenas dos horas aunque sin descansos. Y es una música mucho más italiana, con un aire de belcanto todavía muy evidente. La escenografía recuerda por momentos esos bellísimos cuadros de Caspar David Friedrich y tiene un sentido estético muy bello. La dirección de escena es también interesante, plateando toda la acción como si fuese el sueño de Senta, de modo que ella y el Holandés no entran nunca en contacto real.

Dirige estas funciones la ucraniana Oksana Lyniv, seguramente la primera mujer que dirige una ópera de Wagner en España y que aquí se enfrenta también a su primer Holandés y a su primer Wagner. Usted ha trabajado ya antes con Simone Young, por citar otra mujer directora. ¿Todavía hay prejuicios con esta cuestión de género?

Me parece clamoroso que hayamos tenido que esperar a 2017 para que esto suceda con normalidad. ¡Cómo una mujer no va a estar capacitada para expresar su talento al frente de una orquesta! Sostener eso es machismo puro y duro. Recuerdo las discusiones en torno a Sabine Meyer cuando Karajan la quería como primer clarinete en Berlín. Hace apenas diez años que los Wiener Philharmoniker abrieron sus puertas a las mujeres en sus atriles. Todo esto suena remoto y absurdo. A mí no me importa que un director sea hombre o mujer, por supuesto. Me importa sólo que sea un músico sincero y que me convenza.