El sonido infinito
Aix-en-Provence. 07/07/2021. Grand Théâtre de Provece. Obras de Strauss y Mahler. Magdalena Kozena, mezzosoprano. Andrew Staples, tenor. London Symphony Orchestra. Simon Rattle, dirección de orquesta.
De vez en cuando uno se encuentra, en su camino de aficionado a la música, hitos que te hacen recordar la belleza de lo excepcional. Escuchas interpretaciones excelentes, voces maravillosas, músicas imperecederas pero, con el paso de los años (y los míos van creciendo más rápido de lo que quisiera) vas perdiendo un poco de esa inocencia con la que oías los primeros conciertos, las primeras óperas. Para mí sigue siendo un milagro la puesta en pie de una representación operística o la conjunción de un buen concierto, pero aunque tu actitud sea positiva y salgas la mayoría de las veces contento del teatro o auditorio, son más escasas las veces en las que la emoción te vence y te deja pegado a la butaca, incluso con alguna lágrima en los ojos, no me avergüenza decirlo. Son momentos tan mágicos, tan especiales que son como si el sonido infinito que envuelve la sala se apoderará de ti, llevándote otra vez a recordar por qué quieres la música con toda la fuerza de tu corazón.
Son las anteriores unas reflexiones muy personales, quizá algunos las tilden de cursis, pero son el reflejo del excepcional concierto que ofreció el pasado 7 de julio Simon Rattle y sus magníficas huestes de la London Symphony Orchestra, espléndidamente acompañados de las voces de Magdalena Kozená y Andrew Staples. El programa que habían preparado para su única actuación sinfónica en el Festival de Aix-en-Provence se titulaba, con buen criterio, Adiós al romanticismo y se componía de dos obras de los dos compositores más importantes de ese cambio de siglo (del XIX al XX) que tantas consecuencias trajo al mundo, también al musical. Dos figuras del mundo germánico muy diferentes entre sí, tanto en personalidad como en estilo musical, pero que convergían en diversos conceptos de la modernidad que iban creando, como convergía su amistad no muy bien llevada, sobre todo por la rivalidad de sus esposas. Dos compositores, ya es hora de decirlo, como Richard Strauss y Gustav Mahler.
Del primero, Rattle eligió una obra no muy conocida de su extenso opus: la suite orquestal Le bourgeois gentilhomme. Esta suite recoge la música incidental que Strauss había escrito para la primera versión de la adaptación de la genial obra de Molière y que se contemplaba con una ópera (la parte seria de Ariadne auf Naxos). Más tarde, ante la fría acogida de esta versión, preparó otra, ya plenamente musical, Ariadne auf Naxos tal como la conocemos, y la estrenó en 1916. Posteriormente crearía con los pentagramas de esa música incidental la suite del mismo nombre. Le Bourgeois es fundamentalmente una obra camerística, que se interpreta con una orquesta reducida, y que tiene ese aire especial y magnífico que recorre la escritura straussiana desde El caballero de la rosa. Ese estilo, efectivamente que hunde sus raíces en lo romántico pero que da un salto, eso sí, no mortal, hacia el siglo XX y todas sus vanguardias, de las que no está tan alejado como algunos se empeñan en recalcar. Dividida en nueve partes, todas ellas describen ese mundo del XVII con una elegancia neobarroca y un consumado dominio del contrapunto. Todo eso se vio reflejado en una interpretación magistral de la obra por parte de Sir Simon. Sin partitura, dibujó una suite de bellísimos perfiles, más que lenta, majestuosa, relajada, íntima y centrada en los detalles. Correspondido por una LSO en estado de gracia (se comprobaría este hecho también en la segunda parte del programa) y con un concertino, Roman Simovic, que brilló especialmente en esa pieza de virtuosismo que es Auftritt und Tanz der Schneider (Entrada y baile de los modistos). También hay que destacar el magnífico trabajo de la primera violonchelo, Rebecca Gilliver. Simplemente una interpretación espectacular.
Sabido es que Gustav Mahler, uno más (o el más) insigne director musical que ha pasado por la Hofoper, la Ópera Imperial de Viena, nunca compuso una obra para los escenarios. Mucho se ha hablado de este tema y no suele ser mi costumbre desplegar aquí teorías, conocimientos y datos que se pueden encontrar en los buenos (que los hay, como el firmado por el añorado Pérez de Arteaga) manuales sobre el autor bohemio. Baste decir que las dos obras en las que el predominio de la voz es más significativo son la 8ª Sinfonía y esa joya de la historia que es Das Lied von der Erde (La canción de la Tierra), que dio cuerpo a la segunda parte de la velada. El descubrimiento de la poesía china en su traducción al alemán supuso para Mahler el encuentro con un mundo espiritual con el que se sentía muy identificado. Esa personalidad tan alejada de los convencionalismos a los que se veía obligado participar por su trabajo de director de orquesta, encontraba su escape en la composición especialmente en las vacaciones estivales. Siempre estuvo muy unido al mundo natural, al espíritu primigenio de la tierra, al bosque, a las montañas y al mundo rural. Todo eso se refleja en muchas de sus sinfonías, pero en La canción va un poco más allá convirtiendo ese impulso natural en una obra que aúna la fuerza y el vigor que le proporcionaba la vida en la montaña con la meditación que suponía la tranquilidad de los días en soledad componiendo en la cabaña cerca de su casa. La canción de la tierra remueve el interior del oyente y lo lleva de la explosión al sosiego, de la alegría a la nostalgia y, finalmente, a la calma y a la resignación.
Todo eso pude percibirlo en la batuta de Rattle, quien se recreó con una lentitud medida y sin perder tensión en los momentos más líricos, consiguiendo un sonido casi inaudible, etéreo, espectacular en las cuerdas, que sólo los grandes maestros dirigiendo grandes músicos pueden conseguir. La orquesta brilló en todo su esplendor en las partes más alegres y vivas, casi siempre de la mano de la voz del tenor, en este caso un acertadísimo Andrew Staples que bregó sin ningún tropiezo por la espinosa partitura que fuerza tanto la voz en el agudo en las tres canciones que interpreta. Un gran trabajo. No obstante, Mahler escribió sus mejores pasajes para la voz femenina (aunque es sabido que también está la versión para barítono), en este caso una extraordinaria Magdalena Kozena. La implicación de la mezzo checa fue total, no sólo cantando sino también interpretando, sintiendo cada verso, inconmensurable en esas últimas palabras que cierran Der Abschied: Ewig… Ewig… Ewig. Precisamente en esa última canción, la más extensa y con más componente sinfónico, destacó el maravilloso oboe de Julia Koch, inconmensurable en esos pentagramas de ecos orientales que jalonan la canción. Rattle optó por el arreglo de Glen Cortese para la obra, pero con algunos cambios de esta versión camerística. Sí que redujo parte de la percusión y el viento pero mantuvo toda la cuerda. Esa cuerda que el director de Liverpool ha modelado a su gusto, consiguiendo que con una de sus obras favoritas el que escribe soltara alguna lágrima ante tanta belleza y el infinito poder de emoción que tiene la música.
Foto: Astrid Ackermann.