salado novena valles

Oda a la música

Barcelona. 06/04/24. Palau de la Música Catalana. Obras de Elisenda Fàbregas y Beethoven. Orquesta Simfònica del Vallés. Coral Càrmina. Rita Norais, Laura Brasó, sopranos; Mariona Llobera, mezzosoprano. Roger Padullés, tenor; Ferran Albrich, barítono. Andrés Salado, director.

El primer fin de semana de abril la Orquestra Simfònica del Vallés ha lucido su mejor traje de gala para uno de los hits de la temporada, con la Sinfonía nº9 en re menor, op.125 de Beethoven de cabecera. Así lo percibió el ingente público que colmó hasta la última butaca del auditorio modernista el pasado sábado y que no quiso perderse el regreso de Andrés Salado a la ciudad condal, convocado para dirigir la partitura del genio de Bonn, y para el estreno de Elisenda Fábregas (1955), compositora residente del Palau, que preludió la titánica sinfonía. El titular de la Orquesta de Extremadura, habitual también en tierras gallegas, volvió a prestarse a la OSV siete meses después de abrir la temporada Simfònics del Palau, el pasado septiembre, precisamente, también con Beethoven y con otra cara conocida por estos lares, cada vez más asidua a este binomio tan bien asociado, la chelista Anastasia Kobekina.

Sin embargo, el protagonismo femenino este fin de semana recayó en Elisenda Fábregas, compositora, pianista y doctorada en educación, con su obra: Oda a la fortelesa. En este periodo de residencia, habrán visto la luz diversos estrenos de la compositora, tanto de música de cámara, así como arreglos para piano de piezas navideñas que pudieron escucharse el pasado veintiséis de diciembre – San Esteban, Concert de Sant Esteve –; un meritorio reconocimiento a una carrera prolífica, que no solo responde a las dotes de una compositora y pianista versátil sino también a las de una gran creadora.

Co-encargada desde el Palau y la propia OSV, Oda a la fortalesa es una obra relativamente ambiciosa: un poema sinfónico con texto propio para orquesta, coro femenino, soprano y mezzo. Es además toda una declaración de intenciones, con su símil a la Oda de la Alegría, texto de Friedrich Schiller que, recordemos, inspiró tanto a Beethoven que le llevó a incluir música vocal y coral en una sinfonía, algo ciertamente insólito en las primeras décadas de la Viena dieciochesca.

La simpatía de Salado fue tan bienvenida como su pequeña introducción histórica en la que habló de algunas curiosidades asociadas a la última sinfonía de Beethoven. Cabe señalar lo saludable que resulta ese hábito, si cabe, cada vez más común, y es evidente que casi cualquier espectador – o crítico musical – agradece algunas palabras habladas antes de todo concierto, aunque, podría apostarse a que la soltura de Salado con el público no le viene de la televisión; sino que es innata.

El maestro inició los primeros compases de la nueva obra y dejó claro el poderío que iba a extraer del Coro Càrmina, ahora solo representado por mujeres, en los prominentes y entrecortados crescendi. La propuesta de Fábregas sin duda transmite fortaleza y épica, y se desarrolla durante diez minutos con pasajes variados, con un discurso narrativo potente; aunque Salado tuvo que lidiar con algún puntual desajuste entre una masa orquestal muy activa y el registro grave de las cantantes. El estilo tonal neo-romántico de la obra casó con el espíritu del programa alejándose deliberadamente de tendencias ‘más actuales’, prevaleciendo a lo largo de las secciones de este único movimiento un aire aventurero gracias a una orquestación meticulosa, aunque a veces frenética, que dificultaba el entendimiento del texto. Salado, metales y percusión, sortearon los requisitos de una obra exigente, loable en intenciones que, a pesar de un estrecho margen de mejora, se saldó con una rugiente ovación de los dos mil asistentes.

El turno de la Novena llegó tras una considerable pausa logística, aunque valió bien la pena. Salado extrajo de nuevo lo mejor de la OSV desde los primeros acordes de la colosal partitura. Hizo susurrar a los contrabajos con precisión y pronto vibró con los del Vallés y los acompañó en los cambios de tempo con gran gestualidad a lo largo del Allegro ma non troppo. En el segundo movimiento Salado resiguió los staccati de todas las secciones con precisión mecánica y se apreció una gran complicidad con los intérpretes. El director recreó un bálsamo perfecto en tempo y texturas en el delicadísimo Adagio molto e cantabile, y aunó chelos y contrabajos en un perfecto unísono de pizzicati gracias a una clara conducción.

El Finale, que no precisa más presentación, resonó con innegable acierto, y pronto el tema principal escaló a lo largo de las secciones con una inspiración contagiosa que hicieron pronto alegrar el semblante de Salado. El barítono Ferrran Albrich irrumpió con tenacidad y guio al prominente coro, ahora completo, antes de unírsele el resto de solistas. Destacaron también Roger Padullés en los intervalos superiores y muy especialmente la soprano Laura Brasó, que recorrió los versos de Schiller con una gran proyección, vibrato y lucidez vocal, y el cuarteto solista bordó el pasaje conjunto. Salado, ya en pleno éxtasis, hizo retumbar los cimientos del templo con un portentoso coro que se agigantó en los grandes momentos, y la orquesta respondió con determinación al acelerón del clímax final, en el que cantantes e instrumentistas rubricaron un colosal final a la altura de las expectativas.