• Richard Wagner
  • Escena del Holandés errante original de 1843

Wagner y El Holandés errante: Abriendo caminos

Aunque seguramente la idea fundamental sobre el tema de El Holandés surge con la lectura de la novela de Heinrich Heine Las memorias del señor de Schnabelewopski, Wagner, y muchos de sus biógrafos, centran su inspiración en el viaje que, huyendo de los acreedores, emprenden el compositor y su primera esposa, Minna, desde Riga (donde él había sido director musical del teatro de ópera local) hasta París, vía Londres. En el verano de 1839 el matrimonio cruza la frontera ilegalmente y ya en tierra alemana se embarca para la capital inglesa. A la altura de la costa noruega una fuerte tormenta obliga al barco a refugiarse en un puerto seguro hasta que amaine. El furor del mar embravecido inspirará tanto la música como el texto de su Holandés. También las canciones de los marineros de ese barco, el Thetis, esos ritmos acompasados que ayudan en las tareas en cubierta, serán parte fundamental de los coros de la ópera. Ya en París, y recomendado por Meyerbeer, se presenta ante el director de la Ópera con un bosquejo del tema del barco fantasma. A éste le gusta tanto que le compra la idea a Wagner pero no para que la desarrolle él sino otro compositor (y otros libretistas). La ópera se llamará Le vaisseau fantôme y la compondrá Pierre Louis Dietsch. A Wagner le viene muy bien ese dinero, con el que alquila un piano y un piso en Meudon, cerca de París, y se dedica a versificar su texto y a componer. En siete semanas está lista la ópera a la que sólo le faltará la obertura que se terminara dos meses más tarde. Wagner firma el original de partitura, que años más tarde regalará a Luis II de Baviera, el 22 de agosto de 1841.

El argumento de la ópera es bien conocido: en el acto primero, debido a la tempestad, el barco del capitán Daland, a punto de llegar a su hogar, Sandwike, en la costa noruega, se ve obligado a atracar en un puerto cercano. La tripulación baja a los camarotes a descansar y sólo queda en cubierta el timonel que canta en medio de la noche una hermosa melodía en recuerdo su amada. Le vence el sueño, la tormenta arrecia y aparece un buque en medio de la niebla. De él baja a tierra su capital, el Holandés Errante, condenado a vagar por los mares por ser blasfemo hasta que, cada siete años, vuelve a tierra firme en busca del amor que le redima de su culpa. Aparece Daland que entabla conversación con el Holandés, éste se entera que el capitán tiene una hija soltera y le ofrece un gran tesoro si le concede su mano. Doland acepta encantado. El segundo acto se abre en casa del noruego donde un grupo de mujeres hilan y cuentan historias. Senta, su hija, mira el retrato de un hombre enigmático y canta la vieja leyenda del Holandés Errante y su maldición. Al final de la narración entra Erik, el novio cazador de Senta, que viene a anunciar la llegada del barco noruego y para renovarle a ella su sencillo y noble amor. Pero ya sola, Senta sólo piensa en la historia de El Holandés y en ser ella la mujer que salvará al desdichado de su maldición. Aparece Doland con el capitán desconocido y le propone a Senta el matrimonio que ha acordado con él. El noruego sale y cuando los dos quedan solos, en una escena más onírica que real, se descubren: él atisba la mujer que puede salvarle con su fidelidad, ella el hombre al que podrá redimir por amor. Estamos en la fiesta organizada por la llegada de los marineros, ya en el tercer acto. Los noruegos, ebrios y felices, se dirigen al buque fantasma para que sus marineros se unan a la francachela. Pero el barco se agita tenebrosamente y sus espectrales tripulantes cantan la desdicha de su capitán haciendo huir a los noruegos. Aparecen Senta y Erik. Éste le reprocha a la muchacha su cambio de actitud porque antes ella le amó. El Holandés, que ha escuchado estas palabras, acusa a Senta de infidelidad y le cuenta su maldita suerte y llama a su tripulación para partir una vez más. Daland y el resto del pueblo se enteran entonces de la verdadera identidad del enigmático marino que desaparece con su barco entre el embravecido océano. Senta, desesperada, se lanza al mar. Mujer y barco se hunden. Poco después, en la lejanía, se vislumbran las figuras del Holandés y Senta, transfigurados, unidos para siempre.

La ópera, rechazada en Leipzig, Munich y Berlín, es por fin estrenada en Dresde el 2 de enero de 1843 gracias al éxito de Rienzi, la anterior ópera de Wagner, en la capital de Sajonia. Entonces sólo hubo cuatro representaciones. Aún así poco a poco se fue haciendo un hueco en el repertorio operístico gracias a los éxitos cosechados en sus estrenos en otro plazas europeas como Zurich, Viena o Munich. Uno de los problemas fundamentales del estreno de El Holandés fue la poca adecuación vocal de los cantantes del estreno con las exigencias de la partitura. Solamente la soprano dramática Wilhelmine Schöder-Devrient, en el papel de Senta, le pareció adecuada al compositor. No así el barítono protagonista Michael Wächter cuya tesitura no se adaptó a las exigencias del rol, que debe tener unos tintes más oscuros, más tétricos, más propios de un bajo, aunque también se necesita llegar a agudos de cierta dificultad, características que reúne lo que en la actualidad llamamos bajo-barítono. Wagner fue haciendo puntuales modificaciones de la partitura y una más significativa en 1860 (recién acabada la composición de Tristán) donde limó alguna aspereza y le dió a la ópera un enfoque más refinado, ampliando la obertura y modificando el final, todo para adaptar a esta obra más temprana a su pensamiento musical de esos momentos. Es esta versión la más interpretada en la actualidad, pero los expertos también valoran la original por ser donde se pueden apreciar los cambios que significó su composición en la obra wagneriana.

El Holandés errante es una obra profundamente romántica. Hunde sus raíces en la tradición alemana, en la Spieloper, en los temas que el romanticismo alemán seguía cultivando casi en la mitad del s. XIX: los ambientes misteriosos, de espíritus, las localizaciones lejanas y un poco primitivas, la naturaleza salvaje y agreste. Pero también es una obra que abre caminos que Wagner recorrerá a partir de entonces y que, como dice el gran Ángel-Fernando Mayo, es el anuncio de muchos de los elementos que darán forma a la estética wagneriana, al drama musical marca de la casa: el contraste entre la realidad impuesta y el anhelo buscado, la dualidad hombre-mujer siempre en lucha pero empujados inevitablemente a su unión para buscar la redención, la figura del viajero errante, obligado por su destino a buscar su razón de ser. Aunque posteriorme Wagner escribiría que ya toda El Holandés es una ruptura con los convencionalismos operísticos de la época y es “de un solo trazo”, la realidad es otra y aunque el deseo del compositor sea romper con esa Spieloper, sigue habiendo formas estilísticas claramente clásicas como la cavatina de Erik del tercer acto, o los coros de los holandeses o las hilanderas. En cambio otros momentos son ya diferentes, plenamente originales y novedosos como por ejemplo el encuentro de el Holandés y Senta, con su mezcla de melodías y recitativos, algo que tan magistralmente desarrollará Wagner más tarde. Aunque estos contrastes a ciertos músicos les parezcan chocantes, e incluso en cierto modo titubeantes en relación a lo que luego será la esencia wagneriana, a directores como Christian Thielemann les atrae vivamente por mostrar como va evolucionando la escritura de Wagner.

Hay casi unanimidad en señalar a El Holandés la puerta más cómoda para entrar en el fascinante mundo wagneriano por esa característica que hemos comentado más arriba de alimentarse de la tradición musical anterior pero, volvamos a recalcar, a la vez abrir los caminos por los que desde entonces evolucionará Wagner. Yo también pienso así, y creo que cualquiera que se acerque a esta ópera, sean sus gustos los que sean, disfrutará de una obra con mucho carácter, que entusiasma y que enamora.