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El arco y lo eterno

Barcelona. 13/11/2019. Palau de la Música Catalana. Ciclo Palau 100. Bartok: Concierto para violín núm. 2 BB117. Bruckner: Sinfonía núm. 7, en Mi mayor. Leonidas Kavakos, violín. NDR Elbphilharmonie Orchester. Alan Gilbert, dirección musical.

Por fin se pudo inaugurar la Temporada 2019-20 del Palau de la Música Catalana, después de días y semanas de bulla política y social en respuesta a la sentencia judicial con los imputados y encarcelados del procés. Una situación que entre sus múltiples efectos secundarios obligó a cancelar el concierto con el que estaba prevista la flamante inauguración de la nueva temporada, con un concierto protagonizado por el matrimonio formado por la mezzo checa Magdalena Kožená y el director y pianista británico Sir Simon Rattle, que desgraciadamente ya no se podrá ver en Barcelona.

El calendario y la importancia de los protagonistas situó a este concierto de Palau 100, el tercero programado después del verano, con un atractivo programa como cita musical más que relevante y a la altura de un inicio de temporada. Con el Concierto número 2 de Bartok se presentó en el Palau el prestigioso violinista griego Leonidas Kavakos, quien enseguida mostró la dulzura y redondez del sonido de su violín Stradivarius “Willemotte”. 

Es impresionante y de ello da cuenta lo mítico de los instrumentos creados por Antonio Stradivari (Cremona, 1644, ibídem, 1737), la brillantez, riqueza de colores e incluso intensidad eléctrica que el violín desprende en manos de un virtuoso como Kavakos. Destacó desde el primer ataque con su arco en este violín, construido por un nonagenario Stradivari, ¡tan solo tres años antes de su muerte!, la hermosura del sonido, dulce y a la vez punzante en la escritura enérgica y virtuosa de la partitura bartokiana. Un instrumento fabricado en 1734 nada más y nada menos que 205 años antes del estreno de esta obra, el segundo y último concierto para violín de Bela Bartok, a quien no solo le hizo justicia sino que resaltó las iridiscencias sonoras de una composición llena de personalidad y lirismo.

Kavakos llenó la sala del Palau desde un primer movimiento, Allegro non troppo, lumínico y pulido en sus ataques y en solo final, lleno de aristas y fluidez, que dejó al sonido más bien opaco y sobretodo falto de intensidad de una NDR Elbphilarmonie de Hamburgo que no acabó de encontrar estar a la altura del solista. Alan Gilbert desde el podio pareció ir detrás no solo de Kavakos y su insolente virtuosismo, sino que arrastró de alguna manera el sonido orquestal siempre exigente y muy focalizado en las diversas secciones de la orquesta de la partitura de Bartok. Si bien con el Andante traquilo, las cosas parecieron ir más equilibradas, a la orquesta le faltó tensión y mejorar el diálogo con el solista, resultando un sonido sinfónico más fragmentado que orgánico. Kavakos reafirmó su lectura vigorosa y desacomplejada con un Allegro molto final radiante, donde el arco del violín pareció rozar los abismos de la escritura solista con un Kavakos cual funambulista instrumental. Gibert condujo el final con más tiento que inspiración, a pesar del los destellos de una secciones, metales y vientos vigorosos, percusión atractiva y cuerdas sedosas que solo asomaron a ratos entre la vistosa y siempre original partitura de Bartok.

No es Bruckner el compositor más programado en las salas de concierto de nuestros lares y es una lástima porque la vistosidad y grandiosidad de sus obras son siempre un páramo de gozo sinfónico para grandes orquestas y formaciones como al NDR Elbphilarmonie. Precísamente ha salido este 2019 la grabación de esta séptima sinfonía por parte de la orquesta con Gilbert al podio, su director titular desde esta temporada 19/20, bajo el sello Sony. Es Bruckner un compositor especialista de la formación y a pesar de la riqueza del sonido de la orquesta, a Gilbert le costó cristalizar la fuerza sideral de esta partitura estrenada en 1884, el año posterior de la muerte de Richard Wagner, el gran faro musical que inspiró tanto a Brucker y del que aquí asoma un perfume decadente y trascendental irresistibles. Valga la pena recordar también que esta sinfonía se la dedicó Bruckner al rey Ludwig II de Baviera, el que fuera gran mecenas y soporte fiel de tantos estrenos y óperas del maestro de Bayreuth.

El inicio del Allegro moderato sonó de nuevo falto de vigor, con carencia de mordiente en las cuerdas, lirismo en los metales y con cierto grado de pesantez general. No ayudó tampoco una lectura de Gilbert que parece transitar por lo fragmentario más que por una lectura continua donde la fluidez de los temas se engarce con la majestuosidad que parece pedir la obra. El gran final del primer movimiento, que parece previsualizar y anunciar el sonido majestuoso de la futura Alpensinfonie de Strauss (1915), se inició con inspirado lirismo pero acabó de manera errática y casi esquiva. 

Las cosas cambiaron bastante con el gran movimiento de esta mastodóntica sinfonía y su icónico Adagio. De nuevo la capacidad de Bruckner de premonizar a grandes sinfonistas posteriores (el Mahler de la quinta), se erigió aquí con el gran dibujo de unas cuerdas, densas e inspiradas, que construyeron un sonido íntimo y a la vez arrollador, siempre soportadas por unos vientos y un metal, donde destacan las fulgurantes tubas wagnerianas. Gilbert pareció captar mejor que nunca el clímax largo y denso de este movimiento que transmite una fuerza casi cósmica, como si de una imaginaria danza planetaria se tratara. Pareció como si los anillos de Saturno rozaran la partitura. La riqueza del sonido de los chelos y contrabajos, la profundidad operística de vientos y metales, todo se engarzó en el movimiento más inspirado y rico de la sinfonía. 

La grandeza del Adagio continuó con un Scherzo de gran atractivo rítmico que pareció beber de la tradición eslava, recordando a Dvorak o Brahms. La orquesta volvió a ofrecer su mejor cara, secciones vibrantes, sonido empastado, dirección precisa y clara de Gilbert. Es posible, y esto es una simple observación personal del crítico, que el último movimiento de la sinfonía sea el menos inspirado de los cuatro. Sea por lo que fuere el Finale no tuvo ni la fuerza ni la vitalidad tímbrica y sinfónica de los dos movimientos centrales, pero si confirmó que la Elbphilharmonie mantiene un nivel instrumental de gran calidad, y que Alan Gilbert, cuando encuentra ese difícil equilibrio entre lectura y resultados, sabe extraer de la formación calidad sinfónica y personalidad.