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Aplaudir pasados y presentes

Viena. 1/06/2018. Wiener Staatsoper. Verdi: La Traviata. Irina Lungu (Violetta Valéry), Pavel Breslik (Alfred Germont), Plácido Domingo (George Germont), Bongiwe Nakani (Annina), Margaret Plummer (Flora Bervoix), Carlo Osuna (Gaston). Dir. escena: Jean-François Sivadier. Escenografía: Alexandre de Dardel. Vestuario: Virginie Gervaise. Dir. musical: Marco Armiliato.

De donde no hay no se puede sacar, una sentencia que parece hecha a medida para Jean-François Sivadier y su lectura del libreto extraído del clásico de Dumas. Los orígenes de este director de escena se remontan al teatro de comedia y en eso lo ha bordado, porque en parte esta producción de 2011 (que venía entonces a reemplazar los 40 años de la de Otto Schenk) parece una broma. Poca experiencia tenía hasta proponer esta puesta en escena, y mucho más recorrido yo no le hubiese dado, tras desperdiciar una oportunidad como la que le pusieron en las manos en Aix-en-Provance (en coproducción con Viena) con un currículo que pasaba por apenas un par de estrenos en Lille.

El hecho de que se comience con telón alzado, en una especie de mala improvisación de teatro callejero, como si con ellos no fuese la cosa, ya era un mal presagio. Diversos cortinajes móviles intentan mutar el espacio, pero solo consiguen confundir y ensuciar visualmente una escena que desde su arranque ni motiva ni ayuda a esclarecer la trama. Dijo entonces Sivadier que lo ideal sería tomárselo como una especie de “estudios de escena” y eso ayuda sin duda, tratarlos cual fotografías y pasar página cuanto antes para ver la siguiente, y así, con premura, sucesivamente. Humaniza a los personajes, es cierto, y este fue también su gran eslogan, pero no es virtud, sino coherencia, y ésta debería venir de serie, y no enarbolarse cual mérito. 

Su dirección también muta a Violetta, casi más enferma psíquica que físicamente, pues en éste último apartado se muestra relativamente vigorosa, precipitándose todo en el último acto, casi sin verlo venir.  Quizás a la Natalie Desay de entonces le iba el papel de esta extraviada como un guante, por su energía, pero Irina Lungu es más de Violetta enfermiza, de voz diezmada por la tisis, de carácter abatido, pues son evidentes los problemas al enfrentarse a las líneas más ágiles, mientras trabaja con soltura aquellas más dramáticas. Según señaló en su entrevista para nuestra revista llevaba en aquel momento más de ciento treinta traviatas a sus espaldas, un peso que poco a poco se va notando en sus espaldas más por cuestión de frescura que por capacidad canora.

Pavol Breslik sigue demostrando estar dotado de un buen instrumento y que sus lecturas gozan de musicalidad, pero también siguen sin dar el paso hacia delante que se presagiaba la pasada temporada tras sus excelentes y continuas prestaciones en Múnich, como si el no jugar “en casa” le hiciese perder confianza. Como he dicho en alguna otra ocasión, le sobra ya edad para tener más descaro, un ingrediente necesario para pasar rondas en este arduo juego.

Plácido Domingo era sin duda la gran atracción de estas representaciones por su papel de Giorgio Germont, y no defraudó. Tan esperada era su presencia que apenas pisó el escenario, si emitir un solo sonido, el público empezó a aplaudir. Los méritos históricos le precedieron y los vocales le sucedieron, se reconoció pues pasado y presente en la ovación que con mérito recogería tras caer el telón. Su voz no es baritonal, es evidente, pero en este papel es difícil encontrarle objeciones, sobre todo cuando Verdi despliega su lado más belcantista. Ahí Domingo brilla con luz propia, regala su brillo tenoril en los agudos, oscureciendo a cualquiera que en esas lindes se le arrime, y adorna la prosa con una seguridad dramática que es difícil encontrar en un escenario. Con Domingo en escena en La Traviata es casi imposible que no haya algo que celebrar, pues no sólo no defrauda sino que encandila.

La dirección de Marco Armiliato fue técnicamente impecable, como casi siempre que tengo el placer de escucharle. Me cuesta encontrar un director que concierte con más atino y que destile más musicalidad que el maestro genovés, uno de los pocos donde los cantantes encuentran a quien les secunde en todo momento, quien les dicte y les acoja en su morada, como si fuese ajena, mientras sigue colocando los muebles a su gusto.

Un pequeño apunte: pese a la notable presencia de españoles en la ópera estatal de Viena, como ocurre en otras muchas salas que visito a este lado de los Alpes, siguen sin implementar nuestro idioma a los subtítulos ofrecidos. Deberían únicamente echar un vistazo a la procedencia de los espectadores, y quizás se llevarían una grata sorpresa.