Una fiesta
Un relieve de carcajadas al aire de un corro en corro que no para de bailar, cócteles diseñados en el momento, amigas que no se conocen, pero se reconocen, y un reloj de pared cuyas manecillas no avanzan (o lo hacen de manera extrañamente lenta). De repente, alguien en una esquina se sube a una silla para intentar iniciar un brindis y, tras mirar a los asistentes en zigzag alzando su copa, para en seco y no articula palabra porque la radiación de ese arcoíris es tan potente que irremediablemente solo puede bajar para mezclarse de nuevo con el rosa fluorescente y el amarillo neón. El único requisito de admisión es llevar hasta el final el estilo propio; la única obligación, portar en todo momento un bastón que se intercambia por el abrigo de los asistentes a la entrada.
Cuando la música parece ir menguando y las luces comienzan a bajar progresivamente, un grupo no muy numeroso de personas, a priori desconocidas y con andares recién sacados de la lavadora, pero decididos, hacen su aparición en tromba. Suena un tañido de campana. Cinco minutos después, otro grupo hace lo propio. Suenan dos. Y así de forma repetida hasta 21 veces. A continuación, muy lentamente, el alba, el eco queda.
Cada vez que intento construir metáforas sobre la Fundación Antonio Gala de Córdoba solo me salen sinónimos, variaciones, de una fiesta. Podría crear decenas de ellas. Tampoco es extraño que, cuando pienso hoy en Antonio lo haga a través de ella. Yo, junto a mis trece compañeras y compañeros, fui uno de esos invitados (sonaron 13 golpes de campana aquel día de mediados de octubre) y, como en toda verdadera celebración, presencié cómo los esfuerzos de los asistentes se concentraban en detener el tiempo, en crear una resistencia ante el mundo que demanda productividad antes que reflexión, individualismo en lugar de comunidad, más respuestas y menos preguntas. Y es que la Fundación, a pesar de tener una sede física, es fundamentalmente una idea. Habitó décadas en la cabeza de Antonio (hay entrevistas de los 70 en las que ya habla con precisión de lo que llegaría a ser), y ahora lo hace en el horizonte creativo de las personas que han morado alguna vez en ella. También en el de aquellas que sueñan con poblarla. Solo hacen falta unos segundos para poseerla porque es tan extraordinaria que tienta los límites de lo real. Es substancialmente una idea y, como tal, es maleable a los vaivenes del tiempo. Tengo la convicción de que se asienta sobre pilares firmes, pues cuenta con más de 3.000 bastones en caso de emergencia, pero no deberían utilizarse más que en la ocasión de un simulacro de incendio.
Antonio disfrutó de la preparación de los detalles, retirándose gradualmente para que navegara. Ayer, en su (¿)despedida(?) y entre sus muros, alta mar, no dejábamos de abrazarnos personas que no habíamos conocido el tiempo, pero sí el espacio. Y es que, UTILITARIAN ALERT, el convento de la Calle Ambrosio de Morales ha servido para que ya muchas generaciones de jóvenes artistas entendiéramos que la creación era, ni más ni menos, nuestra profesión. Y si eso ya es algo crucial, no lo es menos aprender que este camino no puede llevarse a cabo de forma solitaria.
Tu última gran obra y, para muchos, la primera que conocimos. La realización tridimensional del amor que poblaba tus líneas y tus palabras. Larga vida.
Fotos: Jesús Zurita.