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 La profesionalidad eslava

Barcelona, 27/01/22. Gran Teatre del Liceu. Tchaikovsky: La dama de picas. George Oniani (Hermann). Irina Churilova (Lisa). Gevorg Hakobyan (Tomsky). Larissa Diadkova (La condesa). Andrey Zhilikhovsky (Yeletsky). David Alegret (Chekalinsky). Ivo Stanchev (Surin). Antoni Lliteres (Chaplitsky). Cristina Faus (Polina / Milovzor). Serena Sáenz (Prilepa). Gemma Coma-Alabert (Maixa). Mireia Pintó (Gobernanta). Marc Sala (Maestro de ceremonias). Orquesta y Coro del Gran Teatre del Liceu. Dmitri Jurowski, dirección musical. Gilbert Deflo, dirección de escena.

La programación de los grandes teatros rusos sigue la tradición centroeuropea de ofrecer cada día una representación diferente, la que solemos llamar “de repertorio”. Basándose en unos cuerpos estables de absoluta garantía, las casas de ópera pueden ofrecer hoy Otello, mañana Manon y al otro Eugene Onegin. El Gran Teatre del Liceu ha acudido, entre otros, claro está, a esos excelentes cantantes poco conocidos en el oeste europeo para pergeñar un reparto alternativo para sus funciones de de Pikovaya dama (La dama de picas) de Piotr Tchaikovsky que se habían visto alteradas (como tantas en estos tiempos) por varias cancelaciones. Las voces protagonistas de esta representación han surgido tanto de la gran cantera de Rusia como de otras antiguas repúblicas soviéticas. Son hijos e hijas de una tradición que hunde sus raíces en una tierra de gran raigambre musical tanto religiosa como folklórica y que desde el siglo XIX produce voces de una calidad extraordinaria y con unas características propias, con un color, con una redondez y una expresión que las diferencia de otras escuelas operísticas. Y más si hablamos de una ópera rusa. Entonces esa fusión de voz y música puede dar excelentes resultados.

En la noche del pasado día 27, estreno de este reparto que comentamos, le costó al director Dmitri Jurowski (que, aunque nacido en Alemania, ha desarrollado gran parte de su carrera en Rusia y que, como gran parte del reparto, debutaba con esta ópera en el Liceu) le costó conseguir esa fusión, sobre todo al principio, donde sus ritmos demasiado lentos no ayudaron a que todo fluyera. Poco a poco, impulsado por la música de Chaikovski y por unos cantantes que fueron sacando lo mejor de sí, la representación fue ganando interés aunque siempre quedó esa sensación de pulso lento, sin garra, en toda la dirección musical. En cambio, como he señalado, los protagonistas fueron cogiendo seguridad, asentándose en el escenario y consiguiendo que el mayor interés de toda la noche se centrara en su trabajo. Irina Churilova es una soprano que conoce perfectamente este repertorio y se luce en él. Posee una voz de adecuado volumen, un color atractivo y sobre todo una seguridad evidente en toda la tesitura. Aunque se vio lastrada (como el resto de sus compañeros y el ritmo de la representación) por una puesta en escena que luego comentaremos, es una buena actriz que dio vida a una Lisa convincente. Brilló en la que es la mejor aria de su parte, en el último acto, Aj! istomilas ya góryem (Estoy destrozada por el dolor), donde supo transmitir con un canto de muchísimo nivel todo el dolor y la tensión que contiene el texto de Modest Chaikovski, bellisimamente acompañado por la melodía de su hermano, con ese romanticismo tardío tan ajeno a los movimientos musicales que ya bullían en Europa pero que tan estremecedor y atractivo es. Porque aunque se le atribuya a su trabajo por algunos especialistas poca originalidad o falta de innovación, Chaikovski sabe llegar al público. Es un músico que entiende a sus oyentes, lo que necesitan y lo que les lleva al teatro o a la sala de conciertos para hacer su vida un poco mejor. Y eso solo los grandes compositores lo consiguen.

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Muy destacable el trabajo del tenor georgiano George Oniani, que también defendió el papel del atormentado Hermann con extraordinaria solvencia. Sobre todo en la manera de alejar a su rol de los histerismos que otros cantantes anteponen. Oniani es más contenido pero muy expresivo y su canto, con un control estupendo de los matices, resultó muy disfrutable. Poseedor también de un volumen adecuado y de un centro amplio y atractivo se ve más comprometido en los agudos aunque los resuelve sin más problemas. Todas sus intervenciones tuvieron interés pero hay que destacar la sentida y bella manera de cantar su última aria, desesperado ya por la pérdida de todas sus ilusiones: Shto nasha zhizn? Igrá! (¿Qué es nuestra vida? ¡Un juego!"). Buen trabajo teatral de Larissa Diadkova como La condesa y cumplidor su desempeño musical que tiene su punto álgido en el soliloquio antes de su muerte. El personaje del Príncipe Yeletski tiene uno de los momentos musicales más atractivos de la obra, con el sello único de Chaikovski y que nos recuerda al aria de otro noble, Gremin, en Eugene Onegin. Andrey Zhilikhovsky tiene un timbre atractivo y aunque su volumen no es excesivo se lució por clase, fiato y elegancia en Ya vas lyublyú (Te amo con locura). Destacar también la calidad y el buen hacer de Cristina Faus en su breve, pero de sentida sencillez musical, intervención que abre la segunda escena del primer acto. Más tosco pero resolutivo fue el Tomsky de Gevorg Hakobyan. Y a muy buen nivel estuvieron el resto de comprimarios, destacando la Prilepa de Serena Sáenz y los oficiales de David Alegret, Ivo Stanchev y Antoni Lliteres. Aunque en su primera intervención  el Coro titular del Teatro (reforzado por el Coro Intermezzo) no se encontró cómodo (especialmente las voces femeninas) poco a poco se demostró su contrastada valía especialmente en la gran escena del baile y cerrando la ópera una memorable intervención de la sección masculina con esa oración fúnebre a la muerte de Hermann que pone el vello de punta.

Como ya se dijo más arriba, a la dirección de Dmitri Jurowski le faltó pulso. Al optar por tiempos lentos está música necesita mantener una tensión que el maestro no consiguió, llegando a producirse momentos de bastante tedio aunque, progresivamente y gracias al impulso de la partitura, al final la obra alzó más el vuelo. La Orquesta Titular del Liceu estuvo muy profesional, siguiendo las indicaciones de la batuta y destacando toda la sección de madera y metal.

Cuando ves (de nuevo en mi caso) la producción de Gilbert Deflo uno se pregunta por qué se repone, dado que no puede ser menos atractiva teatralmente. Es verdad que si olvidamos la primera escena, el resto de la escenografía de William Orlandi (que también firma el vistoso vestuario) resulta espectacular dentro de su clasicismo y seguramente será del gusto general, pero escenas como las del baile, después de cómo ha evolucionado la dramaturgia operística en los últimos años, son sonrojantes. Aunque no dudo que habrá indicaciones para el trabajo actoral, muchas veces da la sensación de que son los propios cantantes los que aportan su particular visión al papel para moverse por escena. Además tantas pausas para cambiar esa monumental escenografía lastran el desarrollo dramático y musical haciendo innecesariamente larga la representación. Creo que aunque tenga esa aceptación entre los amantes de la tradición, este trabajo de Deflo debería ya de ser sustituido por otro que se adapte más al drama y lo conecte con un público que ya está acostumbrado a otro tipo de teatro operístico.

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Fotos: Toni Bofill.