Verdi, el afrancesado
Parma (7/10/2018) Festival Verdi. Teatro Farnese. Verdi: Le trouvère. Giuseppe Gipali (Manrique), Roberta Mantegna (Léonore), Franco Vassallo (Le Comte de Luna), Nino Surguladze (Azucena) Marco Spotti (Fernand) . Dir. de escena: Robert Wilson. Dir. musical: Roberto Abbado.
Quien quería ser algo en la ópera en el siglo XIX tenía que triunfar en París. Lo tenían claro todos los compositores del momento. Y todos los grandes lo intentaron con mayor o menor éxito, o con rotundos fracasos. A mediados de siglo la regla a la que tenían que amoldarse los aspirantes al éxito era la grand opéra, un formato de larga extensión (al menos cuatro actos), preferentemente con temas históricos, y un imprescindible ballet (colocado no antes del segundo acto). Verdi, aunque consciente siempre de su valía y siempre orgulloso de su arte, tuvo sus tiras y aflojas con París, pero acató las convenciones cuando quiso triunfar allí. Fue el caso, entre otros, de unos de sus mayores éxitos, una de las obras que forman su famosa “trilogía popular”, Il trovatore. Estrenada en 1853, se presentó en París en su versión francesa, con retoques no especialmente significativos (se notan, por ejemplo en la cabaletta de la primera intervención de Léonore) y que no aportan mejores especiales. Lo que se nota en general es una orquestación más suavizada, menos heroica, para, parece ser, amoldarse a los gustos parisinos. Y claro, la música de ballet, que en general es muy agradable de oír, tiene muchas influencias españolas (del folklorismo español visto desde el extranjero, claro) y donde el compositor utiliza, parece que por primera vez, temas musicales de la obra (completamente de la escena de los gitanos) dentro de su música para bailar.
Una rareza pues, que se escucha en muy rara ocasión y que el Festival Verdi de Parma y su director, Roberto Abbado, han tenido el acierto de programar. No ha sido fácil que el verdiano público parmesano haya reconocido el esfuerzo de esta producción. Sobre todo en la parte escénica encargada al consagrado regista norteamericano Robert Wilson. Wilson, fiel a su estilo que no es nada convencional, basa su trabajo sobre todo en una iluminación determinante en el desarrollo escénico y en un trabajo actoral que nos recuerda al teatro tradicional japonés, con movimientos muy medidos y espaciados, creando sensación de hieratismo. Es determinante sobre todo la posición de los brazos más que el gesto, que es casi inexpresivo. Algo que a priori choca de pleno con una ópera llena de acción, aunque tenga sus momentos también más líricos y que Wilson también supo explotar creando, quizá, la escena más bella de la noche en el aria del Comte de Luna “Son regard, son doux sourire…” cuando en la pared del fondo (de las tres que enmarcaron toda la representación) se proyectó un video de un lento mar embravecido, una viva metáfora de la mesura de la melodía con los atormentados sentimientos de Luna. Personalmente me gustó este planteamiento que contrasta tanto con la música, como si todos los personajes vivieran una dualidad entre lo que cantan y lo que hacen (aunque siempre esos movimientos tenían una coreografía que casaba con las melodías). Una propuesta interesante y que está muy trabajada y pensada y que tiene su punto más provocador en cómo se resuelve el largo y variado, musicalmente, ballet. Wilson presenta a un grupo número de boxeadoras y boxeadores que ejecutan sus ejercicios y su pugilismo durante este largo interludio musical. Una coreografía que no gustó a una parte del público pero que también fue aplaudido. Creo que Abbado (que también era aquí el director musical) ha arriesgado mucho confiando en Wilson y con una ópera que la gente conoce en italiano pero que no deja de resultar extraño oírla en francés. Pero hasta los públicos más tradicionales deben conocer otros puntos de vista a la hora de abordar una ópera. Además, estoy seguro, que hay también verdianos de Parma que han aplaudido esta versión que, además, ha atraído a la ciudad a numerosos amantes de las “óperas raras”.
Vocalmente el reparto fue muy compacto y de contrastada calidad, aunque el punto más débil fue el protagonista. Giuseppe Gipali no tiene un timbre atractivo ni unas dotes canoras sobresalientes y efectistas que es lo que este rol pide. Además, su volumen fue ostensiblemente menor que el del resto de sus compañeros lo que mermó lucimiento a sus cualidades, como unas exquisitas medias voces y unos agudos a los que sube con facilidad pero carecen de brillo. Aún así resolvió con profesionalidad la famosa “Supplice infame”. Mucho más adecuada la Léonore de Roberta Mantegna, que mostró un instrumento de calidad, impecable fiato, amplia proyección y adecuado volumen y sobre todo, un gusto exquisito para esas dos piezas tan impresionantes como son su aria de presentación y “Brise d’amour fidele” seguido del Miserere. Dado que su voz tiene menos peso que lo que suele ser habitual en este papel (aunque no tuvo ningún problema en la zona más grave) su agudo voló a gran altura y con perfecta técnica. Parma, me atrevo a decir, tiene predilección por las voces graves.
El barítono Franco Vasallo fue de los más aplaudidos de la noche. Su caracterización recordaba al Nosferatu de de Murnau, lo que acrecentaba ese lado malvado del personaje. Su voz es perfecta para estos papeles, con ese color tan característico de los especialistas en Verdi, broncíneo, si se me permite el esnobismo. Brilló especialmente en el aria que comentábamos más arriba, llena de fuerza y a la vez ternura. Bravo. Es un lujo contar con Nino Surguladze para el papel de Azucena. Además Wilson transformó a la mugrienta y avejentada zíngara en la madrastra de Blancanieves, realzando la figura y porte de la cantante. Un contraste que también chocaría mucho a los más reticentes con la producción. Vocalmente estuvo impecable, lejos de esas Azucenas que solemos oír, con instrumentos más trabajados y ya no tan pulcros. En cambio Surguladze mostró una frescura que embelleció su trabajo. Impecable en toda la tesitura, especialmente destacable fue su narración “C’est la qu’ils l’ont trainee” y la escena de la cárcel donde el contraste entre el estatismo impuesto por Wilson y el dramatismo del canto y el momento resultó perturbador y atractivo a la vez. Una gran actuación. Excelente en su aria, la primera de la ópera, Marco Spotti como Fernand. Bien todos los comprimarios y excelente el Coro del Teatro Comunale de Bolonia que hizo un trabajo impecable tanto en lo vocal como en lo escénico, algo nada fácil.
Si alguien triunfó esa noche fue sin duda Roberto Abbado. En primer lugar, en su faceta de director del Festival por su arriesgada apuesta, como decíamos. Y sobre todo por una maravillosa versión musical de la obra verdiana acompañado por un estupendo rendimiento de la Orquesta del Comunale de Bolonia que se mostró siempre empastada y con impecable trabajo. Verdi sonó francés sin dejar de ser italiano. Recreándose en los tiempos, siempre perfectamente medidos, brindó un trabajo impecable más apreciable en todo el ballet, impecablemente interpretado, mostrando a muchos seguramente por primera vez en directo, esa música del maestro de Le Roncole tan desconocida. Cómo pude decirle más tarde cuando casualmente me lo crucé por las calles de Parma: Bravo, Maestro.