Adiós a Dalton Baldwin, el maestro irrepetible
El reciente fallecimiento del pianista norteamericano Dalton Baldwin (1931-2019) ha supuesto una tristísima noticia para el mundo musical y muy especialmente para quienes le hemos conocido personalmente. En este escrito en su recuerdo no pretendo extenderme en su dilatadísima trayectoria como uno de los más grandes pianistas acompañantes de cantantes de su tiempo, pues la información sobre su colaboración con destacadísimas figuras de la lírica como Jessye Norman, Elly Ameling, Frederica von Stade, Teresa Berganza, Felicity Lott, Mady Mesplé, Arleen Auger, José Van Dam, Gabriel Bacquier, Nicolai Gedda o Gérard Souzay —con quien colaboró asiduamente durante más de tres décadas—, está al alcance de cualquier melómano. Si bien Dalton Baldwin conocía muy bien el mundo del Lied, se puede decir que su dedicación a la Mélodie francesa constituía un capítulo aparte en su doble ocupación como pianista y como pedagogo, y sus alumnos le buscábamos muy especialmente como absoluto dominador de este género, en el que ha sido una referencia ineludible: como documento quedan las primeras grabaciones discográficas que se han llevado a cabo de las canciones completas de compositores como Fauré, Debussy, Ravel, Poulenc, Duparc o Roussel, así como numerosas grabaciones de canciones de otros compositores como Berlioz, Gounod, Bizet, Hahn y muchos otros. Al escribir estas líneas he preferido centrarme en la faceta pedagógica de Dalton Baldwin, cuya trascendental relevancia queda patente haciendo una búsqueda de su nombre en las redes sociales para comprobar no sólo la apabullante cantidad de alumnos —cantantes y pianistas— que han estudiado con él en diferentes países, sino también las encendidas muestras de cariño y gratitud a cargo de quienes hemos sido afortunados testigos de su labor docente.
Comencé a frecuentar sus cursos en el verano de 1993 en Francia, en la "Académie Internationale d'Été de Nice", uno de los lugares donde enseñaba asiduamente, y cautivado por la experiencia atendí posteriormente otros de sus cursos de verano tanto en Niza como en otras localidades de Francia y Portugal. En mi desarrollo como pianista acompañante de cantantes puedo afirmar que existe un antes y un después de aquel primer encuentro con Dalton Baldwin en Niza. Echando la vista atrás y contemplando ahora el desarrollo de mi evolución desde aquel momento, soy consciente de que sus enseñanzas abrieron un camino de búsqueda interna que en aquel momento yo mismo desconocía, pero que él supo ver ya desde el primer momento. Ha sido una reveladora sorpresa comprobar que esta experiencia que yo atesoraba como algo muy especial y personal, ese descubrimiento del maestro que es capaz de detectar y de ponernos en contacto con aquello que tenemos en estado germinal, latente, aún por desarrollar y por descubrir, y que nos da las claves para hacerlo, es una experiencia muy similar a la que he podido leer relatada en buena parte de las numerosísimas muestras de cariño y agradecimiento publicadas en las redes sociales por esa pléyade de alumnos repartidos por todo el mundo que Dalton Baldwin ha dejado ahora un poco huérfanos. Hay algo misterioso e insondable en ese sutilísimo arte de escudriñar el alma ajena para saber encontrar lo mejor de cada persona y aportarle así las herramientas para que el alumno pueda llevar a cabo su desarrollo de forma autónoma, y en ese arte se podría decir que Dalton Baldwin era casi un visionario y sin duda un maestro irrepetible.
En febrero de 2013, casi veinte años después de mi primer encuentro con Dalton Baldwin en Niza, estando ya integrado en mi labor docente en la Escuela Superior de Canto de Madrid que en esa época dirigía el también pianista de cantantes Fernando Turina, se me facilitó el poder gestionar la invitación para que Dalton impartiera un curso en esta institución. Recuerdo que previamente a su visita a Madrid me dijo que aparte de las clases no quería verse involucrado en comidas ni en cenas de compromiso pues deseaba, en palabras suyas, "disfrutar de tanta belleza como fuera posible". Me consta que fuera del tiempo invertido en sus clases no hizo prácticamente otra cosa que visitar los museos madrileños. Una de mis más gratificantes experiencias como docente fue precisamente esa visita de Dalton Baldwin a Madrid, en la que a la vez que tuve que coordinar horarios, alumnos y repertorio de sus clases, volví a sentarme al piano como alumno suyo para recibir sus consejos, me vi nuevamente escudriñado por ese oído atentísimo e incansable al que nada se le escapaba, y pude sentir de nuevo su exigencia del máximo rigor artístico y musical, así como su profunda comprensión tanto de la música como de los textos cantados. Dalton Baldwin podía quedarse ensimismado con dos o tres palabras de un texto, tratando de captar y transmitir todo su sentido a sus alumnos. Uno de los versos que más le emocionaban era ese Inexprimable amour qui m'enflammais pour elle! de Leconte de Lisle puesto en música por Gabriel Fauré en Le parfum impérissable. Muchos de sus alumnos recordaremos siempre su gesto como de encontrarse en otro mundo cuando trataba de evocar esas dos palabras, Inexprimable amour, en el contexto de la canción de Fauré. Lo "inexprimable", lo inexpresable, lo inefable, esa cualidad sutil y difusa del hecho artístico, es precisamente aquello con lo que Dalton Baldwin sabía conectar y hacer conectar a sus alumnos. Con esa imborrable imagen suya, con la mirada perdida, absorto en las palabras Inexprimable amour, me gustaría recordar a quien sin duda fue un sabio traductor de lo inefable.
Foto: cortesía de Aurelio Viribay.