Renata Scotto: la voz, el drama y el ingenio sobre el escenario
Renata Scotto no tenía el nombre reconocible de Maria Callas, Renata Tebaldi o Montserrat Caballé para los medios de comunicación y el universo celebrity que siempre rodea a la ópera, pero ni falta que le hacía. Ella tenía la voz, el drama y, sobre todo el ingenio sobre el escenario. Ella era, no hay duda posible, el auténtico animal de escena que pocas, muy pocas veces se da en la lírica y que suponen un verdadero avance en cómo concebimos el arte con el paso de los años. Hay tradiciones que no merecen ser conservadas, nos decía en una de las primeras portadas de Platea Magazine, allá por 2017.
Improviso estas líneas tras la noticia de su fallecimiento, pero me atrevería a decir que uno de los grandes hitos en la carrera de la Scotto ha sido la de reformular lo ya acostumbrado, rompernos los esquemas, sobre todo a las generaciones anteriores de críticos que establecían unos márgenes irresolubles para la voz. A fuerza de inteligencia, todo es posible. Así lo ha demostrado la italiana. Ella, que en base a esas coordenadas, poseía un instrumento de lírico ligera de manual, que pronto afronto a las grandes protagonistas de su cuerda. De hecho, su lanzamiento a la fama de la ópera le vino, o sobrevino, al sustituir de un día para otro a Maria Callas como La sonnambula, en Edimburgo, a mediados de los años 50. Con ella acababa de cantar Médée de Cherubini con las fuerzas de La Scala. Pronto le vinieron grandes oportunidades, como registrar Lucia di Lammermoor con Giuseppe di Stefano o Rigoletto e Il barbiere di Siviglia con Alfredo Kraus, al tiempo que atendía otros compromisos con obras "menores" como La cambiale di matrimonio o La serva padrona.
Sus actuaciones bien podrían haberse circunscrito a las grandes heroínas belcantistas. No bastaba con recuperarlas, sino en dotarlas de auténtica vida y fuerza a través de la voz, de la palabra dramática. Para ello, la Scotto brillaba como pocas. Lucia, Violetta en La traviata, que bien pronto hizo suya, Norinna, Adina, Amina... La fuerza expresiva le llevó siempre a dotar de verdadera sangre dramática a sus personajes. Ella, sin afectimos ni efectismo de un teatro que pertenecía ya a otra época, abrió la ventana a cómo transmitir la lírica en el siglo XXI. Ella. Y no se quedó ahí, no. Pronto vendría Puccini, otro de sus grandes caballos de batalla. Apenas comenzados los 60 ya grababa la Mimì de Bohème y hay registros de una primeriza Madama Butterfly en el Colón de Buenos Aires, también de esa misma época. Un papel que tendería a la imposibilidad de una lírico-ligera... y que ahí estuvo, no sólo en los estudios de grabación (hasta en dos ocasiones: Barbirolli / Maazel), sino sobre los escenarios (!). La inteligencia salvaje, lo savage, que diríamos ahora desde Tiktok, ahí se encendía el poder de la Scotto. Una auténtica conocedora de su instrumento, su voz, sus capacidades, que por ejemplo le llevaron a renunciar a una grabación de la Fiorilla de Il turco in Italia (Rossini), siendo sustituida por Montserrat Caballé... y sustituyendo a esta, a su vez, como la Abigaille de Nabucco. Y quedando como referencial entre las estanterías de discos.
De pronto... o no tan de pronto, en realidad, entiéndanme, aquella soprano ligera se había convertido en toda una soprano spinto. Llegaban Norma, la Giorgietta de Il tabarro, Santuzza de Cavalleria rusticana... Elisabetta de Don Carlo, Desdemona de Otello... Tosca, Lady Macbeth, Fedora, ¡La Gioconda! ¡Una increíble, maravillosa Adriana Lecouvreur! ¿Había algo que se le escapase si se lo proponía? No. Todas ellas estaban cargadas de sublime fuerza teatral y vocal. Sobre las tablas, en lo profesional, se va una referencia. Un por qué se hacen las cosas como se hacen en los teatros hoy en día. No cabe más que estar agradecidos al ingenio de una artista que puso siempre por delante eso, la inteligencia a la vanidad, el hedonismo sonoro al capricho personal. La ópera a sí misma.