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Abel y los demás

Madrid. 21/11/21. Teatro de la Zarzuela. Sorozábal: La tabernera del puerto. María José Moreno (Marola). Antonio Gandía (Leandro). Damián del Castillo (Juan de Eguía). Rubén Amoretti (Simpson). Vicky Peña (Antigua). Pep Molina (Chinchorro). Ruth González (Abel). Ángel Ruiz (Ripalda), entre otros. Coro del Teatro de la Zarzuela. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Mario Gas, dirección de escena. Óliver Díaz, dirección musical.

Hay ocasiones en que, por unas razones o por otras, podemos sentirnos insuperablemente distanciados de una obra de arte o parte de ella… por mucho arte que haya en ella. Este es mi punto de partida con La tabernera del puerto.

No considero, en absoluto, que vivamos ni debemos vivir en un mundo artístico donde todas las propuestas nos hablen de ideales; donde aquello que se nos presente sea un mundo de purpurina y felicidad. Es imposible que aprendamos de la realidad si la ficción no nos habla sobre ella. Sin embargo, dejando a un lado la siempre sugerente, interesante y por momentos maravillosa música de Sorozábal, en esta zarzuela suya hay demasiada violencia, continuada, hacia la mujer. Verbal, social, física. Recibirla en una propuesta clásica, que se limita a seguir el texto, como sucede en la producción de Mario Gas, sin el más mínimo giro, puede, como me ha ocurrido a mí en este 2021, que a uno le pille hastiado, cansado, indignado. O simplemente sensible y racional.

A Marola, su protagonista, se la tiene en esta Cantabreda de La tabernera del puerto, literalmente, por una lagartona, una bruja roba maridos, una endiablada sirena… y así podríamos seguir. En un momento dado, son las mujeres las que, en cuadrilla, acuden a lincharla porque sus maridos están pendientes de ella. La defensa de Marola es decir que si los tuviesen atendidos como merecen, no saldrían de casa. Lo tiene todo esta trama. La escena la resuelve el padre-marido de la protagonista, que le agrede físicamente y la tira al suelo. Los hombres no tienen culpa de sus propias acciones, incluso de las más extremas. Es demasiado. Y entiéndanme, la dirección de Mario Gas, como siempre en su trabajo con el texto más clásico, sobre el que se sustenta esta Tabernera, es una delicia, sobre todo en manos de los actores y actrices. Pero no ir más allá mostrando tanta violencia, en esta ocasión y particularmente, me resultó especialmente difícil de digerir. Una crudeza que, sólo espero  (cuando uno de cada cinco jóvenes de entre 15 y 29 años creen que la violencia sobre la mujer es un invento) todo el público haya recibido de similar manera, revolviéndonos por dentro.

Ante tanta oscuridad y sufrimiento, una brillante luz, un faro en este puerto: el Abel de Ruth González. Una suerte de Cherubino en busca de entender qué es el amor, como esperanza de una nueva generación que entiende y siente las cosas de otra manera. Que ve la violencia, el maltrato… y se rebela contra él. ¡Qué suerte que un personaje así haya sido llevado tan sabiamente por la cantante! No sólo en sus breves partes cantadas, donde estuvo especialmente acertada, sino también en la construcción dramática del rol, absolutamente impecable. Me hizo mantenerme a flote, poder respirar ante un escenario que me tenía acongojado y cabreado al mismo tiempo. Frente a los Juan de Eguía (Pinkerton, Duques de Mantua…), creo que nunca he agradecido más un personaje. 

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Como protagonista, María José Moreno desplegó en su Marola toda su sabiduría como cantante, algo más encorsetada en la parte actoral, pero brillante en su romanza En un país de fábula, con notas agudas de gran precisión y un bello primer duo junto al tenor. Este fue Antonio Gandía, quien regresaba al rol de Leandro tras el primer intento de subir esta producción al Teatro de la Zarzuela en 2018 (ofreciéndose sólo tres funciones, debido a una huelga). De emisión un tanto más dura que en aquella ocasión, su canto volvió a sonar especialmente bello y lírico. A falta de mayor cuerpo vocal, el Juan de Eguía de Damián del Castillo ofreció elegancia en el fraseo y creíble vis dramática, mientras que el Simpson de Rubén Amoretti fue, sencillamente, perfecto. Por la construcción del personaje, por la rotundidad de su voz y por su canto homogéneo a lo largo de toda la tesitura. Una gozada.

Un disfrute, asimismo, el resto de personajes secundarios. Muy acertado y agradable el Ripalda de Ángel Ruiz, del mismo modo que la Antigua de Vicky Peña y fantástico el Chinchorro de Pep Molina, antológica su participación en la borrachera de la taberna. Maravilloso, por otro lado, el Coro del Teatro de la Zarzuela, especialmente en la Salve Marinera y afanoso Óliver Díaz desde el foso, en una partitura que tiene muy estudiada. Al servicio de lo que sucedía sobre el escenario, buscando ritmos y color, el resultado no siempre acompañó a las intenciones. Por supuesto, fue una mujer quien fue a buscarle en los saludos finales. ¿Se imaginan que uno de los actores de raza negra que participan en la producción, sólo por ser de raza negra, tuvieran que ir a buscar al director musical? Quiero pensar que nos escandalizaríamos. ¿Por qué tiene que ir una mujer sólo por ser mujer, entonces? Sigo queriendo pensar que los tiempos están cambiando y seguirán cambiando, que necesitamos batutas más sensibilizadas que ayuden a eliminar el machismo en la clásica. Que digan: tranquilos, si sé dirigir un sorozábal o un wagner yo solo, también sé salir yo solo a un escenario. 

Debemos, porque lo necesitamos como público y como sociedad, darnos la oportunidad de ir más allá en las propuestas escénicas de la lírica. Del mismo modo que hacemos con el teatro. ¿Hay que cancelar a Don Juan Tenorio? No, sólo hay que mostrarlo más, desde todas las vertientes y opciones posibles. Llevarle al límite. ¿Acaso, a día de hoy, no conectamos más (o eso quiero pensar) con la Tristana de Buñuel que con la de Galdós? Y ambas, a su vez, nos muestran el tradicional perfil donjuanesco, ante el que se sitúan dos mujeres protagonistas con un final muy distinto.

Foto: Javier del Real.