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Hector Berlioz o la monumentalidad

No todos los días se tiene la oportunidad de escuchar en directo una obra como el Te Deum de Hector Berlioz, cuyas exigencias en cuanto a número de intérpretes y dificultades técnicas hacen muy difícil su programación. Asume el reto, en esta ocasión, la Quincena Musical de San Sebastián, que ofrecerá al público dicha obra el día 31 de agosto como colofón a su programación de este 2016, en un programa completado por el Aita Gurea de Francisco Madina y Gernika de Pablo Sorozábal. Nada menos que dos orquestas, la Sinfónica de Euskadi y la Orquesta Sinfónica de Bilbao; y cuatro coros, el Orfeón Donostiarra, el Orfeón Pamplonés, la Escolanía Easo y el Araoz Gazte Abesbatza, además de la voz del tenor Christian Elsner y el órgano de Thomas Hospital (todos ellos bajo la dirección de Victor Pablo Pérez), son necesarios para hacer justicia a esta obra de dimensiones colosales, que en esta ocasión contará con más de 400 intérpretes.

Lejos, a pesar de todo, de los alrededor de 900 músicos que Berlioz empleó en el estreno de la obra, el 30 de abril de 1855 en la Iglesia de Saint Eustache de París, con motivo de la inauguración de la Exposición Universal. Proporciones desmesuradas que, sin embargo, no fueron ni mucho menos un caso aislado en la trayectoria del compositor francés. Y es que si por algo fue conocido en vida Hector Berlioz, fue por su recurrente uso de un número elevadísimo de intérpretes, tanto para la ejecución de sus propias composiciones como de las ajenas. Un gusto que le valió las críticas de sus múltiples detractores, que no dudaron en caricaturizarlo como el músico de los conciertos “monstruo”, de los estruendos y la exageración. Numerosos ejemplos de bocetos, caricaturas y dibujos retratan a un músico exaltado, con su abundante melena revuelta y dirigiendo a una enorme masa de instrumentistas, cantantes y coralistas (e incluso cañones). Tan sólo algunas muestras del impacto que la música de Berlioz debía de causar en sus oyentes.

-¿Está libre el carruaje, señor?

- Disculpe, veo que se dirige a mí pero acabo de salir de un concierto de Berlioz y no puedo oír una palabra de lo que está diciendo.

berlioz2"Un concierto a metralla y Berlioz. Por suerte la sala es sólida... ¡Resiste!"

Fueron varias las obras concebidas por Berlioz con características interpretativas similares a las del Te Deum. Pero la monumentalidad en la obra del compositor francés se extiende mucho más que al número de intérpretes empleados. Monumentalidad también en cuanto a duración de las obras, en su mismo concepto, en ese sentimiento de grandiosidad que parece impregnar todas su grandes composiciones, especialmente aquellas de temática sacra como su colosal Requiem o el mismo Te Deum. Parte de causa se puede achacar a la tradición francesa revolucionaria, de la que Berlioz era fiel heredero y en la que el uso de fanfarrias, grandes masas instrumentales y corales y puestas en escena espectaculares estaba a la orden del día. Buen ejemplo de ello es su Sinfonía Fúnebre y Triunfal, compuesta por encargo en 1840 para la conmemoración del décimo aniversario de la revolución de 1830 y que fue interpretada bajo la dirección del propio Berlioz como telón de fondo a una multitudinaria procesión que discurrió desde Saint Germain a la Plaza de la Bastilla entre los gritos de un público que hizo casi imposible la audición de la música.

Pero, más allá de la tradición que recibió a través de músicos como Le Sueur, Méhul o Cherubini, es la propia personalidad del compositor la que nos da la clave para entender este afán por la desmesura, por lo grandioso, por la apoteosis musical y dramática. Ya desde sus primeros años, Berlioz destacó siempre por una visión ultrarromántica de todo cuanto le rodeaba. Desde la observación de la naturaleza a la lectura de los clásicos, de Virgilio a Shakespeare, el joven Hector concentraba en su persona una dosis extrema de romanticismo y una pasión exacerbada por todo aquello que amaba. Es bien conocida, por ejemplo, la ferviente pasión que despertó en él la actuación como Ofelia en Hamlet de Harriet Smithson, (inspiradora de su obra más célebre, la Sinfonía Fantástica) con la que acabaría casándose llevado por una visión completamente idealizada de la actriz.

“¡La vida poética o la nada!” Así era el hombre que habría de convertirse en uno de los músicos más importantes de la Francia decimonónica (a pesar de la percepción que le acompañó toda su vida de ser un incomprendido dentro de su país). Ya su Messe Solennelle, escrita en 1824 cuando apenas llevaba un año y medio estudiando composición (realmente una obra de principiante que años después Berlioz destruyó creyéndola indigna de él y que hoy conservamos por pura casualidad), contiene algunas de las características que después desarrollaría en obras más grandes: energía, carácter de grandiosidad y uso de un importante cuerpo instrumental y coral, (unos 150 músicos) principalmente.

En sus numerosas crónicas sobre espectáculos de la vida musical parisina (además de como compositor Berlioz se ganó la vida escribiendo en varios periódicos de la ciudad) son habituales, por ejemplo, las alusiones a la sonoridad de la sala y al mayor o menor efecto que la música causaba en el público. Un efecto que Berlioz buscó toda su vida no sólo a través de la composición, sino también de la disposición de los intérpretes en el espacio y de una puesta en escena espectacular. Es el caso de su réquiem, bautizado como Grande Messe de Morts. Grande en todos los sentidos: una duración que ronda las dos horas, unos medios instrumentales y corales desorbitados y una música por momentos apocalíptica, de líneas larguísimas (tanto que perdemos la visión de la forma general), de una homofonía que busca (y consigue) impresionar, hacer consciente al oyente de la pequeñez del ser humano ante la grandeza divina (a pesar del declarado ateísmo del compositor). Estrenado el 5 de diciembre de 1837 en la iglesia de Les Invalides, con motivo de la muerte del Conde Damrémont en la toma de la ciudad de Constantina en Argelia, el réquiem de Berlioz debió de ofrecer un espectáculo difícil de olvidar para los asistentes.

“El espanto producido por las cinco orquestas y los ocho pares de timbales que acompañaban el Tuba Mirum no puede describirse: una de las coristas llegó a sufrir un ataque de nervios. Verdaderamente de una horrible grandeza.” [1]

Cinco orquestas porque al conjunto principal debían unirse en este momento cuatro fanfarrias de metales colocadas en los cuatro puntos cardinales de la iglesia, para mayor impacto de una música ya de por sí terrible.

Te Deum Dore Berlioz 1

Fue también Berlioz el protagonista del concierto de clausura de la Exposición Internacional de Productos Industriales en París, el 1 de agosto de 1844, en el que 1.022 intérpretes profesionales y amateurs interpretaron obras suyas junto a otras de Meyerbeer, Gluck o Weber, bajo la dirección del propio Berlioz y de dos directores asistentes junto con cinco maestros de coro, colocados en puntos estratégicos para que las indicaciones del compositor llegaran a todos los músicos por igual. Una hazaña que sólo fue posible gracias a la maestría organizativa de Berlioz y a su entonces novedoso sistema de ensayos por secciones.

En ninguna de sus interpretaciones pudo conseguir, sin embargo, un espectáculo como el que, en 1851, tuvo la suerte de presenciar durante su estancia en Londres: el concierto de los 6.500 niños de la caridad en la Catedral de Saint Paul, una experiencia que el propio Berlioz relata en sus Tertulias de la Orquesta como algo de una belleza e impresión inigualables: “Ninguna puesta en escena, por muy sobresaliente que fuese, podría jamás aproximarse a esta realidad, que aún pienso haber vivido sólo en sueños. […] Es inútil que trate de darles una idea del efecto musical que allí se produjo. Comparar la potencia y la belleza de aquella música con la de las más excelentes masas vocales que hayan podido ustedes escuchar sería como comparar San Pablo con una iglesia de pueblo, e incluso cien veces más.”

Fue este episodio el que le animó a incluir un coro de niños en su Te Deum, en cuya composición se encontraba inmerso por aquel entonces, aunque aún tendría que esperar unos años para ser estrenado. Las similitudes con el réquiem son evidentes, desde el uso de un tenor solo al contraste entre momentos de esplendor y otros de elevación espiritual, pasando por el uso de unos recursos instrumentales exagerados, sobre todo en lo que se refiere a la percusión. De nuevo una música que busca ese efecto de magnificencia, esa búsqueda del impacto a través del volumen y de unos contrastes de matices llevados a su máxima expresión.

Por supuesto no todo en la obra de Hector Berlioz fueron interpretaciones monumentales. Sí lo son, en cuanto a duración se refiere, y también en cuanto a ese carácter de cierto arcaísmo presente en gran parte de su música (frecuentemente definida como arquitectónica), algunas de sus obras más conocidas como Les Troyens, L’Enfance du Christ, La Damnation de Faust o, en menor medida, Romeo et Juliette; pero no debemos olvidar tampoco al músico de la Sinfonía Fantástica o de Harold en Italia. En cualquier caso, fueron esos conciertos “monstruo”, esas puestas en escena impresionantes, esas interpretaciones masivas, las que colgaron a Berlioz la etiqueta de “apóstol del ruido”. Una fama de la que nunca fue capaz de deshacerse y que, por otra parte, probablemente tampoco desdeñó.

[1] Berlioz en una carta a Humbert Ferrand