Desolaciones acorazadas
Las temporadas de los teatros del mundo ya han comenzado, con noches de estreno concebidas cada vez más como un evento social, como un territorio vedado -pero muy visible- para las élites, que transcienden lo puramente musical. Nueva York es uno de los lugares donde mejor saben aprovechar los excesos del glamour con cualquier excusa y, para su estreno de temporada, los responsables del MET han echado el resto. Es esta una ocasión especial por un par de razones: el 50 aniversario del traslado de la ópera metropolitana al Lincoln Center y el regreso de Tristan und Isolde –un imprescindible del repertorio- tras casi una década fuera del escenario.
La noche de la premier solo puede calificarse de estelar. En las puertas del teatro se formó algo fascinantemente parecido a una ceremonia de los Óscar: alfombra de gala, actores y socialites de la gran manzana, entradas a más de 1500 dólares y conexión directa con las grandes pantallas de Times Square. Con vestidos de princesa que apenas encajan en las butacas y las pajaritas llenando hasta las últimas filas de paraíso, uno podría pensar que íbamos a encontrarnos con una noche de puro espectáculo, en el sentido más banal de la palabra. Nada más lejos de la realidad.
La nueva producción confiada a Mariusz Trelinski -ya estrenada en Baden-Baden hace unos meses- supone otro acierto en el camino iniciado por la dirección del MET para abandonar las producciones ultraclásicas y comenzar a ponerse al día con unas tendencias creativas bien establecidas en el resto del mundo desde hace décadas. Sitúa la acción, los tres actos, en un buque de guerra durante algún momento de la segunda mitad del siglo XX. El mosaico de estancias acorazadas, inexpugnables y divididas, funciona como una analogía de la opresión y desencuentro al que los protagonistas están sometidos. Todos parecen prisioneros en un entorno de agitación continuada, un viaje sin destino en medio de un océano furioso que a través de proyecciones llega a ocupar incluso el techo de la escena. La salida a esta jaula asfixiante se produce a través de una mirada introspectiva y el devenir amoroso avanza mediante el viaje interior de los protagonistas, en una mezcla de alucinaciones y recuerdos biográficos. El tercer acto, donde esta idea se lleva al extremo, se desarrolla casi por completo en los recuerdos de infancia Tristán ennegrecidos por la desolación de la espera a Isolda. Trelinski realiza un trabajo escénico muy cuidado tan solo excesivo en las proyecciones de los preludios, redundantes narrativamente y por momentos intrusivos. Es en todo caso, una más que interesante propuesta que humaniza el amor superlativo y arrollador que Wagner concibió, acercándolo sin empequeñecerlo, y que, por supuesto, fue recibida por en engalanado público con sonoros abucheos.
Simon Rattle llevaba más de un lustro sin dirigir en la sala grande del Lincoln Center, y su regreso ha supuesto un triunfo inapelable. Demuestra haber trabajado minuciosamente una partitura que ejecuta con el mimo y la atención de un artesano. No cabe hacer afirmaciones generalistas en su lectura, como tiempos rápidos o lentos, de dinámicas pronunciadas o planas. Rattle le da a cada fragmento, a cada motivo, incluso a cada compás un carácter único y diferente, resaltando en cada instante el estado anímico preciso de los protagonistas, desvelando el universo inagotable de estados emocionales y complejidades psicológicas de la partitura. Realiza un ejercicio de contención continuo, en el que el volumen y la tensión se llevan al límite, sin llegar a interferir nunca con potencia narrativa de la música de Wagner y que centra la obra de arte total en desvelar lo más profundo del alma de los personajes.
El cuarteto protagonista supone un sueño para cualquier teatro del mundo. Nina Stemme se ha convertido en la merecida estrella mediática de la producción. Cimenta su actuación vocal en un centro sólido y brillante, inagotable y siempre descansado. Exhibió potencia de verdadera soprano dramática, superando a la orquesta a plena potencia con la naturalidad que solo las grandes voces pueden permitirse. El tercio alto luminoso y penetrante, se descoloca por momentos, algo no del todo inconveniente para su construcción de una Isolda ansiosa, siempre al borde del abismo. Su compañero Stuart Skelton comenzó con una actuación esplendida. Durante los dos primeros actos disfrutamos del lujo extraordinario tener un Tristán impecable vocalmente -voz bien timbrada y un fraseo exquisito y bien ligado- con la potencia de un tenor heroico, y convincente además en lo dramático. Un Tristán que canta y avanza en la trama siempre alejado de ese ladrido wagneriano que hemos soportado en tantas ocasiones. En el maratoniano tercer acto, la naturaleza impuso sus límites, y el canto de Skelton se mostró insuficiente en los momentos más intensos. Es en todo caso una muy notable actuación que volvió a confirmar el Tristán perfecto es seguramente una endiablada ecuación de solución imposible.
Tras años como referencia absoluta en el papel de Marke, Rene Pape demostró que sigue en plenas facultades. En una imponente actuación, el alemán se decantó por una lectura severa, marcial y autoritaria del papel, donde el dolor por la traición –innegable, pero no evidente- se adivina sobre todo en el lenguaje corporal, sabiamente combinado con ligeros alientos de desesperación que aparecen en las dobleces del canto. La Brangäne de Ekaterina Gubanova, mostró un excelente complicidad con Isolda en el primer acto e hipnotizó a la audiencia con su envolvente canción de guardia, vigorosa y excitada pero llena de lirismo balsámico, un complemento necesario para el frenesí desatado del segundo acto.
En definitiva, una extraordinaria producción para un evento memorable. Una sala convertida en un acontecimiento social que afortunadamente no contaminó la calidad artística de la noche. Y un foso y un escenario en comunión total, entregados incondicionalmente a la tarea de mostrarnos algunas de las complejidades psicológicas y turbulencias emocionales que se esconden en las pasiones humanas.