Aplaudir o no aplaudir... esa es la cuestión
Los Proms reavivan el debate sobre los aplausos entre movimientos
La escena se ha repetido infinidad de veces en todas las salas de conciertos del mundo. El principiante acude ilusionado a escuchar una sinfonía y ante la emoción que produce la rotundidad del final del movimiento -la magia de las cadencias conclusivas- da un paso en falso y rompe a celebrarlo con un aplauso. En ese momento el sanedrín de conossieurs responde con miradas humillantes, chisteando ofendidos, con la satisfactoria superioridad que otorga ser uno de los guardianes de una tradición que debe ser preservada por el bien del arte. Una práctica de silencio que por cierto, como cualquier aficionado con curiosidad sabe, tiene menos de un siglo: esos mismos aplausos a destiempo que hoy desdeñamos como signo de incultura fueron apreciados por compositores como Mozart, Tchaikovsky e incluso Brahms como garantía de su éxito y de la continuidad de su salario.
En el Prom 18, hace tan solo unos días, Theodor Currentzis y su orquesta MusicAeterna realizaba una gran y heterodoxa interpretación de dos sinfonías de Beethoven. Invariablemente, tras cada movimiento el público de los asientos superiores aplaudía al acabar, de modo medido y sin que hubiera ni la más mínima señal de reproche por parte el resto de la sala. Lo más sorprendente del asunto fue la total sensación de propiedad del signo de celebración. Lejos de romper la magia del acontecimiento, el sacrilegio reforzó el espíritu de una interpretación rompedora y la comunión entre audiencia y orquesta.
“Aquí somos más flexibles y acogedores con estas cosas”, me comentaba una antigua encargada de la programación del Barbican y la BBC a la salida, intentando quitarle importancia al asunto. Pero este es un comportamiento que ha crecido espontáneamente en los últimos años en los Proms hasta llegar a explotar en el estreno de esta temporada con Los Planetas, invadido por los aplausos. Se creó entonces una polémica que la flema británica ha sacado de la sala pero que ha polarizado con fuerza, no solo las las revistas y podcasts especializados, sino las páginas de The Times, The Independent y de esa joya para la música que es The Guardian.
Miremos al fondo del asunto. Es defendible que la tradición deba ser respetada, ya que no es un elemento ajeno a la obra musical, sino algo que le es constitutivo. Es eso que la hermenéutica llama la historia de los efectos, y que nos ha enseñado que la única manera de relacionarnos con una obra es asumir, entender y criticar las mochilas con las que el paso del tiempo la ha cargado. Dicho de otro modo, ante el carácter icónico que ha adquirido una obra de Mozart, poco importa que en su momento se escuchara cenando y comentado la actualidad a viva voz; llevarse hoy la ensaladilla y los pimientos a la sala de concierto ataca a su misma esencia. Lo mismo se podría decir de aplaudir al final de algunos movimientos, me viene a la cabeza el adagietto de Mahler o las secciones lentas de Bruckner, en las que la intimidad de silencio conclusivo forma parte integral de la experiencia. En ese sentido se manifiestan los prommers -los asistentes de pura raza a la arena del Royal Albert Hall, que vestidos con máxima informalidad escuchan el concierto de pie-, unánimemente críticos con los aplausos a los que han llamado sencillamente “bárbaros”
Pero conviene entonces recordar la frase de Mahler “la tradición es la transmisión del fuego y no la adoración de las cenizas”. Quizá nos hemos pasado de frenada y la etiqueta extrema de los conciertos ahogue la libertad en la relación de la audiencia con los intérpretes. La tradición incuestionada y reforzada por una buena dosis de esnobismo funciona entonces como corsé. No debería haber nada de malo en algunos aplausos espontáneos al final, por ejemplo, el primer movimiento del Rach 2 o el tercero de la Patética. La partitura y determinadas interpretaciones parecieran pedirlo a gritos y la experiencia artística lo agradecería. A diferencia a diferencia de las toses, móviles y otras plagas detestables que pueblan las salas de conciertos y que solo nacen de la indolencia, estos aplausos surgen de la intuición de reforzarla.
En este sentido más permisivo se han manifestado numerosos artistas, como la directora Marin Alsop que ha afirmado que “no me molesta lo más mínimo” y, yendo un paso más allá, muchos otros músicos lo encuentran motivador y gratificante. El propio director de los Proms también ha declarado: “Me encanta, aunque siento estar ofendiendo a mucha gente por decirlo”.
A los ojos del conservador mundo musical español esto puede parecer solo una anécdota, al fin y al cabo los Proms son un evento de vocación popular y los ingleses tienen demasiadas rarezas propias como para tomárnoslos totalmente en serio. Pero además de una posible tendencia venidera este debería ser, al menos, un motivo de reflexión para intentar traer algo de aire fresco a un mundo, el de la clásica, lastrado por actitudes elitistas y siempre necesitado de abrirse a nuevos públicos.