Vladimir Jurowski: "No podemos cerrar los ojos ante la relación entre las artes y la política"

El director de orquesta ruso Vladimir Jurowski (Moscú, 1972) es una de las batutas más solventes y versátiles de su generación. Desde sus posiciones estables en Múnich y Berlín sostiene un discurso valiente, sin pelos en la lengua, abiertamente crítico con Vladimir Putin y comprometido con el relieve político de la actividad artística. Con él conversamos aquí sobre Weinberg y Prokófiev, pero también sobre Gaza y Ucrania.

La Orquesta Sinfónica de la Radio de Berlín (Rundfunk-Sinfonieorchester Berlin), de la que us usted es Director Musical desde 2017, ha celebrado recientemente su centenario, en 2023, incluyendo algunos conciertos de gira por España, el pasado otoño. En una ciudad como Berlín, con tanta actividad musical, ¿cómo definiría a su orquesta? ¿Qué es lo que la hace singular?

En primer lugar es una de las orquestas de radio más antiguas del mundo. La radio, como nuevo medio de comunicación de masas, apareció a inicios del siglo XX y es por tanto un medio relativamente joven, si se compara con la propia historia de la música clásica. La idea misma de formar una orquesta alrededor de la difusión radiofónica fue una fantástica iniciativa y en este sentido la Sinfónica de la Radio de Berlín fue pionera, con su puesta en marcha en 1923.

Nuestra orquesta combina la solidez de cualquier gran formación sinfónica con la flexibilidad que implica precisamente tocar delante de los micrófonos de la radio, con repertorios muy diversos y variados. Hoy en día hay una separación muy estricta entre la música llamada seria y la música, digamos, de entretenimiento. Pero en los días en que la Sinfónica de la Radio de Berlín fue creada tenían que tocarlo todo: por supuesto el repertorio clásico pero también piezas de baile, música de jazz, creaciones contemporáneas, etc. 

Nuestra orquesta en Berlín ha mantenido esta flexibilidad pero se ha desarrollado, con las décadas, hacia un perfil más internacional, contando en sus atriles con músicos de todo el mundo. Hoy en día por ejemplo nuestro primer viola es español.

Usted es ahora mismo también el Director Musical de la Bayerisches Staatsorchester y Director Musical de la Bayerisches Staatsoper de Múnich. Allí ha dirigido recientemente una nueva producción de Die Passagierin de Weinberg, una obra que hemos podido ver también recientemente en España. 

Sí, me consta que la han hecho en Madrid, en la antigua producción de David Pountney. Nuestra producción en Múnich con Tobias Kratzer ha aportado, creo, una perspectiva completamente nueva sobre la obra, más allá de la mirada realista y literal de Pountney, que sin duda fue muy válida en su momento.

Creo que la música de Weinberg nos sobrecoge hoy de un modo quizá inesperado.

Sin duda la música de Weinberg, y esta ópera en particular, tiene una fuerza extraordinaria. Él fue el primero en escribir una ópera sobre esta cuestión de los campos de concentración, fue un pionero.

Como bien sabrá, Theodor Adorno había dicho que era inmoral escribir siquiera un poema después de la barbarie que había supuesto Auschwitz, como si el derecho a disfrutar de la belleza se hubiera visto sepultado allí también.

Aunque Adorno reviso después esta afirmación, tenía razón en lo esencial: es imposible describir el horror de los campos de concentración con el lenguaje de la estética romántica, al modo clásico. Wienberg se esfuerza mucho en escapar de esa encrucijada, aunque no siempre lo logra.

¿En qué sentido?

En mi opinión, hay algunas páginas en la partitura que poseen todavía un cierto regusto a sentimentalismo y melancolía, recursos que quizá no sean apropiados para tratar un tema como este. El propio Weinberg, conviene recordarlo, no experimentó en primera persona los campos de concentración. Si que es cierto que perdió a toda su familia en un campo y él mismo fue encarcelado por Stalin pero no estuvo en un gulag sino en Moscú.

Quiero decir con esto que estuvo lejos de experimentar de primera mano el horror de los campos, lo que quizá explique su predisposición a tomar una cierta distancia con los hechos, de tal modo que pudo escribir una ópera sobre aquellos acontecimientos. Weinberg compuso bajo el régimen soviético y temía que la censura no permitiera representar una obra sobre los campos de concentración. Por eso él y su libretista, Alexander Medvedev, creo que buscaron la manera de eludir la censura soviética, con algunas concesiones a la sentimentalidad.

Sea como fuere, en la práctica la obra no fue estrenada hasta diez años después del fallecimiento de Weinberg.

Así es. Desde mi punto de vista, hoy en día debemos recordar, cada vez que nos enfrentamos a esta obra, que tenemos que lidiar con las contradicciones que anidan en su propia génesis: por un lado está basada en el relato autobiográfico de Zofia Posmysz, pero al mismo tiempo hay elementos en el libreto que nada tienen que ver con los hechos históricos tal y como hoy los conocemos. Hay toda una suerte de ‘sovietización’ latente en la obra que es para mí un obstáculo notable a la hora de representarla hoy en día.

Por eso le decía que la propuesta de Tobias Kratzer que hemos puesto en pie en Múnich tiene mucho sentido, precisamente porque va más allá del realismo de los uniformes nazis y los pijamas de rayas. Nos hacía falta una mirada más moderna sobre una obra que está llamada a tener una larga vida en los escenarios, no a quedar convertida en una pieza de museo. Die Passagierin es una obra compleja, con grandes hallazgos y con diversos problemas con los que debe lidiar cualquiera que quiera ponerla en escena.

En 2023 usted también dirigió una nueva producción de Guerra y Paz de Prokofiev en Múnich, en una propuesta escénica de Dmitri Tcherniakov. Personalmente lo recuerdo como una experiencia sobrecogedora y la conexión con la actualidad es realmente trágica, tanto por la invasión rusa de Ucrania como por el despliegue israelí en Gaza. Desde el foso, ¿cómo se plantea de dirigir una obra como esta, con una conexión tan inmediata con la actualidad del mundo en que vivimos?

Hay cuestiones que es imposible evitar. Yo no hice nada en concreto o fuera de lo normal cuando pusimos en pie esas funciones de Guerra y Paz en Múnich. Simplemente leí la partitura como lo que creo que es, un gran documento sobre una época. Y como le decía antes sobre la música de Weinberg, nuevamente aquí nos encontramos con una partitura muy problemática, de algún modo “infectada” por la propaganda e ideología soviéticas, e incluso en un modo más drástico, ya que Die Passagierin fue escrita en los años sesenta, ya en tiempo de Nikita Jrushchov, mientras que Guerra y Paz se gestó precisamente al calor de la Segunda Guerra Mundial, en pleno régimen de Stalin.

Llegado este punto, uno tiene que discernir entre los aspectos puramente líricos de la partitura y los elementos más pomposos y oportunistas de la obra, aquellos que podríamos decir que encarnan más el ideal de una música patriótica. No creo que una representación integral de Guerra y Paz tenga sentido hoy en día. Las dimensiones y la complejidad de la obra nos obligan a tomar una posición y si nos enfrentamos a la partitura desde una perspectiva humanista, entonces la obra se vuelve muy problemática. En cambio, si la obra se enfoca simplemente como un documento sobre su propio tiempo, sobre los años cuarenta en la Unión Soviética, todo tiene más sentido pero se pierde la perspectiva general, la vigencia de la partitura en pleno siglo XXI.

En resumen, se trata de encontrar el balance entre ambos extremos. Y eso es precisamente lo que Tcherniakov y yo intentamos hacer, manteniendo la mejor música de la partitura, eliminando fragmentos musicales y partes del libreto que consideramos menores y más problemáticas, intentando armar la obra de nuevo casi desde cero, como un comentario a diversos niveles: sobre la propia historia del siglo XX, sobre los eventos concretos de la Rusia de los años cuarenta y por supuesto sobre los eventos de hoy en día.

"NO CREO QUE DEBAMOS CULPAR A PROKÓFIEV O A PUSHKIN DE LOS DELITOS COMETIDOS POR PUTIN"

Usted, de hecho, ya había interpretado la obra con anterioridad si no me equivoco, aunque con un contexto internacional no tan evidente.

Así es, he dirigido la obra en diversas ocasiones. De hecho he tenido la fortuna de dirigir Guerra y Paz desde muy temprano, al comienzo de mi carrera. En 2005 por ejemplo dirigí la reposición de la producción de Francesca Zambello en París, originalmente creada en 1999. En aquella ocasión también había numerosos cortes en la partitura pero respondían a razones muy diversas a las que yo le mencionaba aquí que nos guiaron en Múnich. En aquel momento no era tan evidente el sesgo estalinista de la obra.

Dicho esto, no creo que debamos culpar a Prokofiev o a Pushkin de los delitos cometidos por Putin. Como artistas debemos ser capaces de encontrar y crear el contexto adecuado para contar cada historia. El arte siempre debe ser preservado y en ocasiones trae consigo dilemas complejos, dado su apego a cuestiones políticas. Lo cierto es que algunas creaciones artísticas no se pueden comprender sin su contexto político. En nuestros mejores sueños, nos gustaría creer que existe un arte puro, preservado al margen de ideologías. Pero eso es imposible.

¿Cómo no pensar en los campos de concentración cuando interpretamos Capriccio de Strauss, por ejemplo? Capriccio ciertamente no tiene nada que ver con la realidad política de su tiempo, pero los horrores de la Alemania nazi eran perfectamente contemporáneos al momento en que Strauss escribió la obra, toda una suerte de escapismo por parte del compositor. Podemos cerrar los ojos a ese contexto histórico y político que rodea la obra y ponerla en escena sin hacernos determinadas preguntas. Pero lo justo y lo razonable es ver la obra en su contexto y afrontar entonces lo problemática que resulta. 

Y lo mismo sucede con la Turandot de Puccini. Si hacemos abstracción de su contexto político podemos hacerla pasar por un mero cuento de hadas. Pero lo cierto es que Puccini la compuso precisamente en los años en los que se produjo el ascenso del fascismo. Siendo conscientes de esto, resulta evidente de qué manera algunas de las ideas del fascismo están presentes en la obra. El espíritu fascista irradia precisamente de los dos protagonistas, que celebran sus afanes sobre el cuerpo yacente de Liú. Hay toda una lectura moral detrás de esto.

Sabe, mi primera vez en España fue precisamente con Turandot, en 1998, en el Teatro Real de Madrid, en la primera temporada tras su reapertura. Yo tenía entonces 26 años, era muy joven, y recuerdo haber tenido que lidiar ya entonces con estos problemas sobre la moralidad de la obra. Me fascina la pieza, me maravilla el trabajo orquestal de Puccini, sus colores, etc., pero al mismo tiempo me incomoda sumamente. Es como si hubiera un enorme agujero negro en el centro de la obra, un agujero que nos empeñamos en no mirar una y otra vez. Y esto es algo que sucede con muchas obras del siglo XX.

Le confieso que me ha impresionado su habilidad para hilar un discurso tan solvente sobre una cuestión que muchos de sus colegas evitan, la relación entre el arte y la política.

Lo cierto es que muchas obras, en ocasiones las más valiosas, son al mismo tiempo documentos históricos, sobre el tiempo en que fueron creadas, y poderosos interrogantes sobre nuestro propio tiempo, sobre la actualidad. No podemos cerrar los ojos ante esta evidencia, no podemos decir que este o aquel tiempo fue una época difícil y que todo valía entonces. Honestamente creo que no podemos cerrar los ojos ante la relación entre las artes y la política. Siempre ha habido situaciones moral y políticamente comprometidas y siempre ha habido artistas que se han posicionado. Las tragedias de hoy en día, ya pensemos en Ucrania o en Gaza, no se explican y no habrían tenido lugar sin las tragedias de tiempos pasados. Tenemos la responsabilidad moral de conectar unos eventos con otros, tenemos que dar contexto a lo que sucede y por supuesto también a las obras de arte.

En continuación con esto, recuerdo la carta abierta que usted mismo promovió en febrero de 2022, no solo en contra de la invasión rusa de Ucrania sino también en contra de la rusofobía imperante en Europa en aquel momento. ¿Cómo ve la situación ahora mismo? En la práctica, hay artistas rusos claramente próximos a Putin a los que se ha negado la posibilidad de actuar en Occidente. Incluso algunas orquestas y auditorios coquetearon con la idea de censurar a los compositores rusos en sus programas.

El mundo ha cambiado de nuevo desde entonces, desde marzo de 2022. En aquel momento la principal tragedia era la invasión rusa de Ucrania. Pero desde el pasado 7 de octubre, con el sangriento ataque de Hamás, nos encontramos ante una nueva escalada del conflicto entre Israel y Palestina, con la violenta y terrible respuesta del ejército israelí en Gaza, causando decenas de miles de muertos.

Creo que la cuestión con la rusofobia se ha canalizado de una manera razonable. Aquellos artistas rusos a los que no se permite actuar en Europa son personas que se han significado a favor de Putin y su régimen de manera muy proactiva. No daré nombres, pero todos sabemos de quién estamos hablando. Personalmente no tengo problema alguno con esta cuestión, me parece bien, me parece justo que se limite la presencia de este tipo de artistas en Occidente.

En la práctica, son muchos los artistas rusos que están trabajando con normalidad en Europa, precisamente porque no se han significado de manera tan manifiesta a favor de Putin. Creo que esta cuestión, como lo decía, se ha canalizado de manera justa y razonable.

La carta abierta que usted mencionaba generó muchas controversias pero creo que con el paso del tiempo la opinión general es que debemos ser capaces de distinguir a Putin de Pushkin, por decirlo en pocas palabras. Estamos muy lejos, afortunadamente, de lo que sucedía dos años atrás, cuando a muchos rusos se les condenaba por el mero hecho de ser rusos, cuando el problema en realidad es prestar apoyo a Putin.

Como músico que reside en Alemania, ¿cómo ve la situación en Gaza? Desde Berlín la perspectiva sobre el conflicto entiendo que es muy singular.

En efecto. La situación en Gaza se ha agravado de manera drástica y trágica con el paso de estos últimos meses. En Alemania, a pesar toda la cuestión de la culpabilidad alemana, con un pasado de exterminio masivo de judíos en tiempo del nazismo, existe un peligro real de reactivación del antisemitismo, precisamente por la deriva de Israel en Gaza. Creo que hoy en día, más que nunca, es importante distinguir entre la cultura judía y la política israelí. Es más, no todo lo israelí representa o encarna al gobierno de Israel como tal. Debemos ser especialmente cautelosos con todo esto si no queremos desencadenar una oleada de antisemitismo que podría ser muy peligrosa y contraproducente. Lo mismo que años atrás nos esforzamos por distinguir entre el islamismo radical y los musulmanes en general; muchos musulmanes son los primeros en sufrir el azote del islamismo radical, sin ir más lejos. Sabe, Hamás y Putin tienen algo en común hoy en día y es que tratan a su propio pueblo como esclavos.

"EL ARTE SIEMPRE HA CEDIDO A LA TENTACIÓN DE PONERSE AL SERVICIO DEL MAL"

Y el arte, la música en particular, ¿qué fuerza tiene ante todo esto? ¿Cuál es su papel?

El arte tiene que reaccionar, pero no creando obras sobre estos asuntos, no se trata de eso. Tarde o temprano sucederá, todos estos hechos darán el salto a nuestros escenarios pero eso requerirá la distancia del tiempo. En algún momento, por ejemplo, alguien escribirá una ópera sobre Alexéi Navalny, quien fue un auténtico héroe, pero no tendría sentido crear algo así hoy en día, en caliente. Hoy estamos ya en condiciones, por ejemplo, de crear una ópera sobre el Che Guevara, por ejemplo, porque han pasado ya más de cincuenta años desde aquellos hechos.

Todos fuimos testigos de su actitud, el pasado mes de septiembre, cuando dos activistas climáticos irrumpieron en el escenario en Lucerna, durante un concierto que usted estaba dirigiendo. Su reacción fue, creo, ejemplar y realmente templada.

Fue una reacción espontánea, por descontado yo no tenía noticia alguna de que esos dos activistas iban a irrumpir en el escenario. Pero una vez les vi allí, pensé que lo mejor era dejarles hablar; sobre todo porque yo comparto su mensaje y creo en su causa. No hubiera sido justo pedirles simplemente que se fueran y se callasen. Su mensaje era importante y nos concierne a todos. Quizá si en lugar del cambio climático hubieran irrumpido para llamar la atención sobre otra cuestión mi reacción habría sido distinta, es probable. La situación no era fácil porque la audiencia estaba furiosa con la irrupción de los activistas y se enfurecieron aún más, conmigo, cuando vieron que les dejaba hablar y trasladar su mensaje. Si le soy sincero, hice lo que creí que debía hacer en ese preciso instante, lo que me pareció más justo y razonable, de un modo espontáneo.

Creo que hace ya bastante tiempo que estuvo en Rusia por última vez, haciendo música allí. ¿Qué información tiene sobre la situación de la música allí?

Yo dejé de ir a Rusia hace ya tres años. Quizá vuelva en un futuro no inmediato, quién sabe. A través de amigos y conocidos tengo por supuesto impresión indirecta de lo que allí sucede, todo bajo el paraguas de la llamada “operación militar especial” contra Ucrania. Los auditorios y teatros siguen funcionando con normalidad y creo los artistas empiezan a sentir la presión del régimen de Putin. El nivel artístico en Rusia es extraordinario pero temo que con el aislamiento internacional se pierdan muchas conexiones con el exterior, muchos vínculos creados y realmente valiosos para el desarrollo musical del país, que corre el riesgo de dar pasos atrás, a los tiempos del Telón de Acero.

El arte siempre ha cedido a la tentación de ponerse al servicio del mal. Son muchos los ejemplos en el pasado; pensemos en Wilhelm Furtwängler quien continuó dirigiendo con total normalidad durante el régimen nazi, convirtiéndose en cómplice del mismo. El dilema moral es algo que cada artista debe resolver a nivel particular y con ello atenerse también a las consecuencias. Estoy seguro de que muchos músicos rusos se sienten de algún modo secuestrados en su propio país, tristes y aterrorizados, pero no es fácil significarse ahora mismo en Rusia, un país que parece adentrarse cada vez más en un túnel largo y oscuro.

Usted forma parte de una generación de directores que ha dejado de creer en la vieja figura del maestro autoritario, en pos de un diálogo cada vez más fluido y horizontal con los músicos de las orquestas. ¿Cuál es su punto de vista sobre esta cuestión?

Creo que todo es una cuestión de respeto, esa es la palabra clave. Seas un músico en un atril o seas un director en un podio, lo fundamental es que te dirijas a los demás con respeto: respeto por su trabajo, respeto por sus ideas… Todos somos únicos y diferentes pero todos debemos tratarnos como iguales. La labor de un director de orquesta consiste sobre todo en crear una cierta armonía y eso es imposible sin escucharnos unos a otros. Este es un camino de doble dirección, la comunicación entre un director y los músicos debe de ir en ambos sentidos. Por supuesto hay determinadas reglas y en caso de discrepancia en materia de tiempo, articulación o volumen el director tiene la última palabra, debe tomar la decisión final y asumir las consecuencias. Pero creo honestamente que es posible hoy en día hacer música sin imponer nada a nadie, haciendo que todo el mundo se sienta parte del proceso y parte también del resultado.

Foto: © Robert Niemeyer