Sueños, colores y pistachos
Madrid. 16/11/20. Teatro de la Zarzuela. XXVII Ciclo de Lied. Obras de Ravel, Debussy, Poulenc y Fauré. Alexandre Tharaud, piano. Sabine Devieilhe, soprano.
Debutaba en Madrid, por fin, la soprano francesa Sabine Devieilhe, tras su cancelación como Reina de la Noche en La Flauta mágica del Teatro Real, la temporada pasada, debido a su, entonces, inminente maternidad. La suya es una de las voces más destacadas de su generación, siendo comparada, a menudo, por una ya grande del canto como Natalie Dessay. Es un deporte que practican aquellos que se empeñan en agotarse y dar vueltas en círculos sobre sí mismos, confrontando constantemente unas voces con otras, así como hablando de legados y herencias, como si el arte y la interpretación pudiera ser una suerte de abintestato que fluyera de un cantante a otro. Y no, no tienen nada que ver la una con la otra. Por mucho que compartan roles y compositores, tesituras y nacionalidad. Los grandes artistas tienen siempre savia propia. La Dessay posee sus propios rasgos y características, como Devieilhe tiene los suyos, en ambos casos exquisitos, como ha quedado demostrado en el Ciclo de Lied del CNDM y el Teatro de la Zarzuela.
En el programa presentado, un conjunto de canciones francesas muy desgranadas, fechadas desde 1875 a 1943, que significan el universo de cuatro compositores que lo supusieron todo en el París finisecular y los albores del siglo XX. Un universo de noches y ensueños, donde el color y las texturas horizontales comenzaron a suponerlo todo, hasta erigirse, especialmente en el caso de Debussy, en la nueva verdad a la que consagrarse. Los saltos escogidos, de Debussy a Poulenc y de este a Fauré, para volver a avanzar hasta Ravel, podrían parecer algo deslavazado, pero nada más lejos de la realidad. Tharaud y Devieilhe consiguen hilar un excelente ras-du-cou que fluye por sí solo, alcanzando puntos álgidos en forma de atmósferas recogidas, o llamativos efectos y que termina por cerrarse en un círculo que bien podría ser continuado.
La noche comenzó ya de forma soberbia, con un Nuit d'étoiles debussiniano para enmarcar. La voz de Devieilhe y el piano de Alexandre Tharaud se acompañan de forma sublime. El uno a la otra y la una al otro. Porque si por algo ha destacado este recital es por la innegable capacidad de ambos por recrear atmósferas, tan necesarias, vitales, en autores como Debussy o Ravel. El piano de Tharaud auna clarividencia en el fraseo y el suficiente pathos, llevado hasta el drama cuando se le requiere, para crear colorísticas suspensiones o cristalinos juegos rápidos. Son todo detalles que podría extrapolar al arte de la soprano francesa, muy cuidada en el decir, con un fraseo y una dicción inmaculadas, sumadas a una meticulosa teatralidad, siempre de agradecer. Es de esta manera como consiguen una sobresaliente versión de las Fêtes galantes, del Poulenc más inquieto y, justo a continuación, un extraordinario Après un rêve de Fauré.
El diáfano timbre de Devieilhe, que corre con aparente comodidad desde las notas más graves de su tesitura a las más agudas, se une, además, a la inteligencia de una artista mayúscula, con una técnica trabajada que le permite ofrecer un dechado de matices y detalles cánoros. Sutiles, cuidados, sin estridencias, sin extravagancias. Lo mejor aún estaba por llegar, a medida que el recital avanzaba. Las Ariettes oubliées de Debussy fueron ofrecidas con el sentimiento justo y el juego de dinámicas que el autor requiere, dejando ver tantas tonalidaes pastel como brillos son posibles en estas partituras. El súmumm, para quien escribe, llegó no obstante con las Cinq mélodies populaires grecques de Ravel, donde el francés une su idea de exotismo a su idea de tradición de forma sublime. No hubo detalle que fuese ajeno a soprano y pianista. La réveil de la mariée sonó magnífica... pero fue con la Chanson des cueilleuses de lentisques [Canción de las recolectoras de lentiscos (pistachos traduce el CNDM)], con la cantante en concomitancia con los ecos que la caja del propio piano le ofrecían, donde el tiempo se detuvo. Pura magia. En las propinas, extraordinarias piezas operísticas de Ravel y Rameau, cerrando con el broche de un sutilísimo Youkali, de Weill. Lo difícil de esta noche fue volver a la realidad de fuera del teatro.
Foto: Rafa Martín / CNDM.