Jungfrau von Orleans Wien19

Coraje con criterio

Viena. 16/3/2019. Theater an der Wien. Tchaikovsky: La doncella de Orleans. Lena Belkina (Juana), Willard White (Thibaut d'Arc), Dmitry Golovnin (Rey Carlos VII), Raymond Very (Raymond), Simona Mihai (Agnès Sorel), Martin Winkler (Arzobispo), Kristján Jóhannesson (Lionel), Daniel Schmutzhard (Dunois), Igor Bakan (Bertrand), Florian Köfler (Lauret), Ivan Zinoviev (un soldado) Dir. Escena: Lotte de Beer. Dir. Musical: Oksana Lyniv.  

Con sus aciertos y despropósitos, en los caprichos del gran repertorio coagulado por la historia hay obras que son arrojadas injustamente a un segundo plano. La doncella de Orleans es una de ellas por muchas razones. Muy enfocada hacia las tendencias en boga en la Europa de finales del XIX, el material con el que trabaja tenía todas los ingredientes del éxito más allá de las fronteras rusas, ya fuera por la temática histórica de un personaje admirado como por las formas monumentales que utiliza en la más pura tradición de la Grand Opéra francesa, ballet incluido. 

Además de las fuentes francesas para el libreto, como antes hizo Verdi el compositor ruso tuvo a mano el drama romántico de Schiller. La narración romántica del ascenso y la caída de Juana de Arco –desde la llamada divina que la empuja a liderar la resistencia francesa contra los ingleses en la Guerra de los Cien Años, hasta la condena que la lleva a morir en la hoguera– deja todo el peso exclusivamente en la solista. Tchaikovsky construye una ópera que alterna entre las grandes escenas con momentos de gran intimidad. Escenas de conjunto, el pueblo, la presión social… frente a los instantes de soledad de Juana a la que todos la arrojan; dos universos escénico-plásticos y también dos grandes tratamientos sonoros desde la sutilidad camerística hasta la grandilocuencia de gran orquesta, que a cargo de la Sinfónica de Viena comandada por la ucraniana Oksana Lyniv brilló en todos los registros, eligiendo un Tchaikovsky acorde con la propuesta escénica, agresivo y expresionista. 

Fue dicha propuesta y la orquesta lo más destacado y lo que merece mayor atención. En primer lugar, Lotte de Beer, fuera de toda arbitrariedad subjetiva, desde una inteligente y fina aprehensión hermenéutica, enriquece el contenido dramático de la ópera precisamente donde esta muestra mayores carencias: en la interioridad psicológica de la historia y del personaje principal. No lo hace ignorando el camino que señala Schiller (como Tchaikovsky), puesto que subraya aquello que se aparta de los documentos sobre el proceso a Juana de Arco y es pura invención literaria, es decir, la historia de amor entre la protagonista y el soldado Lionel, y la convulsa vida emocional de la primera que la regista holandesa vincula a la vida de Tchaikovsky. Pero sí lo hace con una lectura propia: donde la fortaleza de Juana es masculina y la debilidad es femenina, en este caso el personaje de Juana trasciende esa dualidad simplificadora entre la Guerrera (masculina) y la Amante (femenina). Lo que consigue con ello es trascender un estereotipado episodio amoroso de la trama (que se mantiene en los dúos de amor y en el vigor melódico de la música) para presentar una interesante búsqueda de la identidad de resonancias postfreudianas en la que Juana es un juguete en manos de los hombres. A partir de ahí la ópera adquiere una profundidad en la que tienen cabida diversos temas actuales, con especial atención a la lucha por la liberación de la mujer –la mujer luchadora en una guerra contemporánea–, la estupidez fanática de la masa y la violencia que ejerce el poder patriarcal y religioso, puestos todos ellos en relación con escenas de gran impacto. También contribuyen al buen resultado la clarividente iluminación de Alessandro Carletti y la sutilidad en el vestuario. 

Aunque el compositor imaginó una soprano dramática en la primera versión, es una mezzo para quien definitivamente escribió el personaje de Juana, buscando una tesitura que empaste con el dispositivo orquestal más allá de las coyunturas en su estreno en 1881. Lena Belkina fue quien asumió un personaje mal perfilado dramáticamente por el libreto y difícil de encarnar. No logró convencer, particularmente en el aspecto más marcial y heroico del personaje. Sin brillar y con cierta falta de proyección y morbidez, la mezzosoprano soprano ucraniana mostró, eso sí, musicalidad y esmero en el fraseo para una tesitura exigente en el tercio agudo.  Fue en la caída del personaje cuando más seguridad mostró, y el dúo de amor del tercer acto junto a Lionel su mejor momento. Majestuosa fue la voz oscura del veterano Willard White en el rol de Thibaut d’Arc con sabiduría estética y elegancia, como fantástico el Carlos VII de Dmitry Golovnin, muy logrado en el apartado teatral. Raymond Very, tenor bregado en el repertorio romántico, cumplió sin más, mientras que Daniel Schmutzhard fue un notable caballero Dunois, con una excelente línea de canto y una voz lírica. También dejó buen sabor de boca la Agnès de Simona Mihai. Mención aparte merece la entrega de Kristján Jóhannesson, un barítono de graves amplios que cuenta con un timbre de gran belleza. Su Lionel creció en convicción dramática arrastrando a la protagonista y ofreciendo tantas sutilezas vocales como expresivas. Correcto el resto del reparto y tremendamente solvente el Coro Arnold Schoenberg dirigido por Erwin Ortner, equilibrado y versátil, tan capaz de proyectar atmósferas meditativas como agilidad y nervio dramático con una amplísima gama dinámica. 

Dejamos para el final el foso, otro de los puntales del éxito del estreno. La Sinfónica de Viena con Lyniv en la tarima tuvo grandes dosis de potencia expresiva y claridad de fraseo. Ya en la introducción, la directora administró con maestría las ínfimas fluctuaciones de tempo tan decisivas en esta ópera –y  tan características en general en la escritura del compositor ruso– y desplegó un catálogo de sus mejores credenciales a lo largo de la ópera. Lejos de preciosismos pero en una interpretación dotada de vigor lírico y jovialidad, el colorido orquestal protagonizó parte de la opulencia sonora y el sentido teatral que a veces faltó en el escenario, gracias también a una batuta dotada de olfato poético. Entre el buen rendimiento general, a subrayar una sección de metales imperial dividida a cada lado del foso, de matiz y riqueza sonora, el virtuosismo de las maderas o una cuerda asombrosamente dúctil. 

Desde el oficio en la batuta y la perspicacia estética de la producción, una ejemplar reivindicación de una obra que nos lega la tradición. Ejemplar porque, situándola en el centro sin oscurecerla con obsesiones propias -moneda corriente en nuestro tiempo-, se atreve a actualizarla revelando aspectos ocultos de ella y consigue que siga dialogando con nosotros casi un siglo y medio más tarde.