Creta no es Okinawa
6/7/2022. Aix-en-Provence. Théâtre de l'Archevêché. Mozart. Idomeneo, Re di Creta. Michael Spyres (Idomeneo). Anna Bonitatibus (Idamante). Sabine Devieilhe (Ilia.) Nicole Chevalier (Elettra). Coro Pygmalion con la participación del Coro de la Ópera de Lyon. Puesta en escena. Orquesta Pygmalion. Satoshi Miyagi (dirección de escena). Raphaël Pichon (Dirección musical).
En la reseña de Salome, estrenada el pasado día 5 en el Festival de Aix-en-Provence, ya comentábamos lo complicado que puede resultar conectar el texto y la música de una ópera con las ideas que se plantea el director de escena (en el caso de Salome, directora) cuando aborda una obra del repertorio clásico. En el caso de la nueva producción de Idomeneo, re di Creta (de W.A. Mozart) el japonés Satoshi Miyagi dobla la apuesta del cambio y no sólo traslada la acción de la obra al Japón de la capitulación de 1945, que puso fin a la II Guerra Mundial, sino que lo hace desde una perspectiva afín a la cultura secular del teatro y la estética tradicional japonesa. Este intención del director nace, según explica en una entrevista dentro del programa de mano, de las similitudes que encuentra entre la situación del pueblo japonés al final de la guerra y la del pueblo cretense acuciado por las amenazas de venganza de Neptuno dentro de la trama mitológica de Idomeneo. Pero realmente la plasmación de su idea no cala, ni empatiza con el espectador, sobre todo lastrada por un desarrollo conceptual que enfrenta a dos espíritus tan diferentes como el clasicismo nipón y el clasicismo mozartiano. Inmovilizar (excepto a Elettra) en una especie de peanas móviles, que van colocando en el escenario a los personajes principales cuando intervienen en el drama, sin gestos, sin un rictus, sin una expresión de alegría o angustia, sólo utilizando su voz que expresa sus penurias, choca frontalmente con la teatralidad innatade la dramaturgia mozartiana. Estos pedestales en forma de prisma se complementan con otros prismas que se mueven constantemente por el escenario en la primera parte de la obra, a la manera de piezas de un puzzle que constantemente se juntan o se deshacen. Hay que reseñar que estas formas, movidas interiormente por extras, son bellas y que la iluminación (responsabilidad de Yukiko Yoshimoto, que hizo un espectacular trabajo en toda la obra), que tanto recuerda a los farolillos tradicionales japoneses, le da un toque entre misterioso y místico a todo, pero que debido a su utilización reiterada, llega a aburrir. También es de factura japonesa, muy bello, por cierto todo el vestuario, que firma Kayo Takahashi Deschene de los protagonistas (excepto Ilia, considerada la extranjera y que se viste de occidental ñoña). En la segunda parte, a partir del segundo cuadro del segundo acto, el escenario queda más limpio, y sólo resalta los grandes paneles que en forma de biombo cierran siempre el escenario.
Quizá el único momento en que las intenciones de Miyagi conectan con el público (que abucheó ampliamente su trabajo en el estreno) es, cuando en la escena en la que Idomeneo se ofrece a sacrificarse ante su pueblo (siempre vestido como soldados japoneses, en este caso heridos) por el voto a Neptuno, los paneles se giran formando un impresionante mural que representa los horrores de la guerra que igualan al sufrimiento del pueblo cretense por la tiranía del dios. Pero poco más. Un comentario muy personal (aunque toda crítica se basa en una apreciación personal): Satoshi Miyagi parece querer, con esta transposición de la abdicación final de Idomeneo a la capitulación nipona ante MacArthur en la II Guerra mundial, equiparar a un pueblo que sufre la ira de un dios con el pueblo japonés que consideraba hasta este momento a su emperador como un dios, y justificar su tragedia. Las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki se encuentran entre las vergüenzas más abyectas de la humanidad, pero el cruel e inhumano comportamiento del ejército japonés con los pueblos del este asiático, desde Manchuria a Filipinas, a los que masacró durante este período, es difícilmente asumible y personalmente a mi me pareció ofensivo, aunque reitero que no tiene que ser esta, para nada, la intención de Miyagi. Pero su obra está ahí.
Musicalmente parece que una especie de espíritu zen se apoderó de toda la obra. Raphaël Pichon me parece un director admirable y Pygmalion uno de los conjuntos con instrumentos de época más importantes del panorama internacional. Estos tuvieron una actuación impecable siguiendo las directrices de Pichon pero este no acabó de cuajar una interpretación tan redonda como en otras ocasiones. Aparte de los significativos cortes, su versión fue de una languidez extrema en las arias más líricas, con tempi que alargó casi hasta el tedio, interminables, con silencios poco convincentes en una obra mozartiana. Su genio surgió en otros momentos, claro, sobre todo en las arias de Elettra o en los coros, donde volvió por sus fueros y oímos un Mozart de altísima calidad. Pero, reitero, como siempre ocurre con los grandes, siempre se le exige más. El que dio todo, como siempre es el Coro Pygmalion, siempre tan conjuntado, versátil y con tanta profesionalidad sobre las tablas de un escenario, donde cantan, bailan y actúan y donde nos ofrecieron una versión impecable y maravillosa de Placido è il mar, andiamo. Estupendo trabajo.
Como ya se comentó tres de los personajes principales (Idomeneo, Ilia y Idamente), se mantienen inmóviles en sus pedestales toda la obra. De esta manera cualquier utilización de la expresión corporal para completar su rol, desaparece. Solo queda la voz. Michael Spyres es un tenor con alta experiencia en el papel principal que fue el único al que se le permitió en su primera aria, recién rescatado del mar, demostrar la angustia que había sufrido con gestos. El resto de la representación defendió con gran profesionalidad un papel que tiene en Fuor del mar en el segundo acto su aria de más lucimiento con unas coloraturas que resolvió con más experiencia que calidad vocal. La potencia y la clase están ahí, pero la voz de Spyres muestra ya cierto cansancio. Además optó como el resto de sus compañeros y el propio coro por cantar en muchos momentos en unos pianissimi que realmente le resultaron de difícil ejecución. Y es que parecía que todo estaba enfocado en esta representación a buscar una especie de “paz” musical a la que no se está acostumbrado al oír a Mozart. Era un Mozart que pareciera en ciertos momentos en sordina, y los cantantes acompañaban esta idea musical, supongo fruto de un enfoque que unía el foso y la escena en ese aire zen que antes comentaba.
El Idamante de la mezzo Anna Bonitatibus fue de gran calidad vocal, con una amplia paleta de colores oscuros en su voz, que sin ser extremadamente atractiva resultó perfecta para el papel. Especialmente acertada estuvo en Il padre adorato, en el que demostró todas sus cualidades. Una de las sopranos más apreciadas en su cuerda en este momento es la francesa Sabine Devieilhe que posee unos medios envidiables y un timbre especialmente atractivo. Lástima que no se pudiera expresar también con su cuerpo y su trabajo quedara así bastante desdibujado. Aún así pudimos disfrutar de su arte en arias como Zeffiretti lusinghieri, una de las más bellas de la ópera y que nos remite instintivamente a Glück.
Quizá la voz más impactante de toda la representación fue la de Nicole Chevalier. La soprano americana, que conoce perfectamente el papel y al que el director de escena es la única que le permitió cantar a pie de escenario, demostró su valía tanto como cantante como actriz. Su voz es carnosa, con un timbre bello y que domina toda la tesitura con soltura. Todas sus intervenciones fueron de lo más aplaudido de la noche (también al final) pero habría que destacar una excepcional versión de Oh smania, oh furie!-D'Oreste, d'Ajace ho in seno i tormenti, que casi cierra la obra y que Chevalier cantó con una garra y una fuerza inédita en el resto de esta versión. Bravísima.
Correcto en su única aria el Arbace de Linard Vrielink y cumplidor Krešimir Špicer como el Gran Sacerdote. Muy bien, aunque su intervención sea corta los solistas del coro que intervienen brevemente pero su calidad merecen ser nombrados en esta crónica: Adèle Carlier, Anaïs Bertrand, Clémence Vidal, Constantin Goubet y René Ramos Premier.
Fotos: © Jean-Louis Fernandez