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El rey Midas

Milán. 15/10/2024. Teatro alla Scala. Strauss. El caballero de la rosa. Krassimira Stoyanova (La Mariscala), Günter Groissböck (Barón Ochs), Kate Lindsey (Octavian), Sabine Devielhe (Sophie). Filarmónica della Scala. Dirección de escena: Harry Kupfer. Dirección musical: Kirill Petrenko.

Cuenta la mitología griega que hubo un rey de Frigia que sufría la maldición de que todo lo que tocaba lo convertía en oro. Un problema para la vida diaria, por cierto, pero que a la hora de dirigir ópera resulta muy satisfactorio para el público. Kirill Petrenko es, hoy por hoy, el Midas de la ópera, aunque esta faceta de su carrera haya sido relegada bastante desde su titularidad en la Filarmónica de Berlín. Pero las contadas veces que baja al foso, sea con su orquesta o con otra, y el imborrable recuerdo de sus años en la Staatsoper de Múnich, me hacen defender esta rotunda afirmación. Y es que hay grandes directores que están en el ocaso de sus brillantes carreras, hay compañeros de generación que son espectaculares en uno u otro repertorio, pero me atrevo decir que nadie ofrece la seguridad y la perfección que presenta Petrenko en cada una de sus intervenciones. Nunca falla porque es un trabajador nato, una “hormiga” genial que consigue sonidos y versiones espectaculares en cada función, que nunca es igual que la anterior aunque sea la misma obra. No conoce la dirección rutinaria. Y lo volvió a demostrar en la representación que aquí se comenta, en la que fue el auténtico triunfador, aclamado en el Teatro alla Scala de Milán por una interpretación genial de Der Rosenkavalier de Richard Strauss.

¿Qué tuvo su dirección para calificarla de genial? Sobre todo, la búsqueda de la esencia de una de las obras maestras de la historia de la ópera; el mantener el pulso contínuo de una acción que bascula entre lo lírico y lo burlesco;  el mostrar toda la paleta de riquísimo colorido musical de una partitura que va mucho más allá  de los clichés que la consideran un retroceso frente a Salomé o Elektra, la batuta de Petrenko plasma lo que de vanguardista tiene esta música que sí incorpora un lenguaje más clásico, pero para transformarlo y actualizarlo. En fin, una dirección que siempre arropa al cantante y que consigue unir en un todo maravilloso música y voz. También hay que destacar que tuvo a sus órdenes un conjunto de reconocido prestigio, de los mejores en un foso, como es la Orquesta titular del Teatro alla Scala, donde destacó el virtuosismo de la cuerda y la familia  de vientos impecablemente compactada. 

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En el plano vocal hay que destacar la indudable calidad de las protagonistas femeninas. Krassimira Stoyanova creo que ha madurado aún más este papel que hace unos años. Su voz es más pesada, más llena, sin perder el lirismo requerido, consiguiendo dar a cada verso de Hofmannsthal (genial libretista de esta y otras obras de Strauss) todo su sentido, transmitiendo muchas veces su agridulce belleza. Más que destacar sus cualidades en la tesitura, que las tuvo, quiero resaltar la admirable humanidad que la soprano búlgara transmitió en sus intervenciones, sobre todo el el monólogo (aunque esté presente Octavian) con el que finaliza el primer acto y en el maravilloso terceto del último acto. Stoyanova estuvo regia y este calificativo la une a las grandes damas de la lírica que han cantado el icónico papel de la Mariscala.

Kate Lindsey le dio perfectamente la réplica en el travestido rol de Octavian, su amante. Ardorosa y entregada en lo actoral, estuvo a un gran nivel toda la velada, especialmente en la escena de la rosa y en el tramo final (terceto y dúo) del tercer acto. Sophie remata el triángulo amoroso de la ópera y Sabine Devieilhe supo transmitir esa mezcla de inocencia y rebeldía, de frescura y juventud, que tiene el personaje y que Strauss plasma a través de una línea de canto de una belleza exquisita. Devieilhe consigue pianissimi espectaculares, especialmente en la presentación de la rosa, en la que Strauss escribe para  Sophie y Octavian uno de los dúos más exquisitos de toda su trayectoria.

El principal papel masculino es el del Barón Ochs, un patán, noble rural venido a menos, que es familiar de la Mariscala y pretende recuperar el esplendor de su patrimonio a través del matrimonio con Sophie, una rica heredera burguesa. Günther Groissböck lo defendió con profesionalidad y gran presencia escénica. Aunque tuvo alguna puntual dificultad en las notas más graves, demostró poseer un excelente fiato y una voz bien proyectada y potente. Buen trabajo del resto de cantantes, del extenso elenco de esta ópera, destacando Piero Pretti en la siempre lucida aria italiana del primer acto  Di rigori armato il seno y el Valzacchi de Gerhard Siegel.

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La producción, estrenada en el Festival de Salzburgo en 2014 y que firma Harry Kupfer (encargándose de la reposición Derek Gimpel) es sencilla y resolutiva, sin más. Basándose en grandes fotografías que cubren todo el fondo del escenario y que reproducen imágenes de Viena, sus palacios y sus bosques (según se necesite para situar la acción de la ópera) se complementa con detalles como grandes puertas, unas balaustradas o la fachada de una taberna, sin que aporten nada nuevo, pero, como ya se ha dicho, sin demasiada imaginación. Un buen vestuario de Yan Tax aporta cierta atemporalidad. Sí que hay un buen trabajo en el movimiento de actores, aunque quizá resulte demasiado exagerada la pantomima del tercer acto.

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El día anterior se pudo disfrutar en el mismo escenario la reposición del ballet La dame aux camélias de John Neumeier con música de Frederic Chopin. Hablar de Neumeier es siempre hablar de excelencia. El norteamericano se despidió el año pasado del Ballet de Hamburgo después de su larga trayectoria como uno de los mejores coreógrafos de finales del siglo XX y principios del XXI. La dame fue estrenado en 1978 en Stuttgart y es uno de los ballets más cercanos al clasicismo de su autor. Basándose en la romántica música de Chopin, desarrolla una coreografía de gran belleza, que se recrea en los movimientos lentos, casi lánguidos en muchos casos, sobre todo del enfermo personaje central.

Pero también hay momentos mucho más activos, en los que sobre todo los miembros masculinos del elenco pueden lucirse con diversos saltos y piruetas. Trabaja también mucho los pas de deux, con continuas elevaciones. También resalta la doble acción que marca en varios momentos, en los que en el escenario coexisten los protagonistas narrando la historia con su baile junto con la danza del cuerpo del ballet, que funciona como un “fondo” que enmarca la acción principal. Especialmente bello (todo el ballet lo es) resulta el segundo acto, basado únicamente en piezas para piano solo (fabuloso el trabajo de la pianista Vanessa Benelli Mosell) y en el que el aire romántico y vaporoso que impregna toda la coreografía llega a su punto más álgido. 

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El ballet del Teatro alla Scala, que dirige Manuel Legris, se encuentra entre los más prestigiosos del mundo y volvió a justificar esta fama con una intervención coral de excelente calidad y con la elegante y virtuosa danza de Alina Cojocaru (Marguerite Gautier) y Claudio Covello (Armand Duval). Ambos estuvieron excelentes, demostrando el gran nivel que poseen. También estupendos la Prudence de Camilla Cerulli, el Conde de N. de Saïd Ramos Ponce, la Manon de Martina Arduino, el Des Grieux de Nicola del Freo, la Olympia de Agnese di Clemence o el Gaston Rieux de Gioacchino Starace. Una pléyade de estrellas que realzaron la belleza de una coreografía que entusiasmo a un público variopinto, ya que la función estaba especialmente dedicada a los jóvenes y a las personas mayores. Ambas franjas de edad llenaban el teatro y aplaudieron con vehemencia a los artistas, a la orquesta y al director de la misma Simon Hewett