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El espíritu y el píxel

Bayreuth 30/07/23. Festival de Bayreuth. R. Wagner, Parsifal. Andreas Schager (Parsifal). Elīna Garanča (Kundry). Derek Welton (Amfortas). Georg Zeppenfeld (Gurnemanz) .Jordan Shanahan (Klingsor). Tobias Kehrer (Titurel) y otros. Jay Scheib, dirección de escena. Orquesta y Coro del Festival de Bayreuth. Pablo Heras-Casado, dirección musical.  

Si el estreno anual del Festival de Bayreuth es siempre motivo de interés entre los aficionados, este año, su Parsifal inaugural lo es además por dos motivos muy especiales. Es la primera vez que un director español, Pablo Heras-Casado, dirige una producción completa –Domingo ya hizo una única función homenaje de una extraña Valquiria hace unos años-. Y, por otra parte, el festival escénico sagrado se presenta aderezado con las últimas tecnologías, con gafas de realidad aumentada. El resultado es una producción -con la firma de Jay Scheib- más que interesante, de las que dan mucho que comentar, con algunos grandes aciertos y, desafortunadamente, también alguna gran decepción.

La desilusión nos llega por la fallida propuesta digital. Es, en principio, una idea interesante y apropiada para un festival cuya historia se construye a través de la fascinante combinación de una férrea tradición histórica con las innovaciones escénicas más arriesgadas. Desafortunadamente, las gafas de realidad aumentada se quedan en una promesa de nada. Varios son los motivos. En primer lugar, por la calidad de las propias imágenes que se ofrecen, que recuerdan a un videojuego de los 90, torpemente animadas, burdamente poligonales en algunas ocasiones y sencillamente inacabadas en otras. 

Tampoco ayuda el horror al vacío, típico del entusiasmo de los creadores al iniciarse en una nueva tecnología. El espacio interior de la sala sufre un incesante bombardeo de imágenes que inicialmente hacen explícito lo que ya el texto y la música anuncian y, según avanza la obra, se transforman en interpretaciones poco originales. Distraen la atención de la escena y agotan la percepción. Como ejemplo señalaré los quince minutos largos de cientos de palomas revoloteando por toda la sala en la narración de Gurnemanz, o esas pertinaces bolsas de basura flotantes que acompañan al Parsifal ungido durante todo el gran final. 

Si nos olvidamos de las gafas, disponibles por cierto para tan solo un 10% aproximado del aforo, la producción de Jay Scheib se sumerge en el paradigma del teatro de autor con recursos e ideas ya vistas. Hay una crítica periférica al sistema de mercado, exponiendo elementos de desastre medioambiental, el grial -un cristal de coltán- como generador de recursos y su gracia como microchips flotantes. Pero, aspiraciones interpretativas aparte, el festival debería replantearse la constante del feísmo como forma habitual de expresión y reconciliar una hermenéutica atrevida con una estética seductora. En una dimensión más frívola, divierte encontrar a las doncellas flor como esas Barbies estereotípicas de la película de Greta Gerwig, que confirman la emergencia de fenómenos artísticos globales y que el rosa es también el color de la temporada lírica.

Tras la escena, el segundo punto de interés ha sido la excelente y personal dirección Pablo Heras-Casado. Una lectura que se recrea en los matices y huye de grandes torrentes de sonido –algo, por otra parte, incentivado por la propia acústica de la sala. Su sonoridad es flexible en tiempos e intensidad. En algunas ocasiones parece cuestionar el límite de lo audible sin perder nunca el nervio, es un imán para la atención y se conjuga bien con las estupendas voces sobre el escenario. Propone una elaborada ejecución de los motivos musicales, no como bloques homogéneos, sino como elementos de los que destaca tan solo partes, algo así como la deconstrucción de la de construcción. En cuanto a los tiempos, también flexibilidad y atención al momento, ceremonialmente pausados en el preludio del primer acto y energéticamente raudos en el segundo. No es este un Parsifal rápido ni lento, sino todo lo contrario. En todo caso su interpretación convence por atrapar la conciencia y por no dejar caer ni un solo momento la tensión dramática.

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El elenco vocal es soberbio, como corresponde al lugar y la ocasión. El Parsifal de Andreas Schager tiene tintes canónicos. Es una voz de heldentenor con facilidad para el agudo brillante y penetrante buena dicción. Al reto que siempre supone esta ópera hay que añadir que el artista interpretó Siegfried en las jornadas anterior y posterior, algo que desafía no solo los límites humanos, sino también los de la prudencia.

Elīna Garanča muestra su calidad como mezzo con una voz versátil, sana, potente y brillante. Extrañamente, el fraseo es a veces más verdiano que wagneriano y aunque le sobran capacidades vocales y escénicas, la comodidad con la que interpreta la aleja de la necesaria tragedia en el enfrentamiento del segundo acto. Algo parecido a lo que ocurre con el Amfortas de Derek Welton, excelente voz, oscura, cavernosa, rigurosa en la emisión, pero faltó intensidad al dolor requerido en la ceremonia del grial.

Georg Zeppenfeld, un habitual de la colina verde, ofreció un Gurnemanz rozando la perfección, voz clara pero rotunda y emisión adaptada a la teatralidad del instante. Un Titurel poderoso, sin trazas de decrepitud, y un Klingsor energético y algo desbocado, completan un reparto opinable, pero sin fallas técnicas.

Y, para terminar, una mención especial al legendario coro del Festival. Divino y humano al límite en cada una de sus apariciones. Sus entradas a media voz produjeron escalofríos de emoción y, en ejemplar complicidad con el foso, sus calculadas intervenciones a plena potencia nos elevaron a unos arrebatos de espiritualidad a los que la tecnología y la propuesta escénica no tuvieron ni intención de acercarnos.

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Fotos: © Enrico Nawrath