Sorozabal 

Cuestión de dignidad

2/12/2017. Bilbao. Palacio Euskalduna. Pablo Sorozabal: La tabernera del puerto: Ana Otxoa (Marola), Jesús Lumbreras (Juan de Egia), Txus Romano (Abel), Alberto Núñez (Leandro), Antoni Duran (Simpson) y otros. Masa Coral del Ensanche. Dirección: Iñaki Hernández. Orquesta Sinfónica de la Escuela de Música Labairu. Dirección de escena: José Cámara. Dirección musical: Iker Santxez.

Espero tengan mis hipotéticos lectores un poco de paciencia antes de que entre en materia, es decir, desarrolle la reseña sobre la función de La tabernera del puerto organizada por la Masa Coral del Ensanche, de Bilbao. Y pido paciencia porque mientras volvía a casa atendiendo a la nieve agolpada a ambos lados de la carretera he llegado a la conclusión de que eran necesarias al menos cuatro reflexiones previas. Con su venia.

La primera que deseo abordar es la relativa a la necesidad de la existencia de entidades  locales que permitan a miles de personas el acceso a una función de zarzuela o de ópera aun a costa de una asumible modestia. Quizás Bilbao no es el mejor ejemplo para ello (disponemos de temporada de ópera, los espectáculos del Arriaga y de otros teatros) pero un servidor ha escuchado zarzuela en pequeñas localidades cercanas (Arrasate o Basauri, por ejemplo) que dan la posibilidad a las personas aficionadas o curiosas a acercarse al mundo lírico. Estas organizaciones –caso de la que nos ocupa, la Masa Coral del Ensanche- hacen un esfuerzo enorme y ante esta actitud de empeño amateur sólo cabe ser agradecido.

La segunda reflexión hace referencia a la necesidad de mantener la dignidad de la Zarzuela (así, con mayúsculas) y de sus funciones para lo cual considero importante marcar ciertos límites que habrían de respetarse siempre. Y uno de ellos tiene que ver con el respeto a la partitura. En muchas zarzuelas –y esto es solo un ejemplo- los personajes cómicos son puestos en las manos de actores con limitadas aptitudes cantoras provocando con ello la ruptura del equilibrio del personaje al dar prioridad a la vis cómica frente al necesario –aun siendo episódico- canto. Otro ejemplo es el de la alteración de la partitura bien para adaptarla a las posibilidades del cantante de turno bien para dar enjundia a la función, inventando momentos orquestales con los fragmentos más conocidos del título, incluyendo “morcillas” provenientes de otros títulos zarzueleros u operísticos o alterando el orden de los números por cuestión de comodidad escénica.

La tercera reflexión nos mete en terreno resbaladizo. Aunque apenas hace unos años el uso de la amplificación del sonido en el mundo lírico era algo casi implanteable –de hecho, la no amplificación era una señal de identidad del género- en algunas pequeñas localidades se suple la falta de voces adecuadas con el uso “discreto” de distintos métodos de amplificación. Y una vez abierta la veda, ¿dónde está la frontera de lo aceptable y lo no aceptable? ¿Puede considerarse conveniente utilizar la amplificación para los diálogos pero no para el canto? ¿Se analizan las inevitables consecuencias de esta esquizofrenia técnica?

Por último creo que merece la pena hacer un esfuerzo por acertar con el escenario. Muchas veces estas compañías tienen que lidiar con escenarios sin posibilidades técnicas, sin foso orquestal o con espacios reducidos. Llevar la lírica a muchas localidades implica aceptar escenarios improcedentes pero en alguna ocasión, como la que nos ocupa, se apuesta por lidiar un Miura que nos deja en evidencia.

Dicho esto, entremos en materia. A pesar de que muchas de mis amistades no entienden mi afición por asistir a funciones “menores” como la que nos ocupa, siempre he pensado que asistir a este tipo de iniciativas culturales nos mantiene atentos y nos enseña la verdadera dimensión de la Lírica. No sólo se puede alimentar el público aficionado con el Liceu o el Teatro Real, por poner dos ejemplos. Si embargo, aceptado que uno asiste a una función donde no puede mostrarse exquisito, considero que hay cuestiones irrenunciables.

Y en mi modesta opinión esta función de La tabernera del puerto ha roto varias fronteras hasta el punto de sentirse un servidor decepcionado al final de la misma; y creo que mucho público que está dispuesto a aplaudir todo también se sintió, al menos, desconcertado. Al hilo de esto recomiendo la lectura de la entrevista de mi compañero Gonzalo Lahoz al compositor Antón García Abril publicada con el comienzo de diciembre en este mismo medio y la reflexión del compositor acerca de lo que aplaude el público. Reproduzco pregunta y respuesta: 

Decía Nono que el público sólo aplaude lo que conoce… que se aplaude a sí mismo.

Si estamos hablando del público donde solamente se alimenta de lo que ya conoce… pues sí, pero para mí ese público no cuenta. ¡Rectifico! Claro que cuenta, no nos olvidemos de que a la música se llega por la música, pero ocurre que hay que evolucionar. Debemos evolucionar. El público que va a la ópera y se limita a escuchar diez óperas a lo largo de su vida, a mí personalmente no me interesa para nada. Ahora, que a partir de ese momento puede evolucionar en la búsqueda de otros caminos además de los que ya conoce y que le han llevado a esa música, entonces, por descontado, son bienvenidos. En ese público es en el que tengo fe, el que tiene interés en descubrir nuevos caminos sonoros… ¡aunque luego los rechace! Insisto: a la música se llega por la música y estamos, todos, obligados a dar un paso adelante, a evolucionar. ¡Nunca hay que decir “no” a aquello que no se conoce!

Esto es perfectamente aplicable a la zarzuela; se repiten ad nauseam una docena de títulos mientras cientos de ellos están ocultos bajo losas rellenas de indiferencia. El público aplaude al tenor al término del ¡No puede ser! se cante como se cante y se aplaude a los actores-cantantes cómicos aunque no hayamos escuchado una sola nota de calidad en toda la función.

La organización decidió en esta función utilizar la amplificación para los diálogos mientras que las partes cantadas eran hechas “a voz”… con excepciones que luego mencionaré. Tal decisión permitía que los diálogos llegaran con claridad a todo el auditorio pero también dejaba en evidencia el escaso volumen de la mayoría de las voces por el contraste surgido tras el apagado del sistema de amplificación. Se oía un personaje estupendamente mientras hablaba pero en cuanto se ponía a cantar apenas llegaba a mi privilegiada butaca así que en el inmenso Euskalduna no quiero ni pensar lo que (no) habrá llegado a los y las espectadoras situados en la parte superior.

La mejor voz por fraseo, proyección y volumen fue, sin duda alguna, la de Ana Otxoa (Marola). La recuerdo en una Anna (Nabucco) de la ABAO donde a pesar de la pequeñez del papel en los concertantes se le oía con enorme facilidad. Más cómoda en las partes líricas –su mejor momento fue En un país de fábula, donde enseñó una coloratura bien moldeada-, más apurada en las partes más densas, especialmente en la escena del naufragio pero Ana Otxoa resultó ser la grata sorpresa de la noche. Un aplauso para ella.

Su Leandro era Alberto Nuñez, habitual secundario de la ópera de Bilbao y que aunque tiene una voz de color bello tiene el problema de su volumen; el inmenso Euskalduna le engulló inmisericordemente y en la ya reseñada escena del naufragio apenas resultó audible a pesar de sus esfuerzos. Su gran momento, el citado ¡No puede ser! resultó más que digno… porque fue discretamente amplificado. En el colmo de lo improcedente se decidió amplificar la romanza en la mitad de su interpretación, lo que subrayó más si cabe el escaso volumen de la voz natural. Una decisión errónea.

Jesús Lumbreras encarnó a Juan de Egia y aunque el volumen era aceptable su fraseo es bastante tosco y tiende a subrayar lo malévolo a través de un excesivo énfasis, intentando así crear personaje. Por último, Antoni Duran fue un Simpson voluntarioso pero escasamente audible. Un color apropiado en la voz que apenas llegó al patio de butacas.

Entre el resto de personajes nos encontramos algunos de ellos correctos (el Verdier de Paco Miranda, el Chinchorro de José Cámara o el Ripalda de Joseba Alba), otros apenas pasables (la Antigua de Arantza Burgoa, excesiva como actriz e inaudible como cantante) y punto y aparte es el caso del personaje de Abel.

En este caso se comete un crimen con todas las letras. La actriz, Txus Romano, no cantó una sola nota. Puedo aceptar que el personaje tiene un  punto pedante e inaguantable pero de ahí a destrozarlo hasta el punto de que quien lo encarnaba no cantó una sola nota en toda la noche va un abismo. Algunas partes las masculló una octava baja, otras las recitó o las declamo y otras fueron directamente amputadas. Y reconozco mi sorpresa por el hecho de que Iker Santxez aceptara semejante escabechina. 

Este, el director musical, tuvo un trabajo inmenso tratando de concertar a coro y orquesta –la primera intervención del coro fue un ejemplo de descoordinación- o evitar el desastre en la escena cómica de Chinchorro y Antigua, donde el caos era bien evidente. ¿Problemas de ensayo? Más que probable.

La orquesta, modesta, trató de dar color a la zarzuela; de hecho, los únicos momentos en los que percibí cierto disfrute del director musical fue en los episodios orquestales donde trató de matizar y sacar sonido bello. El coro ya queda dicho que tuvo problemas de ajuste evidentes mientras que la puesta en escena quedaba en evidencia ante las dimensiones del escenario del Euskalduna por su pequeñez. Por cierto, no me queda sino reiterar que la elección del palacio como lugar de la función fue un error estratégico. Ni la puesta en escena, ni las voces era las más adecuadas para un escenario inclemente con los cantantes. Los habituales de la ABAO bien sabemos de la crudeza del lugar.

El público reaccionó con relativa alegría al final de la función. Por cierto, al caer la última nota no bajó el telón lo que creó cierto desconcierto entre el público y provocó un rito de aplauso bastante lánguido. Una pena. Así, quien haya llegado hasta aquí pensará: ¿merece la pena seguir organizando títulos de zarzuela para que luego nos pongan de vuelta y media en la crítica? Mi sí es rotundo. Merece la pena y estas líneas sólo tratan de aportar en positivo y hacer de una función de zarzuela un hecho cargado de ilusión y de dignidad artística.