Oh, Isis y Osiris, ¡qué delicia!
22/07/2010. Festival de Glyndebourne. W. A. Mozart, Die Zauberflöte. Barbe&Doucet, directores de escena. David Portillo, Tamino; Sofia Fomina, Pamina; Brindley Sherratt, Sarastro; Caroline Wettergreen, Reina de la noche; Björn Bürger, Papageno; Esther Dierkes, primera dama; Marta Fontanals-Simmons, segunda dama; Katharina Magiera, tercera dama; Jörg Schneider, Monostatos; Michael Kraus, Der Sprecher; Guy Simard, diseño de iluminación. Orchestra of the Age of Enlightenment y coro de Glyndebourne. Ryan Wigglesworth, director musical.
Glyndebourne y Mozart, una historia de apego, un binomio indisoluble desde que en 1934 el entonces pequeño festival comenzara su andadura con una temporada dedicada en exclusiva al salzburgués. Mucho se han ampliado los límites de este lugar desde entonces: los físicos, con un teatro y unos jardines que se han multiplicado en tamaño; y los programáticos, extendiendo el repertorio y convirtiéndose en referente también de otros autores, de entre los que destaca la (adoptada) gloria nacional británica, Haendel. En todo caso, hay algo absolutamente oportuno y pertinente en asistir a un estreno de La flauta mágica en estas verdes praderas, donde parece que el tiempo se ha congelado; pareciera que con nuestra presencia estamos honrando a la historia. La sorpresa mayúscula ha llegado al levantarse el telón y encontrarnos con uno de los espectáculos más insolentemente simpáticos e imaginativos que hemos tenido la suerte de ver en mucho tiempo.
La clave del éxito de esta deliciosa producción radica en dos elementos: no precipitarla al barro de lo cotidiano, mimando sus elementos simbólicos y fantásticos; y tomarse la producción muy en serio, aunque esto signifique revestirla sin complejos de inspiradísimos elementos de humor. La propuesta del dúo Barbe&Doucet nos traslada a un escenario inusual, una mezcla con aires de cómic de la pompa chiflada de El Gran Hotel Budapest y las viñetas imposibles de Delicatessen. Lo gastronómico se convierte en el hilo conductor de una trama en la que los protagonistas deambulan por cocinas, bodegas y despensas, bajo la protectora presencia Arcimboldo que, para el que se le haya escapado, nos recuerda que hasta con sencillas hortalizas se puede hacer buen arte.
La realización de los decorados es sencillamente magnífica. No se han ahorrado medios creativos para los suculentos y numerosísimos cambios de escena que sorprenden una y otra vez, reivindicando la clase y dignidad que puede tener el cartón piedra, cuando no se le disfraza ni se intenta esconder su naturaleza. Si en las óperas cómicas, con suerte, el público emite algunas risitas de complicidad, en esta producción las carcajadas plenas invadieron la sala en numerosas ocasiones. Dos días después de la representación no se puede evitar la sonrisa recordando momentos como la doma de los pájaros almohada, la irrupción de las sufragistas, las pruebas finales en los fogones y fregaderos y, sobre todo, el desternillante parto múltiple de Papagena.
Pero, como decíamos, las risas no nos deben llegar a engaño, esta es una producción seria y concienzuda como lo demuestra la intachable calidad de su vertiente musical. La Orchestra of the Age of Enlightenment se siente cómoda en este repertorio y lo demuestra con una versión chisposa y llena de nervio en la que sin embargo no falta ningún mimo a los detalles. El director Ryan Wigglesworth debuta en Glyndebourne huyendo de solemnidades y tentaciones romantizantes –como ejemplo, la inusual vitalidad de la obertura del segundo acto, que nos despierta del efecto de los vinos consumidos en el tradicional picnic del descanso.
En cuanto a los cantantes, reparto redondo y sin fallas, impecable. Y de entre todos destaca el Papageno del encantador Bjön Bürger. Resumiendo el espíritu de la producción, nos sedujo con su simpatía en cada aparición y además brilló vocalmente, su broncíneo timbre y el elegante fraseo hizo su actuación digna de una grabación. El Tamino de David Portillo combinó una emisión bien colocada con un exquisito legato. De la Pamina de la rusa Sofía Fomina nos quedamos con el emotivo control de las dinámicas y, en especial, su messa di voce en “Ach, ich fühl’s”. La temperamental Reina de la Noche de Caroline Wettergreen convenció, especialmente en los estacatos y los sobreagudos, aunque tuviera algunos problemas de agilidad para las escalas ligadas. Ni siquiera unos gorros de chef luminosos pudieron quitarle dignidad a la paternal y aterciopelada voz del bajo Brindley Sherratt como Sarastro, un viejo conocido y favorito en Glyndebounre.
Las libertades con la partitura no fueron pocas y estuvieron siempre acertadas. Algunas como el largo ad libitum de las tres damas y la penúltima frase de Wettergreen en su aria del primer acto -¡ejecutada una octava por encima de lo que está escrito!- nos anuncian que, en Mozart, los ornamentos han recuperado una presencia que hace no tanto dábamos por olvidada.
Al terminar, el púbico llenó la sala con emotivas exclamaciones de celebración y agradecimiento, mientras en la fila de vetustos críticos muchos farfullaban malhumorados. Y entre todo este estupendo jaleo, Glyndebourne hacia honor a su misión declarada para el siglo XXI: “Crear experiencias operísticas transformativas de primera clase”. Con esta nueva producción, sin duda alguna, lo han conseguido.
Foto: Alastair Miur / Glyndebourne Festival.