jaroussky barath

Orfeo en casa del Orfeó

Barcelona. 27/06/2021. Palau de la Música Catalana. Obras de Monteverdi, Rossi y Sartorio. Ensemble Artaserse. Philippe Jaroussky, contratenor. Emöke Baráth, soprano.

La leyenda de Orfeo se pierde en la noche de los tiempos y tiene ramificaciones en múltiples culturas que representan, bien al chamán que accedíó al mundo de los muertos y consigue volver de él, bien al músico que atrae a las fieras o mezclas de ambas cosas, como es el caso del personaje griego llamado Orfeo. Este producto de accidentada síntesis cultural tiene, además, una particularidad que no tienen muchos otros mitos griegos: no aparece ni en las obras de Homero ni en las de Hesíodo, que son las fuentes fundamentales de las tragedias y junto a los cuales son la base de la difusión posterior de la mitología griega en Occidente. Es, seguramente, su mención en alguna tragedia de Eurípides y en el Banquete de Platón lo que justifica su amplia presencia en la cultura barroca y particularmente en la ópera. Monteverdi dio un impulso casi inicial al género con su Orfeo (1607), Rossi difundió este género en Francia con el suyo (1647) y Sartorio contribuyó a la construcción del “dramma eroico” veneciano con el estreno del suyo en el contexto del Carnaval de 1673.

Con esas tres partituras construyen Philippe Jaroussky y Emöke Baráth su espectáculo sobre Orfeo que pudimos ver en sesión doble en el Palau el pasado domingo. Un producto feliz desde el punto de vista de su concepción pero que presentó luces y sombras en su ejecución. Se basa en un disco llamado La storia di Orfeo, aunque el contenido no es exactamente el mismo, entre otras cosas porque el domingo en el Palau no había coro.

Si bien Jaroussky y Baráth saludaron al inicio del espectáculo (un recital semiescenificado) la sesión se inició con la famosa fanfarria inicial de L’Orfeo de Monteverdi interpretada por 12 músicos, cinco de ellos de pie: el Ensemble Artaserse. Y de la partitura de Monteverdi pasamos a la de Sartorio y de la música instrumental a la música vocal sin interrupción por los aplausos, que es el modo en que estuvo concebido el espectáculo y es muy de agradecer. La primera aparición vocal se trataba de un duo en el cual  la tessitura obligaba a Jaroussky a cantar en su octava baja, poco sonora en general y claramente sepultada por el sonido de la soprano. Siguió Monteverdi con un Jaroussky sin brillo y, en cambio, una aria de Rossi cantada por una Baráth muy elegante y expresiva mientras Jaroussky le hacía ojitos sentado. 

En todo este primer asalto se pudo observar ya algunos hechos estructurales: una orquesta descompensada, con unas cuerdas poco audibles frente a unos vientos hipersonoros y no siempre muy precisos (todos instrumentos de época), sumado a las buenas prestaciones del continuo. Por otra parte la concepción unitaria del espectáculo, sin prácticamente pausas para aplausos. También el hecho de que el programa y los textos no coincidían exactamente con los que venían en el programa de mano. Y finalmente la circunstancia de que el repertorio en esta ocasión, centrado en el recitativo y el canto spianato no ofrecía a Jaroussky muchas posibilidades de exhibición virtuosística. Baráth, en cambio, consiguió sus buenos momentos de lucimiento por timbre y calidad expresiva.

Cabe destacar que estas características de las partituras mencionadas se centran mucho en el texto y esto no siempre se realizaba mediante las voces de los cantantes, particularmente por la tendencia (manierismo técnico) de Jaroussky a cerrar la e en un sonido tan estrecho que se asimila a una i. 

La puesta en escena puso al contratenor de rodillas en un aria del Orfeo de Sartorio, que acabó estirado para que apareciera Euridice por el fondo (detrás de la orquesta) con un “Orfeo, tu dormi?” que tuvo algún ligero momento de entonación dudosa. Luego hubo instrumentos fuera de campo en el aria de Orfeo de Monteverdi. Y aquí sí ya, alguna coloratura rápida para mayor gloria de Jaroussky que fue creciendo como intérprete a medida que el espectáculo le cedía el protagonismo, lo que no nos ahorró alguna estridencia en el agudo y algún detalle de entonación ambigua. Sin embargo, Jaroussky puso en juego, en toda esta secuencia final, otras virtudes que no tienen nada que ver con la coloratura y sin con la gran expresividad del artista. Hubo un progresivo apagón de luces, muy operístico, y se inició el homenaje del público, un tanto sobreactuado tal vez por la presencia notable de turistas franceses y también porque, como es sabido, si se ha ido a aplaudir se aplaude. Y no quiero dar a entender con ello que no hubiera nada que aplaudir: La storia di Orfeo es un espectáculo de feliz concepción, ejecutado y protagonizado por dos grandes artistas y que ofreció muy buenas cosas, pero también manchas y dudas.