Nozze Bayerische 2017 Hosl1 

Los particulares que engrandecen

Múnich. 28/10/2017. Bayerische Staatsoper. Mozart: Le nozze di Figaro. Christian Gerhaher (Conde Almamiva), Federica Lombardi (Condesa), Alex Esposito (Fígaro), Olga Kulchynska (Susana), Manuel Günther (Basilio), Dean Power (Don Curzio), Sollen’ Lavanant-Linke (Cherubino), Anne Sofie von Otter (Marcellina), Paolo Bordogna (Bartolo). Dir. escena: Christof Loy. Escenografía: Johannes Leiacker. Vestuario: Klaus Bruns. Dir. musical: Constantinos Carydis.

Christof Loy, natural de Essen pero con gran parte de formación muniquesa, ha sido el encargado de vestir la primera de las premières de la temporada en la Staatsoper, ocasión para la que parece que se nos hubiese querido preparar con la reposición, hace escasas semanas, de su visión de Il turco in Italia. Esta será la séptima ocasión en la que el teatro bávaro pone la escena en sus manos, y una vez más, a tenor de lo acontecido, parece que la relación sigue cotizando al alza.

El trabajo en escena de Loy comienza a la par que la obertura, con un teatro de marionetas que especula la acción inicial descrita por da Ponte en una miniatura del propio teatro bávaro. Su discurso será retomado por el Fígaro de carne y hueso, que continuará tomando las medidas de la celebérrima estancia, pero en una escenografía de dimensiones aun inusualmente reducidas, eso sí, con las obligadas puertas que requiere el libreto, amén de una especie de palco escénico. Ese es el simple pero efectivo concepto que el escenógrafo alemán trabajará durante los 4 actos que musicó Mozart: la escena en sí irá literalmente engrandeciendo todos sus particulares, a la par que la trama evoluciona, trazando un paralelismo entre la evolución de la complejidad del asunto y el crecimiento de las dimensiones de todo aquello inerte que le circunda. Los maleables personajes que da Ponte perfila en sus primeras líneas van enredando los hilos que les sostienen a través de las complejas relaciones que trazan, y con ellas la escena se agranda, nublando nuestra percepción de conjunto, y nuestro entendimiento, hasta tal punto que no veremos más allá de la única ciclópea puerta que dominará el último acto. Mondo, exento de complejidades, en parte algo anodino, pero como casi todo lo que genera Christof Loy, sumamente efectivo.

La dirección de Constantinos Carydies, pese a su precipitado tempo inicial (más prestissimo que presto), supo encontrarle poco a poco el pulso, regalándonos una versión rica en dinámica y matices –ayudada por una Staatsoper orchester de respuesta exquisita– a la que solo le faltó una visión de conjunto menos zigzagueante y la lógica tras el juego planteado con el continuo de los recitativos. Tres fueron los instrumentos presentes para tal fin, fortepiano, clave y órgano, alternados sin razón aparente –aun buscándosela–, con irrupciones extemporáneas en las secciones orquestales y grandes periodos de ausencia en los recitativos secos, donde además prácticamente nunca se desarrollaba, limitándose a marcar la cadencia final y las modulaciones. No aportaba nada, a lo sumo confundía, por lo que la lógica nos señala que lo pertrechado fue cuanto menos innecesario, a la altura de invenciones semejantes vertidas por un noto connacional, de generación compartida, de cuyo nombre no quiero acordarme.

En cualquier caso, amén de la puesta en escena de Loy, no creo exagerar si señalo que el gran acierto de estas bodas fue precisamente su protagonista: el Figaro de Alex Esposito. Es difícil poder presentar un personaje tan perfecto en todos sus cometidos como el que nos presenta el barítono bergamasco. Esposito plantea una evolución vocal y gestual del personaje inconmensurable, no hay timbre o expresión que repita, tampoco hay silencio que no adorne con un movimiento de manos, cejas, ojos, pómulos. Nada tiene que ver el Fígaro que reemplaza a las marionetas con el que cierra el telón.  Esposito es hoy en día una referencia ineludible para éste y otros roles que necesitan que les soporte un actor mimado por la madre naturaleza, un consumado comediante, un artista de los pies a la cabeza, siendo sin duda él el particular que más engrandeció al presente título. A su lado solo se sostuvieron los condes, de características antagónicas pero concomitantes, léase, la experiencia de Christian Gerhaher y la frescura de Federica Lombardi. Pese a las buenas prestaciones vocales de Olga Kulchynska su rigidez gestual generó un constaste visual casi traumático respecto al rendimiento de sus tres compañeros de reparto, y es que las buenas intenciones, que las hay, no bastan encima de un escenario. Su fortuna radica precisamente en que la calidad canora le permitirá poco a poco centrar su atención el trabajo escénico, algo que tendría una solución más ardua si se tuviese que acometer en el sentido inverso. Más a la izquierda se situaron el Cherubino de Sollen’ Lavanant-Linke y sobre todo la Marcellina de Anne Sofie von Otter, sin nada que resaltar salvo las dificultades de la segunda en sortear la sobreactuación y en devolver la templanza a una voz que nos ha dejado tan buenos momentos, pero que ya se remontan a demasiados años atrás. En definitiva, una velada de marco digno para la ocasión en la que el protagonista de la boda fue, sin que sirva de precedente, el novio.