7. JONDE SOLO MÚSICA c Elvira Megías 1

Celebración y encuentro

Madrid. 20/06/21. Auditorio Nacional de Música. Obras de Schumann y Brahms. Joven Orquesta Nacional de España. James Conlon, dirección.

Los ¡Sólo música! se han convertido ya en una bonita tradición del fin de temporada madrileño. Son muchas horas dedicadas a una temática con gancho que, con un espíritu entre un maratón musical y un festival de verano, funciona para su objetivo principal: atraer a nuevos públicos, especialmente a los más jóvenes. Pero, hablando de juventud, este evento se ha configurado además como una oportunidad privilegiada para que una orquesta junior, la Joven Orquesta Nacional de España, exhiba su calidad codo a codo con las mejores formaciones de nuestro país.

Corría el año 2013 cuando, en una edición anterior, el maestro Lopez Cobos llevó a cabo la proeza de dirigir las nueve sinfonías de Beethoven en una sola jornada. “¿Has escuchado a los chicos?” se escuchaba entonces por los pasillos del Auditorio con una mezcla de sorpresa y orgullo. Ese día nos ofrecieron una Séptima memorable, que hizo honor a su sobrenombre de “Apoteosis de la danza”; más que tocarla, se la bailaron. Fue un golpe a la peor ortodoxia y una inyección de energía y sentimiento para los asistentes. Desde entonces, la JONDE marca para mí el punto álgido de estos eventos; el suyo es siempre para mí momento más esperado del festival. La rotación natural en cualquier orquesta joven hace que hoy los integrantes sean otros, pero el espíritu de la formación se ha conservado.

Conviene acudir a estos conciertos con espíritu de celebración y de encuentro, olvidando análisis técnicos. No porque la orquesta no tenga la calidad necesaria -ha demostrado que la tiene de sobra-, sino porque en ellos se da una comunión público-artística muy singular. Para la formación es una oportunidad única de mostrar su valía y para el público (muchos de ellos familiares y amigos) el momento de demostrar su cariño incondicional. Así las cosas, ocurre el pequeño milagro, el ambiente se torna cómplice, excitante y lleno de ilusión; de “buen rollo”, por utilizar el lenguaje más adecuado la ocasión. Cuántas veces se echa esto de menos en las estiradas salas de concierto.

Pero la técnica está también ahí y es de hecho lo que cimenta el evento. James Conlon apostó por el rigor, controlando en la justa medida las ardientes energías juveniles, buscando un buen balance orquestal a través de la contención y haciendo pocas concesiones a la flexibilidad en los tiempos. Frente a los matices se busca -y se consigue- el trabajo en equipo y la homogeneidad orquestal. En el supuesto duelo, naturalmente, no hubo ganadores. Schumann se desarrolló con buen sentido narrativo, con una continuidad convincente. Los solistas pasaron esta prueba con soltura, aunque su actuación siempre estuviera por debajo de la del equipo.

Con Brahms tocamos grandeza. El tema principal del Allegro inicial se abordó con más lirismo que misterio, algo que marcó el tono general de la interpretación. Se desplegó entonces una energía luminosa que hizo necesario, hasta imprescindible, algún aplauso furtivo al acabar el movimiento. Las cuerdas nos regalaron precisos pizzicatos y parecieron subordinarse a unos vientos que nos dieron, ahora sí, momentos de gloria en las maderas solistas. Entregados al carácter danzable y juguetón (totalmente scherzo) del tercer movimiento y a través de una coda explosiva se lanzaron a un final, apropiadamente, sin rastro de tragedia.

Y entonces, como fin del espectáculo, se mostró un público encendido, entregado, como el que aplaude algo que le es propio. Y los músicos fundidos en abrazos, como quien gana un partido, como quien comparte una experiencia para toda la vida. Como quien hace de la música un regalo y una fiesta.

Foto: Elvira Megías.