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Roma o Morte: "Tosca" y Pier Paolo Pasolini

An artist, if he’s unselfish and passionate, is always a living protest. Just to open his mouth is to protest: against conformism, against what is official, public, or national, what everyone else feels comfortable with, so the moment he opens his mouth, an artist is engaged, because opening his mouth is always scandalous.
Pier Paolo Pasolini


Aunque conocía parte de su obra cinematográfica a pesar de no ser un cinéfilo empedernido -el celuloide es un medio casi antinatural para quienes encontramos en la fenomenología nuestra manera de acercarnos al arte- y había caído rendido ante algunas de sus películas, mi verdadero acercamiento al universo de Pasolini se produjo no obstante a través de su obra dramática, toda una rara avis. Durante la temporada 15/16 fui artista en residencia en la Real Academia de España en Roma y como parte del proyecto que desarrollaba tomando como punto de partida un auto de Calderón de la Barca para llevar a escena una revisión de éste bajo el título de ROMAESAMORALREVES, decidí estudiar el impacto de la obra calderoniana en Italia. Así, tras investigar minuciosamente y leer las traducciones existentes de las obras del autor del Siglo de Oro, muchas de ellas a mano del otrora director del Teatro de la Zarzuela, Paolo Pinamonti, me interesé por la adaptación que Pasolini había hecho de La Vida en Sueño, titulada precisamente Calderón (1973). El impacto de esta adaptación hizo que devorara sus demás obras teatrales - Orgia (1968), Pilade (1973), Affabulazione (1977), Bestia da stile (1977) -, poco conocidas a excepción de Porcile (1969) por haber sido ésta igualmente llevada al cine.

Mi año romano fue especialmente ajetreado, tanto a nivel personal como a nivel político. Mientras la ciudad trataba de sobrevivir sin ayuntamiento y no sucumbir al caos después de la renuncia en bloque de todo el equipo de Ignazio Marino, cuyos pedazos podridos de gobierno habían atraído a las gaviotas desde Ostia, la política nacional giraba en torno al debate sobre la futura ley que habría de permitir o no el matrimonio igualitario. Tal era el calado del debate que motivó la convocatoria de un sínodo de obispos por parte del Vaticano, que obviamente se sintió interpelado por la trascendencia que una decisión de tal calibre conllevaría. Así, a la vez que transcurría el llamado Año de la Misericordia, un año jubilar extraordinario cuyo objetivo era recaudar fondos para pagar la histórica multa de Banca de Italia tras descubrirse un año antes una serie de cuentas ocultas de la Santa Sede, las calles del Trastevere amanecían cada mañana inundadas de carteles que criminalizaban cualquier práctica homosexual. Y allí estaba yo, viviendo en una ciudad que alberga dentro un país y que se erigía como la capital moral de occidente, tratando de desarrollar mi proyecto y de encontrarme a mí mismo como artista y como hombre explorando mis límites sexuales, afectivos y artísticos. Y ahí estaba Roma, la ciudad donde la sociedad, la religión y la política se entremezclan hasta límites insospechados, hermosa y llena de contradicciones.

Pasolini reinaba en mi escritorio y en la ciudad, ya que a cada vuelta de la esquina aparecía su presencia de un modo u otro, bien porque alguna referencia a su literatura se hacía tangible o bien porque alguna pared del Pigneto me regala su enigmática mirada en forma de graffiti. Poco a poco fui volviendo a re visitar la filmografía que conocía y explorar la desconocida, al tiempo que me hacía con sus ensayos. Recuerdo cuánto me impactó su análisis del fascismo en El Artículo de las Luciérnagas (Corriere della Sera, 1 de Febrero de 1975), donde Pasolini las utiliza como metáfora para explicar cómo el exceso de ruido lumínico -los excesos de la sociedad de la información- impiden ver el delicado destello de estos insectos -la cultura-, quizás en parte porque por primera vez en mi vida había visto luciérnagas en el oscurísimo Via Crucis que sube a la Real Academia de España en Roma, el punto más alto de la ciudad. Más allá de la anécdota naif - aunque es cierto que las cinco noches que reinaron las luciérnagas en el Via Crucis yo lo recorría durante horas creyéndome un argonauta a lo largo de la Vía Lactea -, esa fábula sobre el miedo como herramienta política penetró en mi cerebro, tal ver porque días antes de leerlo Marco Prato, a quien conocía tangencialmente de la noche romana, había asesinado junto a Manuel Foffo al joven Luca Varani durante una velada sexual. 

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La derecha capitalizó el dolor de la familia de Luca - en realidad de las tres familias - para tratar de instaurar un mensaje de terror en la sociedad romana, italiana y católica: permitir el matrimonio igualitario era abrir la puerta a las perversiones más oscuras que desembocarían en asesinatos como el del inocente Luca. El ideario caló en la sociedad y poco después el matrimonio igualitario fue rechazado en el parlamento, aceptándose solo la unión civil entre parejas del mismo sexo. La noche de la votación salí melancólico a pasear por Roma bajando por las escaleras donde ya no quedaban luciérnagas y tras cruzar el Ponte Mazzini tracé sin ser consciente el recorrido turístico de los melómanos amantes de Tosca: tras dejar atrás el Palazzo Farnese pasé delante de Sant’Andrea della Valle para después de concatenar la Via del Governo Vecchio con la del Banco di Santo Spirito terminando ante el majestuoso Ponte di Sant’Angelo, coronado por el ángel armado por su espada. Fue justo allí, presa de la rabia por la derrota del colectivo LGTBI - en realidad, de todo aquel que crea en los derechos universales- donde pensé que solo en una ciudad como Roma podría suceder la historia de Tosca. Roma, me dije, es de hecho la protagonista de esa historia. Al volver a la Real Academia de España volví a toparme como cada mañana con el mausoleo de Garibaldi en el Giannicolo y su imponente leyenda: Roma o Morte.

Cuando comencé a desarrollar el proyecto de Tosca para La Monnaie de Bruselas invitado por Peter de Caluwe tenía muy claro que quería hablar de esa Roma que había conocido cuando la habitaba, y que en realidad era muy parecida a la Roma de Pier Paolo Pasolini, asesinado en 1975 justo antes de estrenar Salò o los 120 días de Sodoma, película altamente simbólica sobre las atrocidades cometidas en la República de Salò que él mismo había presenciado en su juventud al vivir durante un tiempo en ese estado títere. Me interesaba especialmente ahondar, al igual que Pasolini con sus luciérnagas, en cómo el miedo ha sido utilizado como herramienta política en Roma, entiendo por Roma la ciudad, el estado y la sede de la Iglesia Católica. En una ópera cuya frase más icónica es “e avanti a lui tremava tutta Roma” es un hecho que el miedo se erige como uno de sus pilares fundamentales. Pero, ¿a quién teme realmente Roma? Poco a poco, al igual que había hecho en mi estancia en la Real Academia de Roma mi investigación se centró en conceptos escolásticos, interesándome el temor de Dios.

En el Nuevo Testamento, el temor de Dios está descrito con la palabra griega “fóbos” (miedo, horror), excepto en 1 Timoteo 2:10, donde Pablo se refiere a las “mujeres que profesan el temor de Dios” con la palabra “theosébeia”, traducido por el diccionario de Henry George Liddell y Robert Scott A Greek-English Lexicon como “servicio o temor de Dios”. Desde un prisma católico el temor de Dios no debería ser entendido como un miedo irrefrenable a la ira de Dios, sino como un miedo filiar a la posibilidad de ofender a un padre, cuya honra recoge uno de los Diez Mandamientos que tanta influencia tienen tanto en el Judaísmo como en prácticamente todas las ramas del Cristianismo. Sin embargo, la división política que se establece entre el catolicismo como creencia y el Vaticano como estado independiente -a la vez con lazos históricos muy estrechos con los gobiernos Italianos- ha propiciado que estos dos significados de temor sean confundidos, muy probablemente por la voluntad explícita en determinadas coyunturas históricas de las altas esferas en alentar esta confusión. Ante esta reflexión cabe preguntarse a quién dirige Tosca su temor superado, ese temor compartido de toda Roma, e incluso ir más allá y plantearnos ante quién tiemblan las estructuras que controlan el monopolio moral. Si Tosca tiembla ante Dios, y toda Roma ante Scarpia... ¿ante quién tiembla este último?

Aunque hoy sabemos que el asesinato de Pier Paolo Pasolini en la playa de Ostia - morada de las gaviotas que carroñeaban en las plazas romanas durante mi año en la Real Academia - no fue obra del joven chapero Pino Pelosi como en su día sostenía la tesis oficial, por cierto de una manera bastante cercana al del joven Varani a manos de Prato y Foffo, pocas veces se ahonda en el hecho de que Pasolini estuviera escribiendo en ese momento Petróleo, una obra sobre las estructuras de poder político-religiosas en Roma - y por extensión en Italia - que habría de hacer palidecer a las altas esferas. Pasolini, que había anunciado ampliamente la escritura de su obra y amenazado con ella a la derecha italiana, se convirtió en un personaje demasiado incómodo - e influyente - que hacía temblar a sus Scarpias particulares, y como tal, al igual que Mario Cavaradossi, fue aniquilado. Llegado a este punto cabe señalar que a veces se pasa por alto una cuestión importante de Tosca, y es el trasfondo político de la obra de Sardou y más tarde de Puccini: Mario no es asesinado por ser amante de Tosca, se trata de un crimen político. De hecho, él sabe que Scarpia jamás permitiría su supervivencia por su convicción política, por eso nunca llega a tomar en serio el falso salvoconducto que la aturdida Tosca lleva consigo y que obviamente no es más que una servilleta usada manchada de sangre.

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Al igual que durante mi estancia en la Real Academia quise poner el foco en dos aspectos de la ciudad de Roma a la hora de enfocar la producción de Tosca. Por un lado, la doble moral de la ciudad -y del país que contiene-, tantas veces reflejada por Pasolini en sus obras. Por otro, cómo los grandes maestros del seicento habían utilizado la belleza para transmitirnos los aspectos más oscuros y violentos del alma humana de la manera más descarnada, algo que el propio Pasolini había explorado precisamente en Salò: si algo consigue esa película casi maldita es que absortos por la belleza plástica de su composición y sus imágenes consumamos sin quererlo toda terrorífica información que su director quiere trasladarnos. 

Es ahí, en el uso de la belleza y su concepción de la estética como herramienta de comunicación donde intenté inspirarme para el proyecto de Tosca, y no en la iconografía más escatológica que todos tenemos grabada en nuestras retinas y que a mí no me interesaba para nada reproducir sobre un escenario. A partir de ahí me propuse construir un mundo donde las historias de los personajes principales -Tosca, Mario, Scarpia, Angelotti, Sagrestano- se entremezclan con diferentes episodios de la vida del genial autor italiano, desde el encuentro artístico entre la diva y el director inspirado obviamente por su relación con María Callas hasta la camaradería que se establece con el republicano Angelotti ayudándole a ocultarse, pasando por sus propias vivencias como ese niño que habitó Salò y convivió con personajes tan aterradores como Scarpia. Si el miedo es una herramienta para el control, el odio es un veneno que se extiende con una facilidad pasmosa, sobre todo en los niños. Así, utilicé a uno de los monaguillos para crear el arco que lleva al asesinato de Pasolini, en este caso instigado por un Sagrestano que refiriéndose a los perros volterianos con el mayor de los desprecios hace nacer en el joven Pelosi la semilla del odio que hará que acabe con la vida de ese director de cine al que los demás monaguillos tienen por un ídolo, al tiempo que entona su inocente canción del Pastorello. Ensangrentado, Pasolini abandonando la vida con la misma pesadumbre con la que lo hace Mario, ambos dos en el momento en el que más ansias de vivir tienen.

Como Pasolini, y siempre tomando prudente y humilde distancia ante la obra de tan inconmensurable artista, en la producción de Tosca he intentado huir de toda gratuidad. Jamás me ha interesado lo obvio ni lo fácil, el exceso de sangre o sexo, o la construcción de imágenes grandilocuentemente obscenas o escatológicas. Todo lo contrario. He intentado conectar con ese pensador incomprendido al que todos tomaban por ateo sin serlo - “yo soy un no creyente con nostalgia por la creencia”, llegó a decir en una entrevista en EEUU -, y que sin pretenderlo revolvía los cimientos de la mayor basílica de occidente. Desde la libertad y convencido de estar construyendo una producción absolutamente tradicional y clásica, me he topado sin embargo con el rechazo unilateral de quienes se consideran pilares de la ópera hoy. Y es que la ópera, como Roma, tiene una historia cíclica, y sus temores se revalidan a lo largo de los siglos. Hacer arte, o intentarlo al menos, seguirá siendo arriesgado, como lo era en la época de Mario, como lo era en la época de Pier Paolo, pero es obligación de los artistas asumir esa condición de escandalosos muy a nuestro pesar y de seguir utilizando el arte para hacer temblar aquello que se piensa tan regio e inquebrantable como el Arco de Costantino.