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El milagro de una voz

Madrid. 21/09/16. Teatro Real. Giuseppe Verdi: Otello. Gregory Kunde (Otello). Ermonela Jaho (Desdemona). George Petean (Iago). Alexey Dolgov (Cassio). Gemma Coma-Alabert (Emilia). Vecino Esteve (Roderigo). Fernando Radó (Ludovico). Isaac Galán (Montano / Heraldo). Coro Intermezzo. Orquesta Sinfónica de Madrid. David Alden, dirección escénica. Renato Palumbo, dirección musical.

Los celos, inherentes a la condición humana desde el principio de los tiempos, han sido siempre tema recurrente en este arte de la ópera. De Calderón de la Barca y Juan Hidalgo es la primera ópera española que se conserva al completo, desde 1660, con un título tan universal como vigente: Celos aun del aire matanEstos Celos, por cierto, se estrenaron en el Palacio del Buen Retiro ya que por aquel entonces no existía el Teatro Real, que abrió sus puertas un 19 de noviembre de 1850. La primera piedra se colocó el 23 de abril de 1818. Estuvo cerrado como teatro de ópera desde 1925 a 1997. Echen las cuentas a ver si a ustedes les salen igual que a sus actuales responsables, inmersos en la “celebración” de sus 200 años de vida… Si no les cuadra la cosa, ahí va una explicación: Marketing.

Con un remozado interior (paredes de rojo, indicaciones enormes de dónde van los pares y dónde los impares, porque en este país parece que no debemos ir ni dos veces al año al teatro como para saberlo, al menos al Real), el coliseo madrileño abre su temporada con un título tan potente y conocido como es el Otello de Verdi, el drama de los celos, la incomprensión, la violencia mal escudada en el amor y las tensiones raciales y culturales. Una obra que lo tiene todo, uno de los súmmum verdianos, que no es desde luego cualquier cosa como tampoco es cualquier apuesta arriesgada para abrir nuevo curso, y que sin embargo no parece haber tenido respuesta del todo positiva por parte del público.

Una coproducción con la English National Opera y la Kungliga Operan de Estocolmo firmada por David Alden y en cuya escenografía - de Jon Morrell- intervino el arquitecto Francesc Serra, que a todas luces se hace pequeña para el escenario del Real. Todo la acción se desarrolla en una misma estancia, que sirve las veces de puerto, despacho o habitaciones, desdibujando un tanto la localización del drama, que tanto sirve para su evolución. Mientras que Alden se muestra caprichoso en algunos puntos clave como la fe de Otello y en otros menores que intenta volver significativos sin éxito, como centrarse en Emilia en el cuarteto del segundo acto, o coreografiar en exceso los movimientos de figurantes y añadir danza protagonista al primer acto; el mayor acierto lo encontramos en el tratamiento de las luces y las sombras por Adam Silverman, proyectadas en una gran pared gris (inadmisible el ruido de los focos), que dobla el efecto de un drama ya mermado por el resto de decisiones. Se equilibra pues en cierta medida la balanza.

Desde luego la decisión más cuestionada es que este Otello no sea negro (a uno le sangran los oídos por seguir escuchando “de color” para referirse a la raza negra, como si el blanco no fuese un color. Todos somos de colores y colores hay miles, por fortuna). Desde mi punto de vista es un debate vacío de contenido si responde a una concepción global del drama. Defender hoy en día que Otello sólo puede y sólo debe ser negro es tan presuntuoso como argumentar que Violeta sólo puede ser delgada o que Cio-Cio-San no puede tener según qué edad. Todo depende del todo. Aunque aquí no se haya conseguido el todo. Y en cualquier caso, ese todo se afianza si la actuación y desde luego el canto, convencen. Ya podrían salir Vickers o Del Monaco a cantar Otello vestidos de Santa Claus mañana mismo que sólo los locos les reclamarían el dinero de la entrada.

Por suerte Gregory Kunde, sin poseer los medios de aquellos, también convence. El norteamericano crea su drama. Aunque comenzó muy reservado en el primer acto, con un Esultate! comedido, atrás; y un Gia nella notte densa donde pasó algo desapercibido, fue ganando enteros a medida que avanzó la función, en todo su esplendor superado el descanso. Conmocionó con su Dio mi potevi scagliar y llegó al Niun mi tema con todo en su sitio, con squillo y las notas altas intactas. Kunde es el prodigio de la técnica. Sólo así se explica que superados los sesenta y con su conocida historia personal, esté cantando Otello en el mismo lugar que hace exactamente un año cantaba Roberto Devereux y que esté ensayando Pollione. ¡Cantar Otello y preparar Pollione al mismo tiempo! ¡El milagro de una voz! ¡Al menos de una entre mil!

A su lado la Desdemona de Ermonela Jaho, sustituyendo a Krassimira Stoyanova y construida sobre el lado frágil de su carácter, con bellos momentos apuntalados por los mismos recursos expresivos que ya escuchamos en su reciente Traviata en Madrid. Filados y pianissimi (más bien falsetes prolongados) por doquier, con momentos forzados en los que ensanchar sus medios, buscando reemplazar los graves necesarios de los que carece para este rol. Y es que me permito aquí reutilizar una frase ya escrita por servidor para su Violeta:  “es más un credo al que obligarse que la naturaleza propia de su ser”. Desdemona no es -todavía- su papel; no lo son aún los grandes roles verdianos.

Al Iago de George Petean le faltó mucho en lo actoral, aunque quizá haya sido más culpa de Alden que del cantante; con un perfil a lo grueso, demasiado simple, demasiado plano. Algo no permisible cuando se le intenta hacer dueño y señor de la escena más allá de Boito, Verdi y Shakespeare, metiéndole hasta en el Salice de Desdemona. Ya debería estar presente en cada momento sin estarlo… Demasiado simple, ya digo. Cosas de la dirección de escena, supongo. Similar en lo cantado, con medios algo rudos, contundentes pero con poco espacio para la matización de un rol que lo requiere todo.

No destacó el Cassio de Alexey Dolgov todo lo que debiera, mientras que se han de apuntar las aportaciones de Isaac Galán como Montano y el heraldo; y Gemma Coma-Alabert como Emilia.

De Renato Palumbo puede decirse también un tanto de lo recogido por la crónica de la Traviata apuntada anteriormente. A su dirección no superflua pero sí algo caprichosa se le suma una efusividad siempre presente y una necesidad por controlar cada recoveco del escenario y las voces que hay sobre él. Cada messa di voce de Desdemona era puntualizada por su mano izquierda, por ejemplo. Llamativo fue que en el primer acto el coro se le fue de las manos, intentando corregirle como pudo, pero este siguió por donde también pudo y el italiano acabó por echarse la mano a la frente mientras se desplomaba hacia atrás, limitándose a acompañarle con la orquesta durante los siguientes compases. Son errores ya percibidos anteriormente. No son fallos colosales del mismo modo que tampoco es colosal su dirección. Nos sigue faltando equilibrio y algo de sosiego que se traduzca más allá de unos tempi superficiales.