© Rafa Martín
Sonata-río en Mi mayor
Madrid 29/05/25. Auditorio Nacional de Música. Obras de Bach, Beethoven y Schubert. Víkungur Ólafsson, piano.
Entre los profesionales y programadores de la clásica se habla mucho sobre la necesidad de actualizarla, de no limitarse a repetir una y otra vez los mismos esquemas. Y para ilustrar esa necesidad, uno de los clichés más utilizados es que la sala de conciertos “no debe ser un museo”. En realidad, el símil es poco acertado: los museos llevan décadas reinventándose, proponiendo miradas diferentes sobre las colecciones de piezas icónicas. Los comisarios —los célebres curators del mundo anglosajón— ejercen como estrellas de la programación para envolver lo ya visto en narrativas originales que nos provocan nuevas asociaciones, reflexiones y emociones.
Algo de todo esto es lo que nos propone el pianista del momento, Víkingur Ólafsson. Ha creado un programa que paseará durante los próximos dieciocho meses por salas de todo el mundo, en el que las piezas de tres grandes del repertorio germánico —Bach, Beethoven y Schubert— se nos ofrecen de una manera inaudita: recortadas y entretejidas para conformar una experiencia unitaria. Ólafsson elige una tonalidad, la de mi, como el andamio sobre el que construirá este gran collage. Y con la tijera en mano, elimina los últimos movimientos de cada una de las obras: desaparecen así las resoluciones de cierre y se hace posible interpretarlas de manera fluida, sin pausas, sin espacio para los aplausos y sin ningún remate conclusivo (“chim-pum”, para entendernos), que rompa el flujo musical.
Pero no es esta una propuesta frívola. Hay un sentido en destacar lo que estos tres autores tienen en común y hacer de esos elementos la urdimbre sobre la que tejer la interpretación. En una sala cuya iluminación en claroscuro invitaba a una escucha reflexiva, Ólafsson se lanzó a la tarea haciendo gala de esas características interpretativas que lo han hecho célebre: precisión, transparencia y espiritualidad.
No es fácil tender un puente que vaya de la matemática de la Partita no. 6 de Bach al folclorismo romántico de la poco interpretada Sonata D. 566 de Schubert. Pero el genio de este intérprete lo hace posible. Para ello, por ejemplo, el teclado se romantiza ligeramente, robando tiempos en Bach, y contiene la mano izquierda en Schubert. Interpretó a Beethoven de manera reflexiva, huyendo de cualquier intención de desgarro o tormento. La intensidad sonora también se mantiene en la horquilla controlada del mezzo-forte.
Aunque, contaminados por toda una historia de escucha en nichos, nuestra primera intención pueda ser dedicarnos a reconocer las diferencias en los obvios saltos entre autor y autor, es mejor abandonarse a la atmósfera de unidad y entregarse en este programa a sus invariantes. Con su técnica impecable y con un lenguaje corporal que habla de entrega y de servicio a la causa (pareciera ser una estrella a su pesar), la claridad cristalina y el misticismo inundaron los ochenta minutos de este concierto concebido a modo de sonata-río. Evitó la monumentalidad y los momentos climáticos, tan solo adivinados en el allegretto de Schubert. Un efecto de mantra surgió en la precisión y los tiempos de la mano derecha, ofreciendo una nueva manera de escuchar de otro modo lo ya escuchado tantas veces. El riesgo de esta propuesta es caer en demasiada monotonía, pero se evitó gracias a una interpretación con cierto carácter de improvisación, con la naturalidad que solo la gran técnica permite, humana y personal.
Ante un programa tan original y redondo, sobraron las tres propinas que el islandés ofreció tras unas palabras muy cariñosas al público de Madrid. Pero nos queda en el recuerdo la certeza de haber asistido a una propuesta inaudita, de museo moderno, y, seguramente, de haber visto abrirse una puerta a otros lugares interpretativos.
Fotos: © Rafa Martín