MartinFrost

Una lectura vivaz y memorable

Madrid. 11/2/16. Auditorio Nacional. Temporada Juventudes Musicales. Mozart: Sinfonía nº 39, en mi bemol mayor, KV 543. Concierto para clarinete y orquesta en la mayor KV 622. Sinfonía nº 41, en do mayor, KV 551 "Jupiter". Orquesta de Cámara Sueca. Clarinete solista: Martin Fröst. Dirección: Thomas Dausgaard. 

Juventudes Musicales nos ha traído la Orquesta de Cámara Sueca al Auditorio Nacional de Madrid, una formación que con apenas veinte años de existencia se ha hecho un hueco en el panorama internacional. Viene de gira junto a su director Thomas Dausgaard y acompañada de un solista absolutamente extraordinario, en un evento dedicado íntegramente a las obras más célebres de Mozart. 

La pieza central de la noche y el verdadero corazón del programa fue el Concierto para clarinete y orquesta en la mayor, una obra fundamental del canon clásico y -junto a los conciertos de Weber- imprescindible para cualquier clarinetista que se precie. El solista encargado fue nada menos que Martin Fröst, una estrella carismática del instrumento y, según esas inevitables clasificaciones que tanto nos atraen, el número uno en su repertorio. En cuanto apareció en el escenario Fröst hizo notar que esto no iba a ser una actuación ortodoxa, es uno de estos intérpretes que además de generar la melodía, la siente en cada parte de su cuerpo, y la baila, sin tapujos, con un estilo propio y juvenil, que por momentos resulta deliciosamente inapropiado. Una interpretación para la que  es tan importante mirar como escuchar, y en un entorno donde se evidenció su innegable complicidad con la orquesta. Se convirtió en el director de facto de la obra, haciendo de los ágiles movimientos de su cuerpo un buen sustituto de la batuta y relegando a Dausgaard a una casi una función de soporte.

Sobra comentar la calidad técnica y el virtuosismo de un músico de su categoría. Su lectura de la obra discurrió más bien por otros derroteros, por un lucimiento más emocional que técnico. Desde sus primeras notas en la parte inicial, el allegro, ofreció una interpretación ágil, saltarina y con un volumen más reducido del que suele ser habitual en otros intérpretes -no se trata de inundar la sala con sonido sino de atraer la curiosidad del respetable. Complementa esto con un fraseo nada clásico, huidizo, evanescente, algo introvertido, pero bien integrado con la orquesta. Una actuación que se escapa y para la que el oído -o la mirada- parece llegar siempre un instante tarde. Para esta versión tan propia y vivaz, Fröst no tuvo problemas en incluir adornos a la partitura, que cada vez son más habituales en las obras de Mozart y que desde mi punto de vista no son solo aceptables sino incluso muy recomendables. 

En el adagio, Fröst suavizó la línea melódica y concentró su actuación en la atención esmerada a la calidad de cada una de las notas, poniendo un infinito cuidado al color de unos pianos magníficamente alargados. La coda, el momento más personal, el de la improvisación, se llenó de escalas flotantes y pareció infinito. Lo realizó con la técnica de la respiración circular, consiguiendo meritoriamente un legato perfecto, y una transición fluida al tema principal. Un momento inolvidable para todos los que apreciamos este concierto.

Se dice que el clarinete -y para algunos el cello- son los instrumentos que más se asemejan a la voz humana, Fröst parece estar de acuerdo con esta idea e hizo del rondó final una continua y animada conversación con la orquesta. Más que tocar, y como ya se ha dicho bailar, al solista aquí parecía cantar. Bien se le podría asignar el concepto de artista total, algo que se reforzó en una propina con aires exóticos, zíngaros y si cabe aún más movimiento, para poner a gran parte del público en pie.

El resto del programa, las sinfonías, no estuvo a la gran altura del concerto. Dausgaard ejecutó una  desvaída Sinfonía n. 39, con tiempos retardados en los dos primeros movimientos y acelerados en los últimos, limitado sentido melódico y poca atención a los timbres orquestales. El resumen evidente estuvo en el tercer movimiento, su famoso minueto, a modo de marcha militar y con los detalles de la partitura borrados. Y para terminar una Jupiter más convencional, con ciertos aires románticos -la partitura lo acepta- durante la que algunos asistentes recordamos todavía la gran actuación en la pieza anterior.

Noches como esta, con un intérprete de la calidad y la frescura de Fröst, nos ofrecen el regalo de arrojar una mirada nueva y totalmente pertinente, sobre una obra siempre en riesgo de lecturas únicas y cerradas. Y sobre todo, nos demuestran que aunque como decía John Cage, “hay maneras de odiar a Mozart”, también hay algunas razones, inapelables, para amarlo profundamente.