beethoven joven

Ludwig van Beethoven (I): Forjando un genio

250 años de su nacimiento.
Desde su nacimiento (1770) hasta su primera sinfonía (1800)

Artículo publicado originalmente en el número impreso de enero 2020, que podéis leer de forma íntegra y gratuita en este enlace.

 

Los comienzos, aunque sea sólo a fuerza de ser comienzos, no suelen resultar fáciles para nadie. Mucho menos, imagínense, cuando uno esta destinado - padre mediante, a convertirse en el nuevo genio de la música universal. Algo tendrá el agua cuando la bendicen y por algo nos estamos volviendo un poco locos al cumplirse los 250 años del nacimiento de una figura titánica como es la de Ludwig van Beethoven. Locos como cada uno de los melómanos y melómanas que le han escuchado a lo largo de la historia, incluidos, en cierta medida, sus contemporáneos.

Comienza aquí un especial de Platea Magazine dedicado al músico, en estas líneas más Ludwig todavía que Beethoven, que se desarrollará a lo largo de los cuatro números impresos que verán la luz en 2020, intentando poner en palabras una vida única, un genio único y unas obra únicas que cambiaron la música y, por qué no, embebámonos ya del idealismo beethoviano: la sociedad.

El pequeño Ludwig van Beethoven fue bautizado un 17 de diciembre de 1770 en la ciudad de Bonn. Le suponemos pequeño por aquello de la tradición católica, que obligaba a recibir el primer sacramento al poco de nacer, aunque en realidad seguimos desconociendo en qué fecha exacta vino al mundo el compositor. La tradición también hizo que Ludwig no se inscribiese como Ludwig, sino como Ludovicus, utilizando el latín del Sacro Imperio Romano Germánico. Como si a la Montiel la hubiésemos seguido llamando María Antonia... Ludwig es más comercial, qué duda cabe.

Sabemos, eso sí, que la familia del compositor era de orígenes humildes, dedicados al campo y provenientes de Bélgica. En 1733 su abuelo paterno, también llamado Ludwig (Lodewijk) y también músico, migró hasta Bonn, localidad alelmana próxima a su país natal, a pocos kilómetros al sur de Colonia, donde trabajó como director y maestro de capilla del príncipe elector de esta última localidad. Casado con Maria Josepha Poll, tuvieron tres hijos, de los cuales sólo uno consiguió superar los primeros años de vida: Johann van Beethoven, padre de Ludwig. Siguiendo con la costumbre familiar, se ganaba la vida como músico (¡qué entelequia!), ejerciendo músico y tenor en la corte de la ciudad.

La madre del genio fue Maria Magdalena Keverich, al parecer retraída, reflexiva y cariñosa, de clase social más baja que su marido, pues su padre era cocinero, lo que no despertó afectos en su familia política. De los siete hijos que tuvieron, sólo sobrevivieron tres: Ludwig, el mayor y quien por cierto recibió el nombre del primogénito fallecido, Kaspar (cuatro años más joven) y Nikolaus (seis).

Mucho se ha escrito del vínculo de Beethoven con su padre y, aun quitando el polvo de la dramatización y el romanticismo, lo cierto es que nunca tuvieron una buena relación. Johann, que acusaba un evidente alcoholismo (por el que perdió su puesto de director de la orquesta de Bonn) lo tuvo claro desde un principio: el objetivo a batir era un tal Wolfgang Amadeus Mozart. Obsesionado con su profesión y con hacer del muchacho un nuevo niño prodigio, prácticamente lo fustigó desde su más tierna infancia para forzarle a ser el más ducho de los niños en él órgano, el piano y la composición. Y el caso es que Ludwig respondía favorablemente en su evolución musical, aunque quizá a costa de muchas otras necesidades para un niño. A los siete años, un 26 de marzo de 1778, Beethoven ofrecía su primer concierto conocido en público. De hecho, su padre falseó su edad para que pareciese que tenía un año menos y acercarse más a Mozart. Qué peligrosos son los padres frustrados.

De todos los profesores que asistieron al joven durante sus primeros años, destaca la labor de Christian Gottlob Neefe (1748-1798), conocido por sus singspiel y a quien Beethoven sustituyó, a los 12 años (!) como organista del Elector de Colonia, en 1783. El muchacho siempre tuvo un buen recuerdo de él, y Neefe habló de él como “el segundo Mozart”. Neefe contento, Ludwig contento, Johann contento... ¡todos contentos! Bueno, hablar de felicidad en el caso de Ludwig, entiéndanme, es pura inconsciencia.

Por aquel entonces, gracias a los contactos de Neefe, Beethoven empieza a formar parte de los círculos más altos de la sociedad de la región, presentándose como virtuoso intérprete. Es en esta época cuando compone su primera obra de relevancia: Nueve variaciones para teclado sobre una marcha de Ernst Christoph Dressler, WoO. 63. Dressler, quien había fallecido poco antes, fue un músico y teórico que abogó durante su carrera por la creación y protección de un género operístico propio de Alemania, distinguiéndola de la todopoderosa (en esto de la lírica) Italia. ¡Barbieri a la alemana! Quizá sea forzar un tanto, demasiado, la máquina, pero ¿por qué no ver aquí un rasgo definitorio de un pre-romanticismo alemán, ya en el background de esta primera pieza? Obviamente el estilo es totalmente clásico y bebe mucho aún de anteriores genios, qué duda cabe, pero ahí está el nexo. Al fin y al cabo, dos años después (1784) de este comienzo beethoviano, Mozart escribía sus conciertos para piano números 14, 15, 16, 17 y 18, (¡no perdía el tiempo, ya saben!) una evolución contrastada, muy dramática en su teatralidad, especialmente en los últimos y sí, con albores de pre-romanticismo que iría a ma- yores a través de fórmulas ineludibles, al alcanzar los conciertos o sinfonías finales.

 

 

Como comentaba anteriormente, a través de Neefe, Beethoven entró a formar parte de los músicos de la corte del elector de Colonia, Maximilian Franz, a la postre Archiduque de Austria y hombre de cultura, quien apoyó a otros músicos de la talla de Haydn o Mozart. Como todo en la vida no es saber o tener, sino conocer a quien sabe o tiene, Beethoven realizó su primer viaje a Austria en 1787; concretamente a Viena, dónde si no en su época, gracias a un nuevo mecenas (el arte supeditado al dinero, qué cosas): el conde Ferdinand von Waldstein. ¡Y mucha atención porque se viene crossover! Ni Futurama y Los Simpson, ni Buffy cazavampiros y Angel, ni Magnum y Se ha escrito un crimen... el mejor crossover de la historia lo realizaron Beethoven y Mozart en el siglo XVIII, amigas y amigos!

Y después de dejarlo en todo lo alto, decirles que en realidad no hay pruebas fehacientes de que su encuentro tuviese realmente lugar... pero qué bonito es soñar. Lo cierto es que la imagen que pueden ustedes ver en la página anterior no es sino una ilusión, el momento imaginado por muchos que no encuentra reflejo en ningún documento o carta de ambos compositores, por muchas que estas escribieran. De hecho, Beethoven tuvo que abandonar Viena ante el mal estado de salud de su madre, quien acabaría muriendo, haciéndose él cargo de sus hermanos ante el lamentable estado de alcoholismo que sufría su padre... y Mozart debía estar realmente ocupado con las preparaciones de Don Giovanni. Lo que sí es innegable es la gran influencia de Mozart en Beethoven, tanto como este la tendría en el futuro con quienes vendrían después.Ya no sólo en el paralelismo y utilización de sinfonías mozartianas en las composiciones del de Bonn: escúchense la Sinfonía nº40 y a continuación la Quinta; o en los conciertos para piano del de Salzburgo, para los que Beethoven llegó a escribir alguna cadencia, o las variaciones al piano, durante su tierna juventud, (vista desde el prisma de la actua- lidad, entiéndanme) de óperas como Die Zauberflöte, Le nozze di Figaro, o Don Giovanni. Si quieren un ejemplo muy notorio, tal vez anecdótico, e incluso, tal vez, pura casualidad, aunque eso sí divertido, tomen la Fantasía coral de Beethoven (nos vamos ya a su opus 80), aquella que más tarde utilizaría para su famosa Novena sinfonía y acto seguido escuchen el Misericodias Domini, K222 que Mozart escribiese antes de cumplir los 20. O realicen el camino inverso si lo prefieren. El modelo es innegable. ¿Quieren fliparlo más? (“flipar” lo recoge la RAE; qué le voy a hacer yo), acudan ahora a Johann Christian Bach y su ópera Catone in Utica. En el aria Fiumicel che son de appena, oh sorpresa, escucharán el mismo motivo. Curiso, ¿no les pearce? Saber de dónde venimos, conocernos y tener claro a dónde vamos. No hay más.

 

 

Regresando al camino de Beethoven, fue el mencionado Waldstein (a quien terminaría dedicando su famosa sonata para piano) quien de nuevo sufragó, convenciendo a Maximilian, un segundo viaje a Viena para el joven músico, en 1792. Contaba ya con 22 años de edad. La excusa era perfecta: estudiar bajo el amparo de Joseph Haydn (además de con Salieri y Albrechtsburger). Fue el propio Waldstein quien cerraría todo este capítulo con una frase maravillosa: “Beethoven va a Viena para recibir el espíritu de Mozart de manos de Haydn”. Se convertiría en un viaje que duraría ya toda su vida.

Durante su adolescencia, Beethoven crearía una serie de cantatas y arias, además de minuetos, y danzas alemanas (algunas de ellas podremos escucharlas, por cierto, durante el Concierto de Año Nuevo de la Wiener Philharmoniker que dirigirá Andris Nelsons este 2020), además de pequeñas piezas para piano solo y música de cámara principalmente, donde se escuchan flautas, fagotes, o clarinetes, que vienen a componer su primer corpus compositivo, si bien su verdadera eclosión, efervescencia incluso, como creador y genio, llegaría al asentarse en la ciudad de Viena.

Viena lo supuso todo en la vida y en la obra de Beethoven. Allí encontró a sus mayores defensores, a sus maestros, también a sus detractores... La urbe como organización social, con todos los agentes que la forman y participan de ella, dotaron de porqués a la obra del músico.Ya no sólo Viena; al poco de su llegada a la ciudad, creyó haber contraído una “fiebre revolucionaria”. Muchas vueltas se han dado a esta frase, que es difícil de conectar, todavía, con la Revolución Francesa, iniciada pocos años antes con la toma de la Bastilla y la autoproclamación del Tercer Estado. La política siempre ha entrado en juego a la hora de hablar de arte y creación; negarlo sería absurdo, pero a partir de este momento va a asentarse con una influencia decisiva en el devenir, en el sentir de numerosos compositores, con una fuerza tal hasta entonces ciertamente desconocida.

Para 1795, hacía cinco años que Mozart había fallecido y Haydn contaba ya con casi 65 años, una edad nada desdeñable para aquel entonces. Aunque este viviría hasta los 77, con Napoleón entrando a cañonazos en la ciudad, el relevo quedaba en manos de aquel joven, al mismo tiempo que nuevos vientos traían nuevos paisajes, nuevas sonoridades, nuevas, también oscuridades.

Su primer opus considerado “importante”, o que él mismo consideraría importante, se dió a conocer aquel año: una serie de tres Tríos para piano, violín y violonchelo, dedicados al Príncipe Lichnowsky y estrenados en su palacio, Haydn presente. Todos ellos siguen una estructura similar, en cuatro movimientos, aunque el último sustituya el scherzo de los anteriores por un minueto. Los tres finales se efectúan en tiempos rápidos y los primeros se alternan entre tiempos rápidos y lentos. Esta ocasión, por lo demás, supondría su primer concierto público ya no como intérprete, sino también como compositor.

 

 

Nos encontramos ya no ante un músico y compositor de garantías, sino ante los albores de un nombre, de una identidad. Pronto se embarcaría en una gira que le llevaría por las ciudades de Leipzig, Dresde, Berlín, Praga y Budapest. Nada mal para tener en cuenta que sólo contaba con un opus. Pronto le vendría un segundo, en una forma y un instrumento que marcarían toda su vida y carrera: las sonatas para piano, en sus tres primeras entregas: números 1, 2 y 3. En cuatro años, hasta 1800, dejaría escritas un total de once partituras, incluida la conocida como “Patética”. Hasta entonces, de hecho, sólo un tercio de sus obras con número de opus no contaría con un teclado. La primera de ellas, en fa menor, quizá refleje a la perfección aquella frase de Waldstein que he recogido antes: dedicada a Haydn, tiene un intenso caracter mozartiano. De hecho, la textura de su inicio ha sido relacionada en ocasiones con el final de la Sinfonía nº40 del de Salzburgo. Poético, ciertamente, cómo se pueden dar la mano desde el final de uno y el comienzo de otro, con el maestro de ambos de por medio. Poniéndonos medievales, estamos antes dos reyes elegidos por un mismo dios, ¡qué duda cabe! Y con todo, escuchamos un firma propia ya en cierto sentido decididamente beethoviana. Su Adagio central es de un lirismo tan intenso como enternecedor. Marcadores que podemos trasladar también a la comentada Patética.

 

 

Entre tanto, un curioso baile se dio en una forma más grande: el concierto. Sabemos que entre los primeros fragmentos que se conservan de Beethoven están un Concierto para violín y un Concierto para oboe, ambos perdidos.También un Concierto para piano que se ha venido a denominar como “0”, pensado para pianoforte y, hasta la marca de 1800 que he apuntado anteriormente, otros tres compuestos.Vamos allá: el primero en escribirse fue el que ahora conocemos como Segundo, comenzado alrededor de 1788 y terminado estando ya Beethoven en Viena. A continuación vino el que hoy llamamos Primero, pero que fue ideado y estrenado, en realidad, en 1795. El Tercero, por su parte, fue comenzado en 1800 y estrenado posteriormente, en abril de 1803.

Vamos a detenernos por un momento, siguiendo la estela de la tonalidad de aquella Patética, en este último, en el Concierto para piano nº3, op.37. ¡Qué intensidad! ¡Qué fuerza! ¡Qué drama! Su arranque orquestal, como tantas otras cosas, era algo inusitado entonces. Piensen que ahora contamos con la perspectiva del tiempo pasado, que es una cosa maravillosa con la que todo es más fácil de analizar y reflexionar, pero en su momento, en cada uno de sus días y en cada una de sus obras, Beethoven suponía una nueva brecha que superar con los cánones establecidos. Un poco lo que sucedía en la Viena de Schoenberg y el academicismo ante su acorde de novena invertido de la Noche transfigurada. ¿Cómo reaccionar ante lo que, hasta ese momento, no existía? Revolucionarios, ¡qué haríamos sin ellos!

 

 

Emparentado directamente con los últimos conciertos para piano de Mozart, los más trágicos y dramáticos, especialmente con el K491, en la misma tonalidad de do menor, el Tercero de Beethoven fue un alumbramiento complicado, lento (¡sobre todo si lo comparamos con el de Salzburgo!). Contaba Ferdinand Ries (el discípulo más conocido del genio de Bonn), que durante el estreno, con el propio compositor al teclado, aún había páginas de la parte solista que no se encontraban en su versión definitiva. El vigoroso y fulgurante Allegro con brio inicial cobra toda su fuerza al contrastarlo con el íntimo, recogido, elevado, ensoñador Largo central. Una auténtica (y “auténtica” lo utilizo como eufemismo) maravilla. Esa entrada de las maderas en el segundo movimiento y el tema de la cuerda es de las páginas más conmovedoras que se han escrito nunca.Y punto final. Con Beethoven no es que se necesite ser categórico, ¡Es que hay que ser categórico!

Esta misma tonalidad que nos ha llevado de la Patética al Tercero, nos dirigirá hasta la Tercera sinfonía, a cuyas puertas, Revolución y Napoleón mediante, les dejaré por esta vez, a la espera de que otro colega recoja el testigo en esta historia beethoviana. Si Beethoven creía que el mundo le iba a resultar una cuesta abajo tras abandonar los malos tratos de su padre, ¡ay! ¡entonces qué equivocado estaba! Vendrán tiempos aciagos a continuación, ya no por Bonaparte en concreto, sino por una sordera que le trastocaría, en todos los sentidos, llevándole, con todas sus otras inseguridades y miedos, al borde del suicidio. Antes de estrenar el Tercero, escribiría a sus hermanos el conocido Testamento de Heiligenstadt (zona de Viena donde residía entonces), con la intención, ya digo, de quitarse la vida.

1802, de hecho, supuso un antes y un después para Beethoven. El compositor en sí mismo supuso un antes y un después para la música y para todos, pero ese año vino a significar, de alguna manera, la concreción de un camino ya sin retorno hacia el Romanticismo. Ante el dolor y la desesperación de una sordera que cada día iba a más, se despide como si fuese un bolero: Ansiedad, angustia y desesperación... de un genio absoluto. Un texto profuso en sentimientos, en dolor y amargura, regado con frases lapidarias: “Hubiera puesto fin a mi vida – Sólo el arte me sostuvo”.“Me parecía imposible dejar el mundo hasta haber producido todo lo que yo sentía que estaba llamado a producir y así soporté esta existencia miserable”. En cualquier caso, sus circunstancias y propia reacción posterior ante esta profunda crisis bien mercen un artículo más amplio que unas someras líneas en este.

Retrocedamos un poco, hasta el momento en que escribía su Tercero. En aquel año, 1800, ofreció Beethoven un concierto en Viena donde presentó en sociedad su Primera sinfonía, op.21. Todo un hito en la carrera de cualquier compositor.Y volvemos a la tonalidad de do mayor y de nuevo ante las cejas levantadas del respetable, que no supieron entender las novedades que esta partitura representaba. ¡Un estreno sinfónico por todo lo alto! Es cierto que esta Primera respeta la fuente de la que bebe, Haydn, en numerosos aspectos. Ahí están la forma sonata del primer movimiento y, desde luego, la galantería y la atmósfera idílica del Andante que le sigue, veramente cantabile. Mas, sin embargo, lo más llamativo fue, sin duda, el empleo de un scherzo en lugar del tradicional minueto... ¡Habráse visto! Por su expresión y su acelerado tempo significó algo demoledoramente extravagante. Piensen que estamos ante ritmos y formas que provienen de las danzas más antiguas... ¡esto antes se bailaba! Y resultaba inconcebible pensar que esto pudiera bailarse... Supongo que algo parecido ocurrió con la llegada del vals, ¡con tanto arrime!, o del charlestón ¡con tanto despegue! ¿Estará ocurriendo algo así hoy en día con el trap y el reguaeton? No voy a ser yo quien lo averigue, desde luego. En cualquier caso y centrándonos de nuevo en el tema que nos ocupa, Haydn y el Clasicismo iban quedando, efectivamente, atrás. La cantidad de motivos dramáticos, teatralísimos, los cambios de armónicos llevados de una forma un tanto “brusca”, escapando a lo consuetudinario, los amplios desarrollos o el contraste en los tiempos, crean desde su primer trabajo sinfónico un nuevo molde, en el que hornearían sus mejores creaciones todos aquellos que vendrían detrás, llámense Brahms, Dvorák, o Mahler.

 

 

Un padre que no ejercía de padre. Un mito, Mozart, ante el que superarse y, al mismo tiempo, reverenciarse. Un maestro, Haydn, que también lo fue todo. Literalmente todo. Viena. Napoleón. La necesidad del mecenazgo ante la perseverancia de un músico que necesitaba y perseguía ser libre, en todas sus acepciones. La nueva música de cámara, de la que bebió desde su infancia. El piano, omnipresente, como catalizador de nuevas formas y ampliando sus horizontes... ¡y sus teclas! (busquen las sonatas en las que, directamente, el teclado se le queda corto cuando comienza a ascender por ellas). La revolución sinfónica, el camino del Romanticismo que llamaría a la puerta de cada casa y sala de conciertos: alla Heroica, o con cuatro golpes del Destino... El genio ya había sido forjado.

Antes de decirles adiós, dejando a este Titán con la misma edad que servidor tiene hoy, quisiera pedirles disculpas si a lo largo de estas líneas he caído en banalidades o redundeces. Recurriré ahora a otro grande, Thomas Mann, para explicarme mejor, del mismo modo que él reflexionaba sobre la música de Beethoven en su colosal Faust:

“Es irritante tan sólo, a menos que uno no quiera ver en ello motivo de satisfacción, que no exista para caracterizar ciertos elementos de la música, o por lo menos de esta música, ningún adjetivo apropiado, ni ninguna combinación de adjetivos. (...) Imposible encontrar palabras adecuadas para descubrir el estilo, el espíritu, el ademán de este tema. El ademán tiene aquí una gran importancia. ¿Cómo calificarlo? ¿Trágico, atrevido, obstinado, enfático, impulsivo hasta lo sublime? Todo esto no vale nada. Y “magnífico” no pasa de ser, naturalmente, una lamentable capitulación”.

Pues eso: ante Beethoven, que me traigan el reclinatorio, que yo capitulo.