BarbiereSiviglia

Pasión y muerte en el Teatro Argentina.

Sobre las desventuras del empresario que contrató El Barbero de Sevilla par su estreno en Roma

Generalmente nuestros conocimientos sobre el complejo mundo de la ópera se ciñen a cuatro anécdotas contadas por los propios cantantes (sobre todo para poner de relieve sus propias cualidades y/o los defectos de algún compañero, de un director de orquesta o de escena). En las épocas en que la comunicación era precaria y los tratos que establecía el empresario de un teatro con los agentes teatrales que le tenían que proporcionar partituras y cantantes con ciertas garantías de éxito eran precarias e inestables, resulta difícil hacerse cargo del calvario que suponía, para los responsables de un teatro, conseguir tener a punto todo lo que la temporada de ópera requería para el correcto funcionamiento de la empresa. Hoy, en la era de los rápidos contactos por distintas vías, incluyendo los mensajes por nternet, la situación, si no fácil, al menos se puede gestionar con mucha mayor rapidez y evitar los contratiempos propios de la programación teatral que se está preparando.

También es cierto que, allí donde se ha conservado, hay una riqueza informativa que no se conservará actualmente con los medios fugazmente perecederos de los e-mails y los SMS, los Whatsapp y restantes recursos del género. Deberemos cambiar la conocida frase latina scripta manent por otra que nos advierta sobre la fugacidad de todo aquello que no se haya confiado precavidamente al papel. Estas reflexiones provienen de la historia del Teatro di Torre Argentina, donde se estrenó hace doscientos años el célebre Barbiere di Siviglia de Rossini; una historia redactada por Mario Rinaldi1, un importantísimo trabajo histórico sobre uno de los teatros de ópera romanos de mayor relieve que no aparece mencionado por nadie a pesar de su inmensa importancia.

El sistema empresarial a principios del siglo XIX

Todavía no habían evolucionado las comunicaciones en este período, y los métodos eran los mismos del siglo anterior. El Teatro di Torre Argentina, propiedad de un noble romano, el Duque Francesco Cesarini-Sforza, situado no lejos del Castel Sant´Angelo y de la vía que conduce a la Plaza San Pedro de Roma, estaba en activo por una estrecha red de fidelidades al Estado Pontificio que exigían que el propietario del local garantizase una actividad lírica anual que se tenía por imprescindible mantener de acuerdo con la noción de que los espectáculos públicos garantizaban la paz y la tranquilidad de la población civil de las ciudades. Por ello era de extrema importancia que a los amantes de la lírica no les faltasen sus ciclos teatrales basados en un número de estrenos anuales, divididos en óperas bufas y óperas serias (los títulos de esas últimas son a veces una verdadera antología de la decadencia de un género). Pero el Teatro di Torre Argentina daba a conocer, sobre todo, óperas del género bufo.

Al término del año 1815, el empresario, el mencionado Cesarini Sforza, se encontraba con un gran dilema: no tenía aún completada la compañía de cantantes, en la que se esperaba que hubiese alguna figura de suficiente relieve como para fomentar el abono, que en esta época solía ser a todas las funciones de la temporada, porque el público solía asistir cada día al teatro y veía las óperas varias veces (los grandes éxitos más de veinte veces). De ahí, digámoslo de paso, la inquina que la Iglesia tenía hacia la ópera, porque les quitaba “clientela” a los trisagios, novenas y otras “diversiones” religiosas2.            

En todo caso, hacia fines de 1815 la situación del teatro que regía el duque Cesarini. Sforza estaba lejos de ser satisfactoria. Se había movilizado con excesiva intensidad para conseguir como prima donna a la entonces famosa Elisabetta Gafforini; la gestión y el envío de los contratos a través de un agente mediante una staffetta postale le costó bastante dinero, total para nada y al final tuvo que conformarse con la competente, pero menos famosa Geltrude Righetti-Giorgi, que no obstante le proporcionó un buen éxito con L’italiana in Algeri, que triunfó en el Torre Argentina en aquel otoño de 1815.

Haber contratado a la Righetti-Giorgi parece que tuvo buenas consecuencias, porque atrajo a Gioacchino Rossini hacia el Argentina, porque hasta entonces se había dedicado al Teatro Valle (también existente aún hoy en día), donde precisamente aquella temporada estrenó la poco afortunada ópera Torvaldo e Dorliska. Rossini,, que pasaba sus “vacaciones” de su labor en el San Carlo de Nápoles, acudió al estreno y también lo hizo el libretista Cesare Sterbini. Llegaron de Nápoles a mediados de diciembre y enseguida se pusieron en contacto con el empresario Cesarini Sforza y se firmó un contrato privado, pero con fuerza de pubblica scrittura por el que Rossini queda contratado para la temporada del Carnaval de 1815 (las temporadas de Carnaval, que tenían como tope el martes de Carnaval; todas las óperas debían haber cesado el Miércoles de Ceniza.

Como es sabido, las fechas de este inicio de la Cuaresma varían con los años y en esta ocasión la Cuaresma llegaba algo más tarde que otras veces, Rossini debía escribir para la ocasión la segunda ópera bufa de esa corta temporada, para la cual el empresario le daría el libreto (nuevo o viejo, no importaba mucho). Rossini se comprometía a entregar la partitura acabada a mediados del mes de enero, adaptada a las voces de los cantantes (una costumbre inveterada con las óperas nuevas) que se escribían para un teatro en el que convivían los artistas, compositor, libretista y maestro “concertador”, aunque la tradición tenía establecido que las tres primeras funciones (que solían ser la del estreno y la de los dos días siguientes) las dirigiría el propio compositor.

El contrato especificaba que éste se comprometía “a hacer en la partitura todos aquellos cambios que se crean necesarios para el buen éxito de la música como para las conveniencias de los señores cantantes”. Se establecía –como era costumbre entonces, que Rossii se alojaría a cuenta del empresario, en la misma casa en que vivía también uno de los bajos de la compañía, Luigi Zamboni. Se estipulaba también que el maestro Rossini se obligaba a entregar el primer acto de la ópera “pèrfectamente completo” el 20 de enero (se repetía la fecha, para evitar dudas). El empresario esperaba la ópera completa para los ensayos, y se establecía la fecha del estreno para el 5 de febrero, además de comprometerse a dirigir las primeras funciones, como se ha dicho. Después de dirigirlas, se establecía el cobro de 400 escudos romanos “en compensación de sus fatigas”.

Pero a mediados de diciembre, como se ha visto, la compañía vocal no estaba aún formada. El empresario no las tenía todas consigo, porque en este asunto tenía represalias del gobierno pontificio; por este motivo se dirigió secretamente a un amigo suyo que ejercía funciones de Secretario de Estado rogándole que le tramitara un pasaporte porque se escaparía de Roma. Por otra parte pudo finalmente contactar a la Gafforini, pero ésta exigía tanto dinero que finalmente se resignó a conformarse con la Righetti-Giorgi. Pocos días más tarde encontró también un Buffo. Renunció por otra parte a contratar ese año la compañía de ballet, pues no podía ser más que un grupo mediocre que complicaría aún más los asuntos del teatro.

Por estas fechas, el empresario cayó enfermo, pero no podía dejar de ocuparse de los muchos asuntos que le causaban un creciente malestar. Al llegar el 20 de diciembre sin que estuviera resuelto todo lo relativo al estreno, el pobre Cesarini confió a su agente de mayor confianza: “Estoy verdaderamente penetrado de la amargura, de la bilis y del desagrado de ver tan mal acogida mi lealtad”. Se refeería todavía a los tratos con la Gafforini, que no había devuelto las partituras enviadas con tanto coste, diciendo que había recibido sólo una y a su exigencia de mayores sumas de dinero. No había recibido los recibos de los gastos y el bajo Zamboni tampoco había actuado como era debido con el empresario, pero éste no tenía otra opción más que tener paciencia con él. 

Concluía la carta el infeliz empresario diciendo que lo peor era la falta de tiempo para resolverlo todo: pero cuando este falta absolutamente, no se puede conseguir nada ni con el mejor tenor del mundo, ahora que finalmente le había llegado, exactamente la noche anterior (se trataba del más tarde célebre tenor García, que cantaría el primer Almaviva, “uno dei più bravi tenori del mondo”). El día 27 de diciembre la compañía estaba finalmente formada con el bufo Luigi Zamboni, la contralto Righetti-Giorgi, la soprano Elisabetta Loyselet (que cantaría Berta); el bajo Zenobio Vittarelli (el primer Don Basilio); y el maestro concertador Camillo Angelini. El coro contaba con 16 voces y había una orquesta de 35 miembros. Roma estaba saliendo de una fuerte crisis y todavía faltaban muchos artículos en las tiendas. Si los teatros se llenaban, el público era muy conservador y preferían las óperas de Cimarosa y de Paisiello; no les gustaban los jóvenes maestrios carentes de referencias. Menos mal que L’italiana in Algeri había gustado mucho con la Righetti-Giorgi y por fin todo parecía andar bien, pero ahora surgió el problema del libreto. En principio tenía que haber sido Jacopo Ferretti, el autor más tarde, del de La Cenerentola, para el Teatro Valle. No se sabe por qué, pero Ferretti o no preparó el libreto o lo hizo expresamente mal porque no quería el encargo. No fue hasta el 12 de enero que Cesare Sterbini, el mismo del Torvaldo e Dorliska, asumió el encargo.

El empresario escribía, tres días antes de resolver el problema:

“Yo llevo una vida como para echar sangre por la boca, y una vida tal que no volveré a llevarla en toda mi vida. S.E. (el amigo del empresario) comprenderá lo que quiere decir poner en pie una obra de música en dos actos sen solo ocho días; son cosas que no se comprenden por parte de quien no esté metido en ellas (…). Yo pongo el cuchillo en el cuello a todos para poder estrenar el miércoles. Hay que hacer las cosas de este modo, a tambor batdiente; ensayos, escenas, decorados. Todos andamos indigestos, con los cantantes sin respiración, se cuestionan si la ópera se dará o no, si se queda suspendida a mitad de un aria o si será un fiasco. Y entonces todos gritan contra mí. Anoche, después de haberme fatigado todo el día, estuve de la una de la madrugada hasta las cinco para ensayar todo el primer acto con la dirección del maestro Rossini que es el autor de la ópera y el estar en un teatro con este tipo de frío nos parecía que estábamos en el Moncenisio, y Rossini, la prima donna, el tenor y todos no hacían sino temblar, y volví a casa tan helado ¡que me costó más de una hora entrar en calor!" 

El 13 de enero la prensa romana anunciaba el estreno en el Teatro Argentina de la nueva ópera, pero hubo que suspender el estreno y anunciarlo para la semana siguiente. El 16 de febrero, de improviso, el duque Cesarini-Sforza , que por la mañana había asistido a otro ensayo de urgencia, tuvo una convulsión hacia las once de la noche y en pocos minutos dejó de existir. Así pagó el pobre responsable del Teatro di Torre Argentina su labor de “comadrona” de la ópera de mayor éxito del siglo XIX, Il barbiere di Siviglia. Cuando el día 20 de febrero de 1816 llegó por fin a escena esta ópera, el público bromista que se reía y se burlaba de los incidentes, al llegar el momento del final del primer acto, en el que Berta inicia el concertante en que de pronto se ralentiza la marcha de la música con las palabras “Quest’ aventura. Quest’aventura.. ah come mai finirà!”. Uno de los típicos graciosos de teatro exclamó: “Questo è il funerale di Don Coglione!” aludiendo al pobre empresario que acababa de ser enterrado para reposo eterno de sus males.

1. Rinaldi,Mario: “Due secoli di música al Teatro Argentina”, Firenze, Leo Olschki Editore, 3 c¡vols., 1978.

2. Existe abundante bibliografía sobre las publicaciones antiteatrales que en España llegan hasta bien entrado el siglo XIX.